14 de junio 2016
Comenzaré con una deducción con la cual he finalizado otros artículos. Esa deducción dice: el centro en la política no está en el medio. Con esto sugiero que la política, así como tiene su propia moral, no deducible de la moral religiosa o de la moral privada, también tiene su propia geometría.
Insistiré: ocupar el centro de la política no significa buscar una posición equidistante entre dos extremos, sino ocupar el espacio de la centralidad. Ese es también el espacio de la hegemonía, tanto con respecto al adversario como con otras fuerzas no adversas pero que representan opciones diferentes. La conclusión que de allí se desliza puede ser decisiva.
Ocupar el espacio de la centralidad política no lleva a eludir los antagonismos. Por el contrario, lleva a situarse en las zonas más conflictivas de lo político. Pues en la geometría política la zona de conflictos no se encuentra en los polos sino en los centros.
Entre el Polo Norte y el Polo Sur –para ejemplificarlo de modo (geo) gráfico- no hay conflicto. Solo hay –valga la redundancia- polaridad. Los conflictos atmosféricos tienden a darse en zonas intermedias (centrales) cuando los aires fríos chocan con los calientes y desde ahí surgen esos fenómenos tan poco simpáticos que todos conocemos: tormentas, tornados, huracanes.
En la política los fenómenos que la irrumpen no son demasiado diferentes. También allí los conflictos no se dan en las zonas polares (o extremas) sino en las zonas centrales.
Las zonas centrales, valga la reiteración, al ser lugares de antagonismo (choque de fuerzas enemigas o adversas) conforman la espacialidad particular de lo político. Pero esa centralidad, a diferencias con la geometría no-política, no ocupa un sitio pre-determinado. Son los propios antagonismos políticos los agentes que originan su centralidad, es decir, sus lugares de confrontación (y diálogo).
La conclusión es la siguiente: La polaridad en política no solo no es sinónimo de antagonismo. Sucede exactamente lo contrario. Mientras más polarizado un conflicto, menor será su proyección antagónica pues el antagonismo se da solo cuando existe la posibilidad de un choque entre dos fuerzas, pero no cuando ellas se encuentran alejadas unas de otras.
Polaridad, en efecto, supone distanciamiento. Antagonismo, en cambio, supone acercamiento y por lo mismo, confrontación.
No saber diferenciar entre polaridad y antagonismo puede llevar a cometer errores irreparables pues el lugar de la política es el del antagonismo, no el de la polaridad. Explicaremos esta afirmación a través de la descripción de una geometría política ya muy conocida. Me refiero a la del cuadrilátero español.
2.
En el cuadrilátero español hay fuerzas polares y fuerzas antagónicas. El PP como Podemos son dos extremos polares. Por lo mismo no son fuerzas antagónicas. No pueden serlo porque ninguno puede derrotar al otro de modo directo. Los desilusionados del PP jamás votarán Podemos. A la inversa, los desilusionados de Podemos jamás votarán PP. Tanto los unos como los otros pueden votar PSOE o Ciudadanos. Estos dos últimos, a la vez, no siendo extremos polares son antagónicos con respecto al PP y Podemos pues tanto el uno como el otro pueden quitarles electores. Los de PP y Podemos, por decirlo así, ni se tocan ni se rozan. Están tan distantes como solo puede estar el Polo Norte con respecto al Polo Sur.
Pablo Iglesias ha entendido el lugar que Podemos ocupa en la nueva geometría política. Las chances para transformar a Podemos en un verdadero actor político (o antagonizante) solo pueden darse avanzando hacia el centro, aunque sea al precio de provocar divisiones entre sus propios contingentes. Por lo mismo, su objetivo electoral apunta a derrotar al PSOE, luego sustituirlo y después ocupar el lugar hegemónico que hasta hace poco ocupaba el PSOE en la lucha antagónica en contra del PP.
No de otro modo pueden entenderse los recientes esfuerzos de Iglesias por dar un matiz socialdemócrata a Podemos. A la inversa, los otros tres partidos buscan mantener a Podemos en el lugar donde éste se originó: en el de la polarización no antagónica creada por los “indignados” de la Puerta del Sol de Madrid.
La víctima de la despolarización de Podemos será inevitablemente el PSOE.
En otras palabras: lo que intenta la dirección de Podemos es la restitución del clásico conflicto izquierda-derecha, vale decir, la sustitución del bi-partidismo por un bi-frontalismo. Para conseguir ese objetivo debe arrebatar al PSOE la hegemonía sobre la izquierda para luego empujar a Ciudadanos hacia el PP. Lo primero, según las encuestas ya lo está logrando. Lo segundo será más difícil.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que las construcciones hegemónicas obedecen a desplazamientos imposibles de ser encasillados en categorías rígidas como intentan hacerlo en España Mariano Rajoy y Pablo Iglesias.
3.
