20 de abril 2016
Defender causas sociales en Centroamérica se paga con la vida porque los estados, en teoría garantes de la libertad y de la seguridad de las personas, suelen responder con la impunidad. Los casos de Berta Cáceres en Honduras, Jorge Galán en El Salvador, Jairo Mora en Costa Rica y Carlos Bonilla en Nicaragua, parecen confirmar la terrible asociación del activismo social con el riesgo de perder la vida.
Berta Cáceres era dirigente de una organización de indígenas de Honduras que luchaba contra empresas transnacionales que pretenden construir una represa en un río que su etnia, los lencas, consideran sagrado. Jorge Galán escribió una novela sobre el asesinato de los jesuitas y dos mujeres en El Salvador en 1989, tuvo que irse al exilio ante las amenazas de muerte recibidas de quienes están detrás de aquella masacre. Jairo Mora era un ambientalista costarricense que protegía los huevos de una especie de tortuga en teoría protegida por el Estado; fue asesinado en mayo 2013 por un grupo de hombres pertenecientes a bandas de saqueadores de huevos de tortuga. Carlos Bonilla participa activamente en los grupos que demandan elecciones libres en Nicaragua; fue acuchillado junto a su esposa por cinco sujetos al salir de su casa cuando iba a presentar los resultados de una encuesta entre la población sobre la idoneidad del Consejo Supremo Electoral.
De estos cuatro casos, sólo Jairo ha recibido justicia, pero después de tres años (se condenó a los asesinos en a inicios de marzo de 2016) y tras un primer fallo absolutorio que dejó libre a los culpables. El asesinato de Berta, después de casi dos meses y con amplias pruebas en manos de las autoridades, sigue en la impunidad. Jorge vive en España esperando que le concedan el estatus de refugiado. Carlos…el caso de Carlos, dentro de poco hará dos meses y la policía, pese a haber capturado a dos de los criminales, sigue guardando un silencio cómplice que enaltece la impunidad.
¿Qué desafíos plantea el activismo social que merezca semejante respuestas de los estados centroamericanos?
El activista social, a diferencia de los partidos políticos, no busca desplazar del poder a quienes gobiernan. Más bien reivindican derechos que los estados están obligados a proteger; fiscalizan y denuncian las actuaciones opacas de los poderes públicos o el incumplimiento de sus obligaciones; promueven el ejercicio de los derechos en sus comunidades frente a los intentos de los poderes legales y fácticos de arrebatárselos; y sobre todo, se implican en la organización de las personas que sufren las injusticias por acción u omisión de los estados. Berta fue decisiva en la autoorganización de los lencas frente a la complicidad de poder público y de las transnacionales; Jairo asumió la defensa de las tortugas frente a las mafias locales porque el Estado costarricense no lo hacía; Jorge denunció a los verdaderos culpable de la masacre en la UCA El Salvador y tuvo que abandonar su país por recomendaciones de las autoridades nacionales; Carlos se había implicado en las protestas por la opacidad del Consejo Supremo Electoral, y el día que lo acuchillaron iba a presentar una peligrosísima encuesta.
Ninguna de estas personas estaba conspirando para derrocar gobiernos ni formaban parte de grupos insurgentes armados que amenazaran la seguridad nacional de los países respectivos. Si en algo desafiaban a los gobiernos era en disputarles el poder distribuido en la sociedad: el poder a dar otra versión de la historia reciente (Jorge), el poder de hacer valer los derechos de sus comunidades políticas (Berta y Carlos); el poder de autoorganizarse (Berta, Carlos y Jairo); el poder de reivindicar una causa en la que se cree sin perjudicar las de los demás (Jairo, Berta y Carlos).
Visto así, el activista social se vuelve un factor decisivo en la organización de la contrademocracia y por ende para el fortalecimiento del capital social.
La contrademocracia, acuñada por Pierre Rosanvallon, no se refiere a la antidemocracia sino a “una forma de democracia que se opone a la otra, es la democracia de los poderes indirectos diseminados en el cuerpo social”, una forma de democracia que surge ante el deterioro de la democracia legitimada en las elecciones (aunque no siempre, como en Nicaragua), pero deslegitimada por sus malos desempeños. La consecuencia es la sociedad de la desconfianza que en vez de sumirse en la apatía se organiza bajo distintas modalidades y expresiones, en lo que Rosanvallon sintetiza como contrademocracia o democracia del control, ante la quiebra de las instituciones de control de origen representativo (veáse como ejemplo el vergonzoso caso de la Asamblea Nacional de Nicaragua).
Esta democracia del control actúa bajo los mismos roles de los activistas sociales en Centroamérica: la vigilancia, la denuncia y la calificación. Jairo y Berta vigilaban y denunciaban; Jorge denunció y calificó; las encuestas de Carlos iban a calificar al ortegato.
El aporte de los activistas sociales es más que evidente por su contribución al ejercicio del compromiso cívico con la creación de organizaciones y redes que dan forma a movimientos sociales, en los que la confianza y la reciprocidad son indispensables para mejorar la efectividad de sus demandas. Cada uno de los casos aquí citados ha contribuido a fortalecer la confianza y la reciprocidad hacia los demás cuando las circunstancias de adversidad extrema aconsejaban “no meterse en nada”. La valentía de cada ha sido el peor ejemplo contra la apatía y el individualismo que los poderes públicos y fácticos tanto aprecian.
Jairo, Berta, Jorge y Carlos han demostrado que es indigno de la condición humana callar, quedarse quieto o resignarse al mantra engañoso de “no vale la pena luchar”. Los cuatro han demostrado que la auto represión en la primera concesión a los enemigos de la libertad, aunque para ello hayan tenido que pagar el precio del exilio, la clandestinidad y la vida misma que es inapreciable.