23 de noviembre 2015
Una vez que el escrutinio hubo prácticamente acabado la realidad se terminó imponiendo en Argentina. Esto ocurrió tanto en las filas del presidente electo, Mauricio Macri, como en las del candidato derrotado, Daniel Scioli, y de la principal artífice de la derrota, la presidente en funcionesCristina Fernández. Si bien desde mucho antes de ese momento todos los actores sabían que se había producido un giro histórico, se desconocía con exactitud la magnitud del triunfo de la coalición “Cambiemos”.
Después de que los primeros asumieron que las diferencias se reducían a menos de tres puntos, de los siete u ocho que aparecieron al inicio del conteo o de los 10 de los que hablaban las encuestas a pie de urna, la euforia desbordante dio paso a la constatación de la ingente tarea que comienza y de las grandes dificultades que asoman por el horizonte. Pese a ello siguió primando la alegría por todo lo que se había conseguido.
En el peronismo, apagados los focos y con posterioridad a que los principales protagonistas se hubieran retirado de la escena, la imagen de hecatombe se reemplazó por otra de gravedad ante una coyuntura desfavorable, pero sabedores de que algunos platos habían sido salvados. El ejemplo más evidente fue el de la provincia de Buenos Aires, que finalmente otorgó una pequeña satisfacción a Scioli y los suyos, especialmente visible en el Gran Buenos Aires. Sin embargo, entre bambalinas comenzaron los conciliábulos, las conspiraciones y los pedidos de rendición de cuentas en un peronismo golpeado pero no hundido.
Triunfo sí, paliza no. Esto gravitará sin duda en el futuro inmediato de la política argentina, especialmente si tenemos en cuenta que el nuevo gobierno no tendrá mayoría parlamentaria, algo especialmente visible en el Senado. Esto también incidirá en lo que ocurra puertas adentro del peronismo, donde suena irremediable una renovación. En líneas generales se puede decir que asistiremos al declive del Frente para la Victoria, la marca kirchnerista por excelencia, y a un resurgir de los conceptos más tradicionales de peronismo y justicialismo.
“Nueva etapa”, “cambio de rumbo”, “triunfo histórico”: son algunos de los titulares más repetidos de la noche electoral. En relación a ellos se especula con el futuro político de Fernández y de sus ansias de retorno en 2019, en medio de un fracaso estrepitoso del gobierno de Macri. Sus posibilidades dependerán de varias cuestiones, fundamentalmente tres. En primer lugar de la validez de su premisa central, el hundimiento a corto plazo de un Macri duramente golpeado por serias dificultades económicas, algo que sólo el tiempo demostrará.
Segundo, la supervivencia en condiciones mínimas de funcionamiento de las estructuras organizativas que han apoyado su gestión y encuadrado a la militancia, como La Cámpora y otros movimientos similares. Lejos del poder, de los cargos y del acceso fácil a fondos públicos con los cuales pagar sus aventuras, la misión liberadora a la que habían sido convocados será más complicada. Y finalmente, pero sumamente importante, la profundidad de la catarsis que realice el peronismo y los nuevos rostros de una renovación que muchos presienten como necesaria. De ahí la duda de cuál será el lugar que le corresponda a Cristina Fernández en un peronismo renovado.
Más allá de las dificultades que emergen con fuerza, el nuevo gobierno puede exhibir algunas fortalezas, comenzando por las escasas hipotecas que debió firmar en su camino triunfal. La alianza con los radicales y la Coalición Cívica de Lilita Carrió no supone un serio peaje y la distancia con empresarios y sindicatos puede ser un obstáculo, pero también una ventaja. También hay que tener presente el control territorial de cuatro de los cinco distritos territoriales más importantes del país, entre ellos la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires.
La agenda del presidente electo es impresionante. Durante los menos de 20 días que dure la transición deberá nombrar a su gabinete, tomar conciencia de la magnitud de la herencia que reciba, especialmente en materia económica, y fijar las prioridades de las medidas a tomar en las primeras semanas de su mandato. La ventana de oportunidad no es demasiado grande, especialmente para la puesta en marcha del necesario ajuste por venir. La temida devaluación será un hecho, pero de la forma en que se negocie con los principales agentes económicos dependerán sus mayores o menores repercusiones sobre el conjunto de la economía.
La política exterior será otro de los frentes que desde el resto del mundo se siga con mayor atención. Aquí ni siquiera habrá tiempo de asumir. Los desafíos de recomponer relaciones con los viejos y tradicionales aliados, algo olvidados en los últimos tiempos, se combinan con la manera en que se tomará distancia de algunas amistades particulares (Venezuela, Irán y Rusia). Las elecciones venezolanas del 6 de diciembre serán un test para valorar hasta dónde está dispuesto a llegar el nuevo gobierno.
PRO (Propuesta Republicana), el partido de Mauricio Macri, es un producto directo de la debacle de 2001 y del “qué se vayan todos”. Su llegada al poder ha facilitado un profundo cambio generacional y la llegada de una nueva forma de hacer política, donde los adjetivos tradicionales, como izquierda o derecha, progresista, liberal o conservador, sirven de poco. De ahí la insatisfacción con el modo en que buena parte de la prensa internacional, con un claro intento simplificador, describe a Macri: un presidente liberal o conservador.
Un cambio de rumbo se ha impuesto en Argentina. El kirchnerismo como lo hemos conocido está próximo a su desaparición y es de esperar que con él también se acabe el sectarismo dominante en el país en la última década. El voto mayoritario de los argentinos fue por el cambio. Un cambio que Mauricio Macri y su núcleo supieron valorar correctamente y un cambio que ni Daniel Scioli ni Cristina Fernández, padre y madre de la derrota, no fueron capaces de interpretar.