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España, el saldo revuelto de 2015

Las elecciones dieron materialidad institucional al estado de indignación en España

El Rey de España en el Palacio de la Zarzuela junto al presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, en el marco de la segunda ronda de consultas para la designación de candidato a la Presidencia del Gobierno. EFE/Chema Moya.

Silvio Prado

1 de febrero 2016

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En los años venideros 2015 será estudiado en España como el año de los terremotos políticos: cuatro elecciones que cambiaron el panorama a extremos que todavía no terminan de ser explorados. De entrada, se puede decir que acabaron con el predominio de los dos grandes partidos, aunque no con el bipartidismo; que transformaron la gramática con la que se construye la cultura política en el imaginario de la sociedad; pero sobre todo, que las elecciones dieron materialidad institucional al estado de indignación fermentado por los costes de la crisis económica y la corrupción. Sin desmerecer el peso de otros factores asociados, estos últimos, crisis económica y corrupción, al mezclarse formaron el caldo explosivo del que surgió el movimiento marcadamente juvenil de los indignados que ocupó espacios simbólicos en las principales ciudades y cambió el color de la política ibérica.

Si los recortes en salud y educación, y la precarización del mercado laboral derivados de la crisis cerraron las oportunidades a las camadas de jóvenes nacidos en la España del Cambio en los años 80, la corrupción erosionó de manera severa la confianza en la clase política, que en teoría era la encargada de sacar al país de las turbulencias. La crisis  provocó lo que Krugman llama expectativas menguantes, y la corrupción fue la llamarada que prendió en el páramo de los principales damnificados.

Una publicación reciente (“La perestroika de Felipe VI”), reseñada por Ignacio Torreblanca, columnista de El País, ha subrayado el factor demográfico como el origen de la transformación que está viviendo España. Clasifica las generaciones españolas en cuatro categorías: los niños de la guerra civil nacidos antes de 1938 y que representan el 12% de la población; los niños de la autarquía, nacidos entre 1939 y 1959 que representan el 25%; los reformistas nacidos entre 1959 y 1973  que son el 28%; y los ciudadanos nuevos nacidos después de 1974, que son el 35%.

A juzgar por la edad de los participantes del Movimiento 15 M -llamado así por el 15 de mayo de 2011, cuando estalló la protesta de los indignados- las últimas dos generaciones confluyeron en la revuelta contra la clase política que lejos de representar las demandas y distribuir equitativamente los costos de la crisis, se encorsetó en sus luchas por el poder y mutiló las oportunidades que ofrecía el Estado de bienestar con el consecuente incremento de la desigualdad social.


¿Quién es este segmento de la población entre 57 y  18 años? Por un lado personas que vivieron el cambio de régimen del franquismo a la democracia y que maduraron en el reflorecimiento de las libertades; profesionales o gente con formación que pasó a engrosar la clase media aprovechando el desarrollo que experimentó el país tras el ingreso a la Unión Europea. En síntesis, personas que tenían la certeza de que vivirían mejor que sus padres.  La otra parte son en su mayoría hijos de los anteriores, jóvenes con altos niveles de formación; europeos por sus estándares de vida, criados en un continente sin fronteras, con dominio de idiomas extranjeros, fogueados en las movilizaciones contra la guerra en Irak y, por supuesto, con expectativas de vivir mejor que sus progenitores.

Para ambos las crisis (económica y política) tuvo los mismos efectos: desempleo, desahucios (pérdida de viviendas), recortes en salud y educación, y sobre todo el declive de las expectativas por la pérdida de referentes fiables acerca del futuro, como trabajo estable, vivienda propia y protección frente a posibles adversidades. Si de estas secuelas una se abatió con mayor severidad sobre esta población fue la bancarrota del mercado laboral.

Según datos oficiales, la tasa de desempleo llegó a rozar el 27% de la PEA a finales 2012, un dato que a pesar de haber disminuido al 20.9% a finales de 2015, no ha mejorado el panorama para los menores de 30 años. Para la mismas fecha, un poco menos del  50%  se encontraba desempleado y prácticamente el 80% todavía vivía en casa de sus padres. Un panorama agravado por la reforma laboral del gobierno Rajoy que abarató el despido y la contratación con salarios sumamente bajos, e incrementó la tasa de temporalidad de trabajos de menos de una semana (24% de los contratos firmados hasta abril de 2015). Con semejante escenario, no era extraño que España volviera a ser un país emisor de migrantes, pero esta vez de mayor calificación respecto a las ocasiones anteriores.

Tampoco resultó extraño que de este segmento se alimentaran los nuevos actores de la política, como Podemos y Ciudadanos, que en las sucesivas elecciones de 2015 pusieron a España patas arriba. Contrario a lo que ocurriera en otros países de Europa, como Francia, Inglaterra, Alemania, la crisis no produjo partidos de nacionalistas de ultraderecha sino que generó organizaciones a la izquierda (Podemos) y al centro derecha (Ciudadanos) de un bipartidismo carente de propuestas para responder a las crisis y al desafío soberanista de Cataluña, y sobre todo marcado por escándalos de corrupción.

Aunque algunos analistas han señalado la similitud con Italia por la ingobernabilidad asociada al bloqueo multipartidista en la cámara baja, no es este rasgo lo que más recuerda a Italia, sino la implosión de los grandes partidos por los escándalos de corrupción de la llamada Tangentopolis ocurrida a inicios de los 90. Al igual que en aquella época, España se despierta cada día con un caso aún más grave que los anteriores. Son casos que salpican tanto al Partido Popular (gobernante) como al PSOE (oposición), pero que también han alcanzado a la Casa Real. Sin bien no era una novedad en la política ibérica, el hecho de que sucedieran en lo más duro de la crisis, cuando miles de españoles se estaban quedando literalmente en la calle o yéndose al extranjero, agravó aún más sus repercusiones.

De modo que crisis y corrupción contribuyeron a hacer transversal el descontento sin distingos de colores políticos. Quizás ello explique que en las familias, como en las terrazas y bares no se vivan las secuelas de estos terremotos con opiniones polarizadas. El “cabreo” (la arrechura) ha encontrado cauces dentro de la política y aunque produzca posiciones encontradas, no llega al encono que puedan generar las lealtades futboleras.

A modo de colofón, un optimista agregaría que 2015 también marcó el fin de las dos Españas, pero eso todavía está por verse. De momento, después de casi 45 días el país sigue sin gobierno y las aguas cada vez más revueltas.


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Silvio Prado

Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

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