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El cáncer de la corrupción

En el sector privado la corrupción tiene dos orígenes, en el gobierno y en operaciones empresariales

El comandante Ortega junto a representantes del sector privado en una reunión. Archivo/Confidencial

Arnoldo Martínez Ramírez

7 de marzo 2016

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Como ciudadanos todos somos corresponsables de la corrupción que hay en Nicaragua. Unos, por ser corruptos, otros por aceptarla, guardar silencio, temerla, encubrirla, o por ser indiferentes. La esencia de la corrupción se centra en el ejemplo de los corruptos al resto de la sociedad, sean los encubridores padres, hijos, gobernantes, empresarios, políticos, religiosos, profesionales, estudiantes, trabajadores, policías, soldados.

El enfoque tradicional de atacar la corrupción se hace determinando el impacto económico y financiero que afecta al país, lo cual es importante, aunque no primordial. El meollo del asunto a estudiar consiste en determinar cuánto ha calado en las estructuras de la sociedad, para conocer y evaluar el grado de desenfreno, la frecuencia y la aceptación de la comunidad. Cuando los actos de corrupción son inmunes a los ciudadanos, e intocables a los mecanismos de seguimiento y control, públicos o privados, la estructura social debe alarmase y ser proactivo a combatirla. De lo contrario, la caída en el fango es irreversible, engendrándose así una sociedad inviable e inmoral.

Es posible que desde el ángulo económico, un país esté saliendo adelante con “buenos indicadores” en el PIB, la inflación, o el empleo, sin embargo, estas panaceas económicas o cifras masajeadas son quimeras perentorias, pasajeras. En los últimos 40 años hemos vistos ejemplos en Latinoamérica: Brasil, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Nicaragua. Éstos y otros países han sido laureados por su buen desempeño económico por los organismos internacionales y agencias calificadoras de riesgo, pero después sus economías se desplomaron, combinados con escándalos de corrupción, incluyendo a jefes de Estado.

Cada país que sufre la dolencia de la corrupción crónica coexiste con conflagraciones similares a las de la Primera Guerra Mundial, o pandemia como la del ébola, la bomba atómica en Hiroshima, o accidentes nucleares, como el de Fukushima. La diferencia entre esas catástrofes y el infortunio de la corrupción, está en que en las primeras fallecieron millones de personas, en cambio, con la corrupción la mayor parte de gente sobrevive bajo la oscuridad de comportamientos delictivos que destruyen su dignidad, escarnecen su autoestima, menosprecian el respeto entre sus semejantes y abaten los deseos de ser libres. El robo de funcionarios públicos y empresarios privados se convierte en una conducta, en una cadena cuyos eslabones son difíciles de romper.


Llama poderosamente la atención la cantidad de iniciativas a nivel mundial, regional y nacional orientadas a combatir la corrupción (Transparencia Internacional, Naciones Unidas, Banco Mundial, Organización de Estados Americanos), de forma similar en los países (Contralorías, Superintendencias , Parlamentos), igual en instituciones del estado y en empresas privadas (Contralorías, Gerencias Financieras, Auditorías), el control de la banca multilateral y la asistencia bilateral. La pregunta es ¿por qué estamos reeditando un mundo salpicado de corrupción en el Estado, el sector privado, en nuestras vidas diarias? ¿Estamos enfermos, vivimos una adicción, nos gusta la vida fácil, nos carcome la codicia, nos apetece el dinero, el poder? Es un cáncer social que trastorna los principios morales. Es antisocial al menospreciar las leyes, irrespetar a nuestros semejantes y causar daños materiales. Es una patología que debería inhabilitar a los deshonestos.

Pareciera que “estamos ante un síntoma de una cultura que ha dejado de apostar por la vida; de una sociedad que poco a poco ha ido abandonando a sus hijos” (Papa Francisco, Ciudad Juárez 17-2-16).

Cuando se usa el poder político para conseguir algo ilegítimo se cae en la corrupción, y ésta prolifera cada vez que se abusa del poder. Los delitos más frecuentes en oficinas de gobierno son: soborno, fraude, tráfico de influencias, uso de información privilegiada, malversación de fondos, uso inapropiado de donaciones, impunidad, nepotismo, lo que fertiliza el terreno para el crimen organizado. Conforme a Transparencia Internacional más del 81% de 167 países clasificados, obtuvieron una puntuación menor de 50, donde 0 es sumamente corrupto y 100 muy transparente. En el informe de 2015, Nicaragua aparece con 27 puntos, como el país 130 de 167, y como el cuarto país más corrupto en Latinoamérica.

En el sector privado la corrupción tiene dos orígenes: el del gobierno, que requiere de asociados para practicar su acción delictiva, por medio de: contratos de compra y venta de bienes y servicios; obras de construcción, sobreprecios, servicios profesionales, venta de información, comisiones. El segundo, son las operaciones empresariales: relación improcedente e ilegal con socios minoritarios, trato con proveedores, administración de personal, atención a clientes, adquisición y/o prestación de bienes y servicios. Las empresas privadas están obligadas a incrementar sus costos, para pagar los sobornos al Estado, siendo la ciudadanía quien finalmente los carga.

A pesar de la legislación de ciertos países que prohíbe hacer negocios con países donde el Estado y el sector privado operan con el soborno y el fraude, los inversionistas y gobiernos extranjeros tienen una preferencia para trabajar con gobiernos autoritarios con una reducida contraparte y donde los convenios sean manejados en forma discrecional, estilo que atenta la transparencia de los negocios. Se trata de un grupo cerrado difícil de penetrar e igualmente difícil de abandonarlo. Ellos son los dueños y señores, con una estructura similar a la de los carteles. Sus lances tienen marcas claras de utilidades, costos, sectores, quiénes y cuándo.

La corrupción es un vicio que nos distancia de las virtudes propias del ser humano, que son un alimento para actuar con moralidad y hacer el bien. Hablemos pues de hacer efectiva la ética, honestidad, integridad, transparencia, condiciones necesarias para dar inicio a un proceso de educación nacional, que nos permita restaurar los valores, que en la época de nuestros antepasados nos enseñaban la importancia de “mantener la cabeza en alto” sin pena ni vergüenza alguna de nuestro actuar. Convendría iniciar este proceso en nuestros hogares, reforzarlo en cada nivel de educación e incorporarlo en nuestra cultura.


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