20 de junio 2016
“Comparto algunas de tus críticas a la izquierda chilena pero yo no podría hacerlas como tú a viva voz. Sería como negar un tiempo importante de mi vida, cuando luchábamos por un mundo mejor. Para mí, hablar como tú hablas del pasado es como una profanación. Fuimos, no lo niegues, muy felices”.
Yo solo atiné a responder a mi estimada amiga a quien desde años no veía: “Todo tiempo pasado fue mejor”.
Nada de original fue mi respuesta. Fue una respuesta vacía. Casi pueril. Pero cabía en el contexto y eso era lo importante.
“Todo tiempo pasado fue mejor” quiere decir en su mal oculta ironía que no todo tiempo pasado fue mejor. Así como una frase parecida “todos los muertos son buenos” significa que no porque algunos estén muertos fueron más buenos de lo que fueron en vida.
“Tendemos a idealizar el pasado” –agregué para molestar un poco- “puede ser que cuando jóvenes no fuimos mejores ni peores de lo que somos ahora”. Y para remachar agregué: “Yo creo que no existen tiempos felices. Solo hay instantes felices”. No dije, para no presumir de letrado que la frase no era mía sino de Nietzsche. Pero da lo mismo. Nietzsche tenía razón. La felicidad no se da en periodos. Solo en momentos que aparecen y brillan y nos iluminan y luego se van.
Evidentemente, mi antigua amiga al referirse a la izquierda chilena hablaba de su propia juventud. De su emancipación de la familia sanguínea, de su fusión con las multitudes en las calles y, no por último, de sus primeros sexos y amores. Todo eso se encontraba sobrerepresentado en ella bajo el concepto de “la izquierda”. Una izquierda que tal vez –no se lo dije, era muy duro decírselo – nunca existió.
Pienso que no se trata solo de un problema político. Suele suceder que con el correr del tiempo tendemos a idealizar el pasado. Pienso también que mientras más se acerca el momento de irnos, más idealizamos el pasado. Idealizamos a nuestros padres, parientes, amigos y hasta a nosotros mismos. Si pasamos la segunda copa somos capaces incluso de recrear el pasado. Lo adornamos con joyas que nunca tuvo, le suponemos cosas que no ocurrieron. De pronto, sin darnos cuenta, comenzamos a imaginar el pasado.
El pasado puede llegar a convertirse en lo que no fue pero pudo haber sido. En lugar de imaginar una utopía hacia el futuro hacemos de nuestro pasado una utopía la que como tal, nunca fue vivida. Bajo esas condiciones la utopía deja de ser meta-física y se convierte en ante-física
Entiéndaseme bien. No estoy criticando. Solo estoy constatando un hecho inevitable. Quienes son más jóvenes necesitan de un pasado para afirmar sus pasos hacia el futuro. Los que estamos más cerca de la muerte en cambio, lo necesitamos para seguir viviendo el tiempo. Porque sin tiempo no hay ser. El tiempo es el ser y el ser es su tiempo. Y como ya casi no tenemos futuro viajamos hacia el pasado.
Ni siquiera los historiadores están libres de pre-juzgar el pasado. Su tarea es descubrirlo o desvelarlo. Pero no pocas veces terminan reinventándolo e incluso pre-diciéndolo. ¿Cuántos seres despreciables han sido convertidos en héroes por la “historia universal” o cuantos chiflados en profetas o cuantos tarados en genios? La casa del pasado, queramos o no, será siempre construida con los materiales que nos ofrece el día de hoy.
Tuvo razón William Faulkner cuando en su novela “Réquiem para una mujer” hizo decir a uno de sus personajes: “El pasado nunca muere. El pasado ni siquiera ha pasado”. ¿Somos entonces prisioneros del pasado? Sería un problema menor. El problema mayor es que a veces lo somos de un pasado que nunca existió y, por lo mismo, nunca pasó.