14 de enero 2016
En “Hannah Arendt” la directora germana Margarethe von Trotta relata un momento clave de la vida de la filósofa alemana, uno que marcó su carrera: el juicio en Israel contra el nazi Adolf Eichmann. Al conocer del secuestro y envío a Israel de Eichmann para ser juzgado por genocidio contra el pueblo judío y crímenes contra la humanidad, Arendt —sobreviviente de lo que lo franceses llamaron con eufemismo campo de internamiento, y quien para la época del juicio vivía e impartía clases en Nueva York— escribió a la célebre revista The New Yorker para ofrecerse como corresponsal y así cubrir el proceso. Quería, sobre todo, ver a Eichmann, entender a un hombre acusado de monstruo, una mente siniestra. Es imperdible la escena en la que los editores de la revista discuten si darle el “ok” a la Arendt. Una de las editoras se niega, alegando que la filósofa es una celebridad y que no cree que pueda cumplir en tiempo y forma con la entrega del reportaje. Al final la acreditan y Hannah Arendt comienza un viaje emocionante, podría decirse que épico, que daría como resultado una obra cumbre para entender la maquinaria de la maldad.
En Jerusalén Arendt asistió a todas las sesiones del juicio contra Eichmann. Estuvo en la sala del juzgado —un juicio público por órdenes del gobierno israelí— y observó y escuchó detenidamente los gestos y alegatos del acusado. En la sala de prensa acondicionada para las decenas de reporteros enviados de todo el mundo para cubrir el juicio dedicó horas a entender lo que estaba pasando. Leyó más de dos mil folios del proceso. Y —para desesperación de los editores de The New Yorker— se tomó su tiempo para analizar, entender y preparar un retrato de —según la opinión pública general— el malvado nazi Eichmann. El resultado fue un enorme reportaje publicado en la revista en cinco entregas. En él, en resumen, Arendt asegura que Eichmann no es en especial el monstruo que todos creen, ni siquiera un antisemita. Simplemente —escribe— es un "no body”, un hombre que formaba parte de un sistema, que quería ascender dentro de ese sistema y que cumplía de forma mecánica las órdenes que llegaban de la cumbre. No era su intención personal matar, si no que lo hacía porque era “necesario” dentro del orden al que él pertenecía. Arendt no le quita culpa a Eichmann por su participación en el Holocausto, en el genocidio judío, pero afirma que no tenía responsabilidad principal, sólo hacía su trabajo. “Cumplió con su deber”, afirma, tajante, la filósofa. El reportaje dio pie a un libro sobre Eichmann en la que acopió la idea de la “banalidad del mal”.
Por ese trabajo la filósofa de origen alemán fue duramente criticada. Los judíos le declararon una guerra verbal que sacaría de juicio a cualquiera, The New Yorker recibió decenas de llamadas de protesta, Israel le exigió a Arendt que diera marcha atrás y prohibió la publicación en ese país de Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil.
Esta historia viene a cuento porque me la recordó el reciente episodio del actor Sean Penn con Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, mejor conocido como “El Chapo Guzmán”, un delincuente de primer nivel, un señor de la droga que es el líder del sanguinario “Cartel de Sinaloa”, esa organización criminal que ha ayudado a sembrar de terror y cadáveres el territorio mexicano. Penn —espléndido actor de películas como Dead Man Walking, Milk y Mystic River, estas dos últimas por las que ganó sendos premios Oscar— se enteró de que la actriz mexicana Kate del Castillo —famosa por participar, entre otras, en telenovelas como La Reina del Sur— buscaba interesar a Hollywood para que se filmara la vida del capo, él que quería ser retratado como un hombre bueno, magnánimo, un villano-héroe como en su tiempo se soñó Pablo Escobar. Penn, entonces, quiso entrevistarse con “El Chapo” y contactó a Jann Wenner, de la revista Rolling Stone —símbolo de la cultura pop y famosa en un tiempo por hacer grandes reportajes, incluso de investigación— para ofrecerle la historia. Sería interesante conocer los detalles de la discusión en la redacción de la revista, pero el hecho es que Wenner aceptó y Penn se lanzó a su encomienda: retratar a “El Chapo”.
La diferencia entre los encargos e intereses de Penn y Arendt es abismal: la filósofa pretendía entender el mal; el actor quería demostrar que “El Chapo” no es sólo un malvado, sino un hombre con corazón. Es cándido el párrafo en el que Penn se compara con Guzmán. Dice que en su niñez, mientras él jugaba a encontrar tesoros en el jardín de su casa de en un barrio de clase media en Estados Unidos, el joven Guzmán ya soñaba con tener fama y dinero. Y comparte la idea de que el criminal es ante todo un empresario: “El Chapo es un hombre de negocios en primer lugar, y sólo recurre a la violencia cuando lo estime conveniente para sí mismo o sus intereses comerciales”. Esa cita es chocante. Parece una burla a las víctimas de la sangrienta guerra que mantienen cárteles en México, y éstos contra el Estado. Una burla también a los periodistas valientes que, cumpliendo con su compromiso de informar sobre un fenómeno que literalmente ha asalto a nuestra sociedad, han muerto o sido asesinados por estas organizaciones criminales. —¿Te consideras una persona violenta? — pregunta Penn. —No, señor— responde “El Chapo”.
¿Por qué el actor —y activista político— escribió esta apología? Mientras Arendt afirma que Eichmann era sólo parte de un malvado engranaje, a Penn parece olvidársele que “El Chapo” es la cabeza de una maquinaria criminal asesina, que al darle voz (“El Chapo” habla, es el título del reportaje) para su defensa cumple con el deseo de Guzmán de presentarse ante el público como un redentor, un hombre de familia, que nunca quiere el mal, sino que está obligado a desatarlo. Lo convierte en un personaje pop, como los que aparecen ocasionalmente en la portada de la revista. De hecho, como reveló Slate hace unos días, la misma gente del capo editó el artículo de Penn, para que el perfil quedará más moldeado como el hombre bueno que él quería demostrarle al mundo que es.
A mí en lo personal me parece que se juntaron las ganas de figurar de dos hombres conocidísimos. Lástima que Rolling Stone haya perdido la oportunidad de hacer un retrato más fiel, menos edulcorante, crítico y riguroso de un hombre que es un criminal. No pretendo que se queme en plaza pública a Penn y a Rolling Stone. El reportaje está ahí y hay que leerlo. Lo que a mí me preocupa como periodista es toda esta “cultura” que se ha creado al rededor de lo "narco" y que parece ganarle la batalla al periodismo serio que lucha por ayudarle a la gente a entender. Periodistas que corren riesgos que Penn, actor famoso, no corrió, periodistas valientes y rigurosos que intentan descifrar los vínculos que hay entre el poder, nuestros políticos y los jefes de los cárteles, la corrupción de funcionarios públicos que permite que un capo pueda construir un túnel para fugarse de una cárcel de seguridad sin que nadie se diera cuenta. Lo que Sean Penn logra es la banalidad del crimen. No, no es periodismo, aunque él mismo afirme al capo que el suyo es un “trabajo periodístico” por el que no cobra.