30 de octubre 2015
¡Sí se pudo! Fue el grito espontáneo del campesinado cuando finalmente llegaron al punto exacto donde les esperábamos. Una marcha de más de 50 horas que inició desde que el primer campesino y la primera campesina, de las zonas más alejadas del país, aliñó su morral de comida llenando su espíritu de convicción y su corazón de determinación. La número 53, y la tercera de carácter nacional.
Fueron descomunales los repetidos actos represivos del régimen que tuvieron que superar: amenazas, tranques policiales, sabotajes, pedradas, llantas ponchadas por “miguelitos” –que bien podríamos llamar “danielitos”-, sol, cansancio y hambre. No vinieron en buses porque no les permitieron conseguir ninguno. Iban amontonados, de pie, en camiones para ganado. Le demostraron a conformistas, escépticos y timoratos, que a pesar de todo ¡sí se puede!
El régimen autoritario de Daniel y Rosario puso nuevamente al descubierto su desprecio por el pueblo humilde consciente, pero sobre todo, evidenció la abundancia de sus medios y recursos para la represión, así como la imprudencia de sus decisiones. ¡Qué no hicieron! Solo les faltó el uso masivo directo de los medios letales.
La única manera de entender la trascendencia y alcance de esta gran marcha campesina, es contraponerla a la excesiva violencia institucional ejercida por el gobierno. Quedó evidenciado, de manera descarnada, que el régimen tienen articulada una red de intimidación, persecución y violencia capaz de actuar sincronizadamente, desde las calles polvosas y la vida vecinal de las comunidades en lo más profundo del campo, hasta las avenidas saturadas de las arbolatas de la capital.
Se trata de un sistema represivo complejo que entrelaza, al mismo tiempo, las fuerzas policiales convencionales y especiales, los aparatos de inteligencia y contrainteligencia -incluidos medios tecnológicos de vigilancia-, la capacidad intimidatoria de la administración pública, el uso -sin recato- de fuerzas paramilitares, motorizados y grupos de choques, la capacidad de ordenar directamente a las unidades policiales en el terreno sin tener que pasar por las instancias de mando institucionales, estructuras políticas locales para amenazar, el uso masivo de los medios de comunicación como instrumentos intimidatorios y de desinformación, recursos materiales y financieros sin límites para estas misiones; en fin, una capacidad potencial, una amenaza, que si le permitimos consolidarse y desplegarse, superaría con creces el terror de la Guardia Nacional de los Somoza.
Y es precisamente en el despliegue de esas atroces capacidades de los Ortega-Murillo que trasciende de forma heroica, la fuerza y las virtudes patrióticas de un campesinado que, sin miedo, defiende sus intereses vitales junto a los intereses de la nación entera. La demanda de la derogación de Ley 840 sintetiza para ellos y ellas, el apego a sus tierras, familias, comunidades y modo de vida, la urgencia de preservar el majestuoso lago, y la necesidad de la defensa de la soberanía ultrajada por una concesión canalera que autoriza a un extranjero la humillación de los suyos. Esta marcha campesina es, sin duda, la más importante movilización popular de los últimos 10 años en Nicaragua.
Hemos aprendido también que nadie en particular puede inventar, ni decretar, la movilización combativa del pueblo. Y que tampoco hay fuerza represiva capaz de detenerles, una vez que han tomado su decisión. Los campesinos y campesinas dijeron que vendrían y también dijeron por qué venían. Y llegaron. Ellos y ellas, por sí mismos, lo decidieron.
Al final del día, extremadamente caluroso por cierto, todas las condiciones estaban dadas para una sangrienta confrontación. De un lado el campesinado dispuesto a todo y, del otro lado, las fuerzas policiales, antimotines y paramilitares asentadas en una sola formación, junto a personas acarreadas por el oficialismo, buena parte de los cuales se encontraban de forma obligada en el sitio.
Las provocaciones de corte paramilitar que actuaban al unísono con la fuerza policial, no cesaban. Instigadores de la violencia, disfrazados de marchistas, también buscaban a toda costa manipular al campesinado para empujarlos irresponsablemente contra el muro policial. Pero no. No se dejaron provocar. Se impuso la sabiduría y la cordura del Consejo Nacional en Defensa de la Tierra, el Lago y la Soberanía Nacional. “La confrontación era una trampa”, explicaron. No era ése el propósito de la marcha pacífica campesina, ni era el momento, ni el lugar para una confrontación directa. El Consejo decidió emprender una marcha simbólica y, luego, orientó el regreso inmediato a los camiones. Todos y todas acataron, aunque en el ambiente y en los camiones de regreso se sintió que algo pendiente había quedado en la capital.
Después de años de guerra, y montañas de muertos, los nicaragüenses adquirimos el compromiso de dirimir nuestras diferencias por las vías y caminos políticos, es decir, pacíficos. El compromiso nacional, adquirido por las fuerzas beligerantes de construir y respaldar -con el reconocimiento ciudadano- a un Ejército y una Policía Nacional no partidista, y muchísimo menos pretoriana, ha sido el soporte que ha contribuido, los últimos 15 años, a la preservación de la paz.
Sin embargo, en este mes de octubre quedó evidenciado que el país vivió varios días en Estado de Sitio. A lo largo de todo el viacrucis campesino fueron suspendidos todos los derechos y garantías de la ciudadanía del campo, y también los de cualquier otra persona considerada “sospechosa de marchar”. Indiscutiblemente quedó comprobado que para Daniel Ortega y Rosario Murillo, todas las personas que marcharon no tienen derecho a la libre circulación, no tiene derecho a la integridad física, no tienen derecho a la libertad, no tienen derecho a la seguridad, no tienen derecho a la paz, no tienen derecho a la libertad de pensamiento, no tienen derecho a la manifestación, no tienen derecho a la justicia, es decir, que para ellos, no son personas.
El uso inescrupuloso de todos estos mecanismos de represión significan para la nación entera, y no solo para los campesinos de la ruta canalera, que Daniel y Rosario han ordenado, una vez más, con la docilidad de los mandos policiales, el socavamiento y la ruptura del acuerdo ciudadano de dirimir nuestras demandas y diferencias pacíficamente. Estos inquietantes e inequívocos hechos son, sin duda, la más peligrosa lección de la pacífica marcha campesina, y la evidencia de la grave amenaza a la paz y la estabilidad que se cierne sobre Nicaragua.
Pese al lúgubre escenario, resplandece como un gran sol de esperanza, y una guía del camino a seguir, la demostración concreta y palpable que, cuando el pueblo toma su decisión, no hay poder omnímodo que pueda detenerle. Y que, como dijo Sandino, mientras Nicaragua tenga hijas e hijos que la amen, Nicaragua será libre. La marcha ya empezó.