2 de junio 2016
Londres.– Gran parte de la geopolítica moderna parece estar siguiendo la trama de Game of Thrones: muchos países están bajo tanta presión política y económica que su única esperanza es que sus rivales se derrumben antes que ellos. De modo que sus gobiernos se aferran al poder mientras tratan de aprovechar las debilidades internas de aquellos.
El presidente ruso Vladímir Putin es el mejor ejemplo. Sus recientes campañas en Siria y Ucrania pueden parecer acciones de aventurerismo geopolítico. Pero sus actos en el extranjero derivan de la debilidad interna. Por ejemplo, la anexión rusa de Crimea fue en buena medida un intento de renovar la legitimidad del régimen de Putin tras un invierno de descontento en el que las calles se llenaron de manifestantes que protestaban contra su regreso a la presidencia.
Las potencias rivales (sobre todo Estados Unidos y la Unión Europea) introdujeron sanciones con la esperanza de ensanchar las fisuras de la élite rusa, aprovechando el hecho de que Putin no diversificó la economía para eliminar la excesiva dependencia del gas y el petróleo. Por su parte, Putin espera que la economía de Rusia siga a flote el tiempo suficiente para que Ucrania se derrumbe. Para acelerar este proceso, el Kremlin apeló a todos los recursos de desestabilización a su alcance: incursiones militares, manipulación de la política ucraniana, uso de la provisión de energía como medio de chantaje y guerra de desinformación.
Putin cree que la UE sufre los mismos defectos de la antigua Unión Soviética: la considera un proyecto multinacional utópico que se caerá por el peso de sus contradicciones. En esto el Kremlin también hizo lo mejor que pudo para colaborar con el proceso, mediante su apoyo a partidos de extrema derecha en toda la UE. Putin parece esperar que si el Reino Unido vota por abandonar la UE y Marine Le Pen, del Frente Nacional, resulta electa presidenta de Francia, la UE ya no será capaz de mantener las sanciones.
Además, no se detuvo en Europa. Después de que en noviembre fuerzas turcas derribaron un avión de combate ruso cerca de la frontera con Siria, Putin adoptó una serie de medidas pensadas para desestabilizar a Turquía desde adentro. Impuso sanciones económicas, difundió rumores de corrupción en el círculo íntimo del presidente Recep Tayyip Erdoğan, invitó al líder de un partido kurdo a Moscú y (según se dice) envió armas a la milicia del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK). El politólogo Iván Krastev cree que “Putin optó por una estrategia a largo plazo de debilitar a Turquía económicamente y a Erdoğan políticamente”.
En otras partes de Medio Oriente, la monarquía saudita y la teocracia iraní están en una carrera de supervivencia. Tras años de sanciones internacionales, la economía iraní es un desastre y el gobierno todavía no logró sacar provecho del acuerdo que alcanzó con Estados Unidos sobre su programa nuclear para reconstruirla. Pero consiguió reunir apoyo público adoptando el papel de líder de los musulmanes chiitas de todo el mundo y debilitando la posición de Arabia Saudita en Irak, Siria, Bahréin y Yemen.
Predecir la caída de la Casa de Saud se ha convertido en un tema recurrente del análisis de Medio Oriente. Pero Arabia Saudita apuesta a que puede mantener bajo el precio del petróleo por tiempo suficiente para desestabilizar a Irán y sacar de competencia a la industria petrolera no convencional estadounidense. El ministro saudita del petróleo, Ali al-Naimi, dijo que no recortará la producción ni siquiera si el precio llegara a 20 dólares por barril. “Si el precio cae, que caiga. Otros saldrán muy perjudicados antes de que nosotros siquiera nos enteremos”.
En el Extremo Oriente, el imponente dragón chino comienza a trastabillar. El analista Minxin Pei aventura que es posible que el dominio del Partido Comunista de China esté cerca de su final. En un artículo reciente señala: “El crecimiento se está frenando. El partido está desconcertado, porque las normas que instituyó para limitar la competencia política interna fracasaron (…) La conformidad de la clase media comienza a debilitarse, debido al deterioro medioambiental, la falta de servicios adecuados, la desigualdad y la corrupción”.
Por su parte, los gobernantes chinos apuestan a que pueden sobrevivir a una desaceleración económica abrupta, y que el país crecerá más que Estados Unidos y eso cambiará el equilibrio del poder en Asia. Una razón del optimismo del presidente Xi Jinping es el lamentable estado de la política estadounidense. El Congreso norteamericano lleva años trabado en torno de las reformas internas, y ahora el mundo contempla la posibilidad de una victoria de Donald Trump en la elección presidencial de noviembre.
Los nacionalistas chinos esperan que la reducción del poder relativo de Estados Unidos en Extremo Oriente lo obligue a una retirada, como ya la hizo en otras regiones, incluidos Medio Oriente y Europa. Un artículo publicado el mes pasado en el periódico local Diario del Pueblo especulaba con que un gobierno de Trump se desentendería de aliados asiáticos clave como Japón y Corea del Sur, dejando a China vía libre para convertirse en la potencia militar dominante en el Pacífico. Incluso si Hillary Clinton gana la elección, los chinos piensan que la opinión pública estadounidense ya no es favorable al internacionalismo, y que el país le volverá la espalda al libre comercio y a las intervenciones en el extranjero.
Tratar de debilitar a un rival (aun al riesgo de dañarse uno mismo) es una táctica familiar en el mundo de los negocios, donde las empresas libran guerras de precios con la esperanza de poder resistir más que sus competidores y obligarlos a abandonar el mercado. Pero no era tan común en geopolítica.
En su libro de 1992 El fin de la historia y el último hombre, Francis Fukuyama sostenía que el mundo llegó al final del desarrollo socioeconómico, y que la democracia liberal era el “último hombre”, el punto final de este desarrollo. No podría haberse equivocado más. Hoy, las grandes potencias ya no proclaman ser el último hombre; a lo único que pueden aspirar es a ser el último hombre que quede en pie.
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Traducción: Esteban Flamini
Mark Leonard es el director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.
Copyright: Project Syndicate, 2016.
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