2 de agosto 2015
La Microbiología es una ciencia de prueba y error. Eso lo sabe José Marcel Sánchez, quien falló 267 veces antes de desarrollar con éxito la primera prueba rápida para diagnosticar la Leptospirosis, una enfermedad que se transmite de animales a humanos y que constituye un problema de salud pública. Lo mismo sucedió cuando creó la receta de Moropotente, una cerveza artesanal que ha tomado por sorpresa al paladar de los nicaragüenses. El científico colocó el doble de malta a la bebida y el resultado fue más negro de lo esperado. Para este emprendedor, aquel error fue glorioso.
Pero mucho antes de convertirse en microbiólogo, innovador y empresario, José Marcel fue un niño insurrecto. Nunca estuvo de acuerdo con la educación impartida en el colegio de monjas donde estudió, ubicado en Diriamba (Carazo). El adoctrinamiento religioso, como califica la metodología que utilizaban, le parecía absurdo. “Fui un estudiante rebelde, pero dice Salvador Allende que ser joven y no ser rebelde es una contradicción biológica”, justifica el empresario de treinta años, mientras da un sorbo a la cerveza Scotch, el error insignia de 7.8 grados que ahora distribuye en el Pacífico del país.
Al bachillerase de la secundaria, el adolescente trasladó su pasión por encontrar el porqué de las cosas a la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-León). En aquel recinto descubrió el verdadero significado de la libre expresión. José Marcel recuerda que el primer día de clases del año básico, se presentó al salón una víctima de la Masacre del 23 de Julio de 1959. Ese hombre, que resultó ser su profesor, advirtió a sus alumnos que un principio valioso de aquella Alma Máter era “la unidad en la diversidad”. Todos podrían decir lo que pensaban y se les respetaría. “Escuchar eso, viniendo de un colegio de monjas, fue impresionante para mí”, expresa.
Un microscopio como juguete
José Marcel supo desde pequeño que quería estudiar una carrera singular. Cuando tenía seis años, se obsesionó con un microscopio que su padre le regaló a su hermano mayor. No sabía para qué servía, pero el aparato lo intrigó tanto que aprendió a usarlo, aunque no precisamente para ver bacterias, sino hormigas, saltamontes o cualquier otra cosa que llamara su atención. Se dio cuenta que había un universo de minúsculos organismos que los seres humanos no podían identificar a simple vista. Su papá le explicó que aquello que a él le gustaba tanto se llamaba Microbiología.
Más de una década después, el joven terminó el año básico con un promedio de 98.3 e ingresó a la carrera de Bioanálisis Clínico, lo más parecido que encontró en el pensum a Microbiología, sólo que aplicada a enfermedades de seres humanos. Como universitario se topó con el Constructivismo, una corriente pedagógica que fue la base de su espíritu innovador. Esta metodología dinámica, participativa e interactiva le brindó herramientas para desarrollar sus propios procesos y resolver problemas.
“Los docentes no dictaban nada. Llegaban a la conferencia magistral, te daban las guías de estudio y te mandaban a leer. Te presentabas al seminario con dos o tres capítulos leídos y listo para discutir. Por cada participación ganabas puntos y el que no hablara con argumentos, diciendo algo efectivamente cierto y que no hubiese expuesto otro compañero, no aprobaba la clase. El seminario se convertía en un debate. Ya para cuarto y quinto año el profesor sólo se sentaba y no decía nada. Nadie estaba pendiente de él”, asegura.
El camino hacia la innovación
El año 2008 implicó un reto profesional para el entonces universitario. En lugar de trabajar en comunidades rurales, lo enviaron al Laboratorio Nacional de Referencia del Ministerio de Salud (MINSA), en Managua. Alcides González Mairena, director de la entidad para ese entonces, le asignó la compleja tarea de desarrollar una prueba rápida para diagnosticar la Leptospirosis. Aunque ya existía un mecanismo para detectarla, se necesitaba un equipo técnico e instalaciones especializadas que elevaban significativamente el costo del examen.
José Marcel aclara que la prueba de menor costo se había desarrollado por primera vez en Holanda, pero el protocolo para obtenerla no era de dominio público y tampoco se podía reproducir de forma sencilla. “No sé en qué momento dije que sí, pero he sido atrevido toda mi vida”, expresa. El joven tenía apenas nueve meses para desarrollar la hazaña y no sabía por dónde empezar. Aunque se sentía abrumado, hizo lo que mejor sabía: leer.
Aquel voto de confianza que su jefe depositó en él rindió frutos. Con ayuda de otros científicos del MINSA, adoptó las pruebas rápidas que se habían hecho para otro tipo de patógenos y diseñó una “receta” nacional. Para Septiembre ya tenía los primeros prototipos de la prueba, que eran totalmente funcionales. Él sentía que faltaban al menos dos años para perfeccionar el producto, pero Alcides González –mucho más sabio que él– consideró lo contrario. Un día de tantos en que llegó tarde al trabajo, se topó con una conferencia de prensa en la que anunciaban el hallazgo.
Un compromiso humanista
Mientras realizaba su internado en el MINSA, José Marcel conoció a representantes de PATH, una organización sin fines de lucro que promueve la innovación en temas de salud. Gracias a ellos se enteró de una fellowship que ganó para ser investigador de la Universidad de Washington, con la que creó un sistema para diagnosticar la resistencia a medicamentos en pacientes de VIH/SIDA. Nicaragua, que en ese entonces gastaba unos 500 dólares anuales por persona para administrar el tratamiento, reduciría los costos hasta 50 dólares utilizando equipos del ministerio.
Con cincuenta pacientes del Hospital Escuela de León y el apoyo de la UNAN, José Marcel logró estandarizar y validar este mecanismo, además de secuenciar los fenotipos de VIH que circulaban en el país. Desafortunadamente, el proyecto quedó incluso. “Ya no se pudo transferir la tecnología al MINSA porque me despidieron. El doctor González se tuvo que retirar ese año y sin él fue casi imposible continuar”, afirma.
Paralelamente, Juan José Amador –uno de los científicos nicaragüenses que más ha estudiