7 de septiembre 2015
Berlín.– Qué conmovedor es aterrizar en Alemania, donde los hinchas de fútbol exhiben carteles en los que dan la bienvenida a los refugiados procedentes de un Oriente Medio asolado por la guerra. Alemania es la nueva Tierra Prometida para los desesperados y los oprimidos, los supervivientes de la guerra y del pillaje.
Incluso los populares diarios sensacionalistas, normalmente nada inclinados al idealismo solidario, están fomentando la buena disposición a ayudar. Mientras los políticos del Reino Unido y de otros países se retuercen las manos y explican por qué incluso una afluencia relativamente menor de sirios, libios, iraquíes o eritreos constituye un peligro letal para el tejido social de sus sociedades, “Mamá Merkel” ha prometido que Alemania no rechazará a ningún refugiado auténtico.
Se espera que este año entren en Alemania unos 800.000 refugiados, mientras que el Primer Ministro de Gran Bretaña, David Cameron, se queja por haber recibido 30.000 solicitudes de asilo y advierte con tono siniestro sobre los “enjambres de personas” que cruzan el mar del Norte. Además a diferencia de Merkel, Cameron fue en parte responsable de haber contribuido a una de las guerras (la de Libia) que volvió intolerable la vida de millones de personas. No es de extrañar que Merkel quiera que otros países europeos acepten a más refugiados conforme a un sistema de cupos vinculantes.
En realidad, pese a la preocupación retórica de sus políticos, el Reino Unido es una sociedad más étnicamente mezclada y, en algunos sentidos, más abierta que la de Alemania. Londres es incomparablemente más cosmopolita que Berlín o Fránkfurt y, en conjunto, Gran Bretaña se ha beneficiado en gran medida de la inmigración. De hecho, el Servicio Nacional de Salud ha advertido que aceptar a menos inmigrantes sería catastrófico, porque los hospitales británicos padecerían un grave déficit de personal.
El talante al respecto en la Alemania contemporánea puede ser excepcional. La de aceptar a refugiados o a cualesquiera emigrantes nunca ha sido una propuesta políticamente fácil. A finales del decenio de 1930, cuando los judíos de Alemania y Austria corrían peligro mortal, pocos países, incluidos los prósperos Estados Unidos, estuvieron dispuestos a aceptar más de un puñado de refugiados. En 1939, Gran Bretaña permitió el ingreso de unos 10.000 niños judíos en el ultimísimo minuto, pero sólo si tenían a personas que se hicieran cargo de ellos y sin la compañía de sus padres.
Decir que el talante generoso en la Alemania actual tiene mucho que ver con el comportamiento asesino de los alemanes en el pasado no es quitarle importancia. También los japoneses portan una carga histórica de crímenes, pero su actitud para con los extranjeros afligidos es mucho menos receptiva. Aunque pocos alemanes tienen recuerdos personales del Tercer Reich, muchos siguen sintiendo la necesidad de demostrar que han aprendido las lecciones de la historia de su país.
Pero, al centrarse los políticos y los medios de comunicación casi exclusivamente en la crisis actual de los refugiados, ocultan cuestiones más amplias en materia de inmigración. Las imágenes de desdichadas familias de refugiados a la deriva en el mar, a merced de rapaces contrabandistas y gángsteres, puede inspirar fácilmente sentimientos de piedad y compasión (y no sólo en Alemania), pero la mayoría de las personas que cruzan las fronteras europeas en busca de trabajo y una nueva vida no son refugiados.
Cuando los funcionarios británicos dicen que fue “claramente decepcionante” que llegaran a Gran Bretaña unas 300.000 personas más que las que la abandonaron en 2014, no estaban refiriéndose principalmente a solicitantes de asilo. La mayoría de esos recién llegados proceden de otros países de la Unión Europea, como, por ejemplo, Polonia, Rumania y Bulgaria.
Unos entran como estudiantes y otros acuden en busca de empleo. No llegan para salvar la vida, sino para mejorarla. Al agrupar los solicitantes de asilo con los migrantes económicos, éstos resultan desacreditados, como si estuvieran intentando colarse con falsos pretextos.
Se da por descontado de forma generalizada que los migrantes económicos, procedentes de dentro o de fuera de la UE, son principalmente personas pobres que van a vivir a costa de los impuestos de las relativamente ricas. En realidad, la mayoría de ellos no son gorrones, sino que quieren trabajar.
Los beneficios para los países de acogida son fáciles de ver: los migrantes económicos con frecuencia trabajan denodadamente por menos dinero que los locales. Desde luego, eso no interesa a todo el mundo: señalar los beneficios de la mano de obra barata no convencerá a las personas cuyos salarios podrían resultar reducidos. En cualquier caso, es más fácil apelar a la compasión por los refugiados que a la aceptación de los migrantes económicos: incluso en Alemania.
En 2000, el Canciller de Alemania, Gerhard Shröder, quería conceder visados con permiso de trabajo a unos 20.000 extranjeros expertos en tecnología avanzada, muchos de ellos procedentes de la India. Alemania los necesitaba urgentemente, pero Shröder chocó con una rápida oposición. Un político acuñó el lema “Kinder statt Inder” (“niños en lugar de indios”).
Pero los alemanes, como muchos otros ciudadanos de países ricos, no producen suficientes niños. Esos países necesitan inmigrantes con energía y aptitudes juveniles para ocupar los puestos de trabajo que los locales, por la razón que sea, no pueden o no quieren aceptar. Eso no quiere decir que se deban abrir las fronteras a todo el mundo. La idea de los cupos de refugiados expuesta por Merkel debe aplicarse también a los migrantes económicos.
Sin embargo, hasta ahora la UE no ha adoptado una política coherente de inmigración. Los ciudadanos de la UE tienen libertad de movimiento dentro de la Unión (Gran Bretaña quiere ponerle fin también, pero no es probable que lo consiga), pero la migración económica procedente de países de fuera de la UE, en condiciones cuidadosamente reguladas, es legítima y acuciante. No es porque los migrantes merezcan la compasión de los europeos, sino porque Europa los necesita.
No será fácil. La mayoría de las personas parecen dejarse llevar más fácilmente por las emociones, que los mueven a las matanzas en masa o a la compasión cálida, según las circunstancias, que por el cálculo frío del propio interés racional.
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Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College y autor de Year Zero: a History of 1945 (El año cero. Historia de 1945”).
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