7 de julio 2016
Cambridge.– Esta temporada electoral, han sido frecuentes las acusaciones de deshonestidad. Durante el debate por el “Brexit” en Gran Bretaña, los dos bandos se acusaron mutuamente de distorsionar la verdad (pero la rapidez con que el campo vencedor pro‑Brexit comenzó a desdecirse de sus promesas de campaña, mientras las afirmaciones del campo perdedor resultaban ciertas, señala cuál de los dos decía las cosas como son). En la campaña para la elección presidencial de los Estados Unidos, el virtual candidato republicano, Donald Trump, se refirió casi siempre a su competidor más cercano en las primarias como “Ted Cruz el mentiroso”.
Trump tampoco deja pasar oportunidad de adosarle el calificativo de “deshonesta” a Hillary Clinton, la virtual candidata demócrata. Cuando hace poco Clinton pronunció un cuidado discurso sobre política exterior, Trump dijo que era “una mentirosa de primera”. Pero PolitiFact, una organización que se dedica a corroborar lo que dicen los políticos (y que ganó el premio Pulitzer), determinó que eran falsas el 60% de las afirmaciones de Trump que investigó desde el inicio de su campaña, contra un 12% para Clinton.
Algunos cínicos no dan importancia a estos intercambios entre candidatos; los consideran una conducta típica de políticos. Pero esto es un error, ya que implica pasar por alto serias cuestiones relacionadas con el grado de honestidad que esperamos de nuestros líderes y del debate político.
Es cierto que en algunos casos preferimos que los políticos no digan toda la verdad. En tiempo de guerra o durante una operación antiterrorista, el engaño puede ser condición necesaria para la victoria o el éxito, que claramente redundan en nuestro interés.
Hay otros casos no tan dramáticos pero no menos importantes. A veces, los líderes tienen objetivos que difieren de los de gran parte de sus seguidores, así que optan por engañarlos, en vez de revelar las diferencias. Cuando esas mentiras son en interés propio (para ocultar la corrupción o complacer la vanidad del líder), la censura moral es inmediata y adecuada. Pero hay otros líderes que cuando tienen objetivos diferentes a los de sus seguidores, hacen grandes esfuerzos para educar a los posibles críticos y lograr que adopten otro punto de vista.
Sin embargo, a veces no hay tiempo suficiente para cambiar el parecer de los seguidores, o estos están demasiado divididos para llegar a un consenso que permita sostener una acción colectiva. Sucede entonces que algunos líderes adoptan una visión paternalista y los engañan en aras de lo que consideran un bien mayor o a más largo plazo.
Por ejemplo, cuando Lyndon B. Johnson era jefe del bloque mayoritario en el Senado de los Estados Unidos, engañó a sus simpatizantes sureños para lograr la aprobación de la ley de derechos civiles de 1957. Charles de Gaulle no reveló su estrategia para la independencia de Argelia cuando asumió la presidencia de Francia en 1958, porque sabía que si lo hacía condenaría el plan al fracaso. John F. Kennedy no reveló a la opinión pública que una de las condiciones del acuerdo que puso fin pacífico a la Crisis de los Misiles en 1962 fue la retirada de las armas nucleares estadounidenses desplegadas en Turquía.
Franklin D. Roosevelt mintió a la opinión pública estadounidense en relación con un ataque alemán a un destructor de Estados Unidos, para vencer la resistencia aislacionista a ayudar a Gran Bretaña antes de la Segunda Guerra Mundial. Y Winston Churchill afirmó que “la verdad es tan preciosa que siempre debe ir protegida por una guardia de mentiras”.
Que los objetivos de los líderes justifiquen algunas veces una insinceridad no implica que todas las mentiras sean iguales ni que debamos suspender el juicio moral en esos casos. A menudo el engaño maquiavélico es parte de una estrategia; por ejemplo, en una negociación o cuando se trata de convencer a un grupo de personas para que acepten objetivos nuevos. Pero hay que tener en cuenta la intención. Cuando el engaño es por interés propio, en vez de una estrategia para beneficiar a otros se convierte en un acto de manipulación egoísta.
Aún admitiendo que el engaño a veces puede ser necesario, subsiste la duda de si el objetivo es importante, si no hay otros medios para lograrlo, si hay riesgo de que la mentira siente un precedente o ejemplo que invite a otros a hacer lo mismo, qué daño causará a las diversas víctimas y si los mentirosos deberán responder por sus mentiras (que más tarde su conducta sea descubierta y haya que explicarla). En su libro When Presidents Lie, el historiador Eric Alterman concluye que las mentiras presidenciales “se convierten inevitablemente en monstruos que estrangulan a sus creadores”.
Y los presidentes pueden sentar malos precedentes. La mentira de Roosevelt en 1941 respecto del ataque alemán al destructor Greer dejó la puerta abierta a la descripción muy adornada con la que en 1964 el presidente Johnson anunció un ataque norvietnamita a buques de los Estados Unidos, lo que condujo a la resolución del Golfo de Tonkin.
A los líderes no les cuesta nada convencerse de que están diciendo una mentira piadosa por el bien de sus seguidores, cuando solo mienten por conveniencia política o personal. Por eso es tan importante para una democracia examinar atentamente la naturaleza del cálculo de medios y fines que hacen los líderes. Puede haber casos en que estaremos de acuerdo con que un líder político nos mienta, pero deben ser los menos, y sujetos a un cuidadoso escrutinio. Lo contrario supone desvalorizar la moneda de cambio de la democracia y reducir la calidad del discurso político.
Por eso los cínicos se equivocan al desestimar la retórica de Trump como simple cosa de políticos. Si PolitiFact y otras organizaciones similares están en lo cierto, los políticos no son todos igual de mentirosos. Trump dijo muchas más falsedades que cualquiera de sus oponentes, y un examen revelaría que la mayoría (tal vez todas) fueron en interés propio. Para preservar la integridad de la democracia es imprescindible una prensa independiente y activa que vele por la verdad; pero también un electorado que se oponga al cinismo y a la degradación del discurso político.
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Traducción: Esteban Flamini
Joseph S. Nye, Jr. es profesor de la Universidad de Harvard y autor de Is the American Century Over? [¿Terminó el siglo de Estados Unidos?].
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