4 de septiembre 2015
Me encanta meterme en las cocinas de casas ajenas. Aprendo, comparto, ayudo y ¡hasta lavo platos con gusto! Esta labor, a veces, implica tener contacto no solo con la -usualmente mujer- cocinera, sino con su recetario.
Hace varios días estuve compartiendo con una buena amiga, mientras la ayudaba a preparar tamales guatemaltecos. Varios minutos después de estar limpiando la ceniza de las hojas de plátano (lindas, suavecitas estas, por cierto), sacó el papel donde tiene la receta.
Una hoja tamaño carta, azul, escrita a lápiz. No solo con arrugas imborrables, si no con huecos y notitas adhesivas que fueron agregando, con los años, quién sabe qué consejo borrado o qué idea adicional. Pensé: ¿qué va a ser de esta receta si este papel se pierde? ¿si ella decide desaparecerse con el papel y no hacer tamales nunca más?.
La fragilidad de nuestras preparaciones es mucha, las de nuestras madres, tías, abuelas, nanas, amigas... Aún en la era tecnológica, es el papel roto, el grasiento, el que se moja y se seca; el que conserva los tesoros de la memoria culinaria de todas nosotras.
Si no cocinamos con quienes queremos, si no les pasamos estos papeles y si nos alejamos de las cocinas del todo, cuando nos vayamos, ¿qué será de esas recetas? ¿qué van a comer los que vienen?.
Con nuestras cámaras, en nuestros papeles, en los celulares: documentemos, compartamos y transmitamos lo que nos es bueno, lo que nos llena la panza y el corazón. Esto también es parte de alimentarse saludablemente.
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