2 de julio 2016
AMSTERDAM – Como angloholandés —de madre británica y padre holandés— no puedo evitar que el brexit me resulte algo personal. No soy un entusiasta incondicional del euro, pero la Unión Europea sin Gran Bretaña produce una sensación similar a la de haber perdido un brazo en un terrible accidente.
De todas formas, no todos mis compatriotas se sienten desdichados, Geert Wilders, holandés, anti-unión europea, antimusulmán y demagogo tuiteó: "¡Hurra por los británicos!, ahora nos toca a nosotros". Este tipo de sentimiento es más alarmante y ominoso que las implicaciones del brexit para el futuro de la economía británica. El impulso destructivo puede ser contagioso.
La imagen del Reino Unido ha cambiado, literalmente, de la noche a la mañana. Durante más de 200 años, Gran Bretaña representó un cierto ideal de libertad y tolerancia (al menos para muchos europeos; es posible que los habitantes de la India tengan una percepción un tanto distinta). Los anglófilos admiraban a Gran Bretaña por muchos motivos, incluida su relativa apertura a los refugiados provenientes de regímenes continentales intransigentes. Era un lugar donde un hombre de origen judío serfardí, Benjamín Disraeli, pudo convertirse en primer ministro. Y se enfrentó a Hitler virtualmente solo en 1940.
El escritor Arthur Koestler, un excomunista nacido en Hungría que sabía todo sobre las catástrofes políticas europeas, y casi fue ejecutado por los fascistas españoles, escapó a Gran Bretaña en 1940. Llamó a su país adoptivo el "Davos para los veteranos con magullones internos de la era totalitaria".
Mi generación, nacida no mucho después de la guerra, creció con mitos basados en la verdad y fomentados en libros de historietas y películas de Hollywood: mitos de Spitfire luchando contra Messerschmitt sobre sus condados, de los gruñidos desafiantes de Winston Churchill, y de gaiteros escoceses en las playas de Normandía.
La imagen de Gran Bretaña como un país de libertad fue impulsada aún más por la cultura joven de la década de 1960. Los pilotos de los Spitfire dejaron de ser vigorosos símbolos de la libertad para ser reemplazados por los Beatles, los Rolling Stones y los Kinks, cuya música se extendió por toda Europa y Estados unidos como una bocanada de aire fresco. Tener una madre británica me llenó de un sentimiento de orgullo cándido e inmerecido. Para mí, a pesar de su decadencia industrial, su menor influencia mundial y un fútbol cada vez más inepto, algo de Gran Bretaña siempre siguió siendo lo mejor.
Hubo, por supuesto, muchos motivos por los cuales el 52 % de quienes votaron respaldaron la opción de abandonar la UE. Hay razones entendibles por las cuales las víctimas de la decadencia industrial pueden sentirse heridas. Ni la izquierda ni la derecha protegieron los derechos de la antigua clase trabajadora en pueblos mineros en bancarrota, puertos oxidados y ciudades de chimeneas deterioradas. Cuando quienes fueron dejados atrás por la globalización y el Big Bang de Londres se quejaron porque los inmigrantes hacían aún más difícil encontrar un empleo, fueron desestimados demasiado fácilmente como racistas.
Pero esto no es excusa para que una desagradable versión del nacionalismo inglés, fomentada por el Partido de la Independencia del RU de Nigel Farage y cínicamente explotada por los miembros del Partido Conservador partidarios del brexit, liderados por el exalcalde de Londres Boris Johnson y Michael Gove, secretario de justicia del Gabinete del primer ministro David Cameron. La xenofobia inglesa ha crecido con fuerza especialmente en zonas donde rara vez se ve a extranjeros. Londres, donde vive la mayoría de los extranjeros, votó por quedarse en la UE por amplio margen. La zona rural de Cornwall, que se beneficia enormemente gracias a los subsidios de la EU, votó por abandonarla.
La ironía más asqueante para un europeo de mi edad y temperamento reside en la forma en que un nacionalismo intolerante y desalentador se expresa tan a menudo. La intolerancia contra los inmigrantes está envuelta en los propios símbolos de libertad que crecimos admirando, incluidas las filmaciones de los Spitfire y las referencias al mejor momento de Churchill.
Los partidarios más salvajes del brexit —con cabezas rapadas y tatuajes de la bandera nacional— se parecen a los barrabravas del fútbol que infestan los estadios europeos con su particular violencia. Pero los refinados hombres y mujeres de los condados rurales de la Pequeña Inglaterra, que aclaman las mentiras de Farage y Johnson con el éxtasis que alguna vez estuvo reservado a las estrellas británicas de rock en el extranjero, no son menos inquietantes.
Muchos partidarios del brexit dirán que no hay contradicción alguna. Los símbolos de los tiempos de guerra no se aplicaron equivocadamente en absoluto. Para ellos, el argumento de dejar la UE no tiene menos que ver con la libertad que la Segunda Guerra Mundial. "Bruselas", después de todo, es una dictadura, dicen, y los británicos —los ingleses, en realidad— están defendiendo la democracia. Millones de europeos, nos dicen, están de acuerdo con ellos.
Es realmente cierto que los europeos aceptan esta perspectiva. Pero la mayoría son partidarios de Marine Le Pen, Geert Wilders y otros agitadores populistas que promueven plebiscitos para socavar a los gobiernos electos y abusar de los temores y resentimientos populares para abrir su propio camino al poder.
La UE no es una democracia, ni pretende serlo. Pero las decisiones europeas aún son tomadas por gobiernos nacionales soberanos —y, más importante aún, elegidos— después de deliberaciones interminables. Este proceso a menudo es opaco y deja mucho que desear, pero las libertades de los europeos no se verán más beneficiadas destruyendo las instituciones cuidadosamente construidas sobre las ruinas de la última y desastrosa guerra europea.
Si el brexit dispara una revuelta en toda Europa contra las elites liberales, será la primera vez en la historia que Gran Bretaña dirigirá una oleada de intolerancia en Europa. Esta sería una gran tragedia (para Gran Bretaña, para Europa y para un mundo donde la mayoría de las grandes potencias ya se están volcando hacia políticas cada vez más intransigentes).
La ironía final es que la última esperanza para revertir esta tendencia y proteger las libertadas por las cuales tanta sangre se ha derramado probablemente resida hoy en Alemania, el país que mi generación creció odiando como símbolo de una sangrienta tiranía. Pero, al menos hasta el momento, los alemanes parecen haber aprendido las lecciones de la historia mejor que una alarmante cantidad de británicos.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College, y autor de Año cero: historia de 1945. Copyright: Project Syndicate, 2016.