5 de abril 2016
El Teatro González, a una cuadra de la Torre del Reloj, fue por décadas la sala de cine de Diriamba. Su nombre no es ostentoso, porque su arquitectura es de teatro. Por un portón esquinero y dos puertas laterales se entraba a la antesala donde estaban las taquillas. La platea de la planta baja estaba dividida en tres bloques de butacas, flanqueada por las lunetas. Al palco central y balcones laterales de la planta alta se accedía por gradas bordeadas de pasamanos de concreto, divididas por un asidero de madera. Unos metros detrás y un poco más alto del palco central, estaba la caseta de proyección y por grandes ventanas el aire de los cafetales refrescaba la sala. La pantalla ocupaba el centro del salón, al fondo del vasto escenario de madera preciosa, que en exhibiciones de artistas nacionales e internacionales era aislado con un cortinaje color púrpura, que abrían y cerraban con mecanismos eléctricos.
Todos los días, antes de las siete de la noche, los muchachos de entonces nos reuníamos frente al Teatro a colectar monedas para entrar a luneta, lo más barato, pero segundos después de ser apagadas las luces, cruzábamos a platea, donde cómodos y sonrientes gozábamos las películas. Don Miguel Urtecho -mi papa- trabajó en el Teatro más de 50 años. Fue portero, supervisor, jefe de personal, taquillero, transportista, anunciador, pintor, y todo lo que se necesitara para que todos los días hubiera cine. Cuando algunos se quejaban de que les impedíamos disfrutar las películas, el Viejo nos sancionaba con una semana sin entrar al movie. Después nos perdonaba, y en fila india entrábamos sonrientes a platea, saludando a las amistades y a los ponequejas.
Los domingos eran especiales. Como ya teníamos novias entrábamos a la función de las 3 p.m. a disfrutar 90 minutos en las penumbras otorgadas por la proyección. Ellas entraban primero y le reservaban asiento a su cada cual, sin importarles los espías enviados por sus madres para que les avisaran si estaban con ese chavalo hijodelatalporcual. Antes que apagaran las luces, Tabín o Memo Olivares, los porteros, nos dejaban microlocalizarlas, y cuando iniciaba la película íbamos directo, satisfechos de evadir la persecución de nuestras respetables suegras, Del cine salíamos creyéndonos la versión tropical de Love Story, y yo le rogaba a Dios que nunca muriera la Guiselle.
Ahora han transcurrido muchos años de aquello. Mi viejo se marchó hace tres, y a muchos amigos los aniquiló la furia de la guerra. Hace unos días conversé con Eladio García Méndez (Cabo Yayo), quizá la persona que más películas ha visto en Nicaragua. Me contó que chavalo lustró, vendió cosa de horno, pintó casas y fue ayudante de albañil, hasta que mi papa lo llevó al Teatro, para que lo barriera y diera programas en las calles de Diriamba, lo que hizo durante 2½ años, y dejó de hacer porque le daba pena que una chavala que le gustaba lo viera en eso. Entonces se acercó a la caseta de proyección, cuyo operador era Pedrito Romero. Viendo y tocando aprendió. Se hizo ayudante y después proyeccionista, labor que se desempeñó 32½ años, o sea, ¡390 meses!
Cabo Yayo comenzó con proyectores RCA Victor y terminó con los Century. En esos 390 meses, que suman casi 12 mil días, pasó a diario dos tandas de películas (7 y 9 p.m.), más los matinés de 1.690 domingos, más funciones que entre semana hacía en beneficio de colegios y para familiares y amigos del dueño. Los cálculos indican que proyectó cerca de 28 mil películas. Ahora, con 74 años de edad, este cinéfilo diriambino recuerda con aprecio de viejos conocidos a Cantinflas, Kirk Douglas, Anthony Queen, Charlton Heston, Yul Brynner, Marcello Mastroianni, Richard Burton, Rock Hudson y Sidney Poitier –negrito como él- y sigue admirando a Brigitte Bardot, Sophia Loren, Liz Taylor, Raquel Welch, Romy Schneider, Suzanne Pleshette y Elke Sommer.
Hoy la infraestructura del Teatro González –donde podría crearse un magnífico centro cultural- está en ruinas, y no se avizora ningún proyecto para evitar que colapse ese edificio, que junto con la torre del reloj y la Basílica Menor de San Sebastián, son referencias de Diriamba y símbolos de los que nacimos en el altiplano del cacique Diriangén, en la otrora famosa capital del mundo.