En un país de habla hispana, pero muy lejos de España, me refiero a Perú, hemos presenciado recientemente como en dos elecciones consecutivas los antagonismos pueden ser desplazados del clásico esquema izquierda/ derecha que marcó la primera vuelta electoral hacia un antagonismo típicamente peruano, a saber: fujimorismo versus anti- fujimorismo.
El segundo antagonismo, como es sabido, marcó la geometría de la segunda vuelta electoral y llevó al gobierno, por un muy estrecho margen de votos, a Pedro Pablo Kuczynski.
Ahora, mirado el antagonismo de las opciones que representaban Keiko Fujimori y Kuczynski desde la perspectiva izquierda/ derecha, podría decirse que Perú se vio arrojado a elegir entre la peste o el cólera (derecha contra derecha). Sin embargo, fue la misma representante de la izquierda, Verónika Mendoza, quien al tomar la decisión de apoyar a Kuczynski, determinó tanto el carácter de la confrontación como el triunfo de Kuczynski.
Mendoza podría, y tal vez estuvo a punto, de haber elegido una vía clásica de la izquierda: la de llamar a la abstención, denunciar a ambos candidatos como “agentes de la burguesía y del imperio” y ocupar el lugar anti-político de la polarización.
Sin embargo Mendoza tuvo la lucidez necesaria para reconocer la diferencia entre un enemigo polar (Fujimori) y un adversario antagónico (Kuczynski) . Optó por lo último. Con ello logró anotarse tres puntos que pueden ser decisivos para su futura carrera política.
Primero, Verónika Mendoza impidió el regreso del fujimorismo. Segundo, condicionó indirectamente la política que seguirá Kuczynski (en política no se da nada gratis). Tercero, logró sacar a la izquierda peruana del ostracismo polar donde permanecía encerrada.
Por cierto, el propósito de Verónika Mendoza, así como el de su colega español Pablo Iglesias, es restaurar en el Perú la clásica geometría izquierda/ derecha. Pero para lograrlo se ha visto obligada a reconocer antagonismos que tienen lugar muy lejos de la esfera ideológica de la izquierda que ella misma representa.
En breve, Verónika Mendoza entendió que en la pureza de las contradicciones polares no hay lugar para la práctica política. Entendió, además, que el lugar geométrico de la política es el del antagonismo y no el de la polarización. Y no por último, entendió que para participar en las tormentas generadas por los antagonismos reales es necesario “ensuciarse” con diálogos y alianzas los que, aunque no gusten, siempre serán existencialmente necesarios.
En Perú, el antagonismo, y con ello la conservación de la vida política, se impuso por sobre la polaridad
Podríamos afirmar que la despolarización al llevar al antagonismo es condición ineludible para la práctica política. Dicho a la inversa, la política comienza a desaparecer cuando los antagonismos ceden lugar a la polarización.
Uno de los ejemplos más recurrentes que muestran hasta que punto la polarización lleva a la destrucción de la plataforma política de una nación lo proporciona la Alemania pre-nazi.
En el hecho Hitler no solo polarizó a la geometría política alemana. En gran medida él fue el resultado de esa polarización. En un polo, el socialismo-nacional representado por los nazis. En el otro, el socialismo internacional representado por los comunistas. En el medio -pero (ojo) no en el centro- la socialdemocracia, más restos dispersos del antiguo liberalismo y del conservatismo monárquico.
Los comunistas tuvieron en sus manos las llaves de la salvación de Alemania. Si hubiesen pactado un frente común con los socialdemócratas habrían construido un centro político inexpugnable al avance del nazismo. Pero la abstrusa política “izquierdista” de Stalin lo impidió.
Hitler ascendió al poder gracias a la división de las izquierdas. Sobre ese punto ya casi no hay discusión. La deducción que se desprende de esa desgracia histórica es simple. Allí donde la política se transforma en pura polarización, termina la política. Eso significa que ninguna nación, aún la más democrática, esta libre del peligro de la polarización. Lo vimos recientemente en el caso de una de las democracias más robustas del mundo, la norteamericana. Por muy pocos votos, los EE UU lograron salvarse del impulso polarizador que intentó imponer Donald Trump.
“Clinton- Trump, la elección más polarizada”, tituló El País cuyos redactores como los de casi todos los diarios del mundo desconocen la diferencia entre polaridad y antagonismo. El título correcto debería haber sido “la elección más antagónica”. Hubiera sido la más polarizada si los delegados demócratas hubiesen elegido como candidato al socialista Bernie Sanders. Afortunadamente, aunque por un margen muy estrecho, fue elegida Hillary Clinton. Con ello, tal vez sin darse cuenta, esos delegados demócratas salvaron al país de haber caído en las fosas profundas de la polarización.
Entre Sanders y Trump no había ninguna posibilidad de debate. Una confrontación entre ambos candidatos polares habría sido entre dos monólogos desprendidos el uno del otro. Peor todavía: si hubiera triunfado Sanders entre los demócratas, el triunfo de Trump ya estaría cien por ciento asegurado.
Por cierto, nadie puede decir que Hillary Clinton tiene el triunfo dentro de su cartera. Todo lo contrario, será muy difícil alcanzarlo frente a un candidato capaz de decir e incluso cometer cualquiera barbaridad si se trata de conseguir un par de votos.
La elección presidencial norteamericana será más existencial que nunca. Lo que está en juego es nada menos que la continuidad democrática de la nación. Será también una lucha entre la política antagónica representada por Clinton y la antipolítica polarizada representada por Trump.
Hillary tiene en sus manos la posibilidad de salvar la continuidad democrática.
Pese a su indiscutible sensibilidad social, Sanders era la persona menos apropiada para enfrentar a Trump. Bajo las condiciones polarizadas que habría impuesto su candidatura, no solo los republicanos más democráticos sino, además, los demócratas más conservadores, habrían corrido a buscar refugio bajo el liderazgo de Trump en contra del “socialismo” de Sanders. No ocurrirá así con Clinton.
Precisamente la posición no polarizada asumida por Hillary, le asegurará no solo los votos de los más radicales electores demócratas. Además, el de varios republicanos que ven en Trump un peligro para la estabilidad política de la nación y por ende, de su propio partido. Si así sucede, la geometría del antagonismo, que es a la vez la geometría de la democracia, logrará imponerse frente a la geometría polarizada que representa la anti-política de Donald Trump. Frente a esa terrible posibilidad, todos los demócratas del mundo seremos “hyllaristas”
Muy cerca de los EE UU, en la Venezuela post-chavista de Nicolás Maduro, tiene lugar otra confrontación entre dos geometrías políticas, la de la polarización y la del antagonismo.
La diferencia con los EE UU es formal, pero importante. Bajo las condiciones brutales de dominación impuestas por el triunvirato Cabello-Maduro-Rodríguez, la lucha por la recuperación de la política antagónica representada por la oposición democrática estructurada en la MUD y sus partidos, asume el dilema tradicional de la historia de América Latina: O democracia republicana o dictadura militar. Esta última posibilidad está representada por el mencionado triunvirato. No obstante, esa posibilidad carece de centralidad política.
El gobierno de Chávez, a diferencia de el de Maduro, mantenía una doble centralidad. Por una parte, la centralidad de su discurso y por otra la que se deducía de una legitimidad apoyada en una amplia mayoría parlamentaria. Esa doble centralidad la perdió el régimen de Maduro. El suyo es un gobierno no-hegemónico y, además, minoritario.
Al intentar anular a la Asamblea Nacional después de la derrota del 6-D, Maduro ha dado el paso que separa a un gobierno autoritario, como era el de Chávez, de una simple jefatura militar. El populismo chavista ha llegado así a su término. En su lugar, bajo el nombre de Maduro, emerge un gobierno pretoriano, apoyado en las armas y no en masas políticamente organizadas. Más allá de cualquiera ideología ese gobierno ya está situado en la infame tradición del militarismo latinoamericano.
En contraposición, la oposición ayer minoritaria, ha llegado a convertirse en una formidable mayoría. Pero anulada la expresión política de esa mayoría, el parlamento, a esa oposición no le quedó otra alternativa que exigir la salida constitucional de Maduro. Esa es la razón por la cual, el revocatorio y con ello los partidos y líderes que con mayor fuerza y decisión lo han impulsado, ocupan hoy la plena centralidad de la política venezolana.
El revocatorio, después de que en el seno de la oposición fueran discutidas diversas alternativas -cada una más excéntrica que la otra- ha llegado a ocupar el centro de la política. Para decirlo con Tulio Hernández: “La figura del revocatorio se ha convertido en un icono mundial de la defensa de la democracia en Venezuela”.
El revocatorio, triunfe o no, es la alternativa antagónica, unitaria, mayoritaria, constitucional y popular, en contra del régimen de dominación que impera en Venezuela.
Nadie puede predecir en estos momentos –dadas los grotescos fraudes que impone el mercenario CNE al invalidar firmas a destajo- cuales serán los cursos que tomarán las aguas del futuro. Nadie puede decir tampoco si la revocación de Maduro llevará a la disgregación del régimen o esta última obligará a Maduro -convertido en víctima de su propia violencia- a abandonar el poder. La política es imprevisible y para entenderla debe ser vivida día a día.
No obstante, la experiencia histórica indica que cuando los regímenes de fuerza prescinden de la acción política, es decir, cuando impulsan la polarización en lugar de afrontar los antagonismos que ellos mismos han generado, están condenados a desaparecer.
Hay hechos que, por lo demás, son inobjetables. El primero es que en torno al revocatorio el pueblo democrático de Venezuela ha reencontrado la unidad perdida. El segundo es que la mayoría absoluta del país apoya al revocatorio como salida constitucional. El tercero es que el revocatorio se encuentra situado en el centro de la acción política.
La salida, se quiera o no, será por el centro. El revocatorio es el centro. Si no es mediante el revocatorio, deberá ser en defensa del revocatorio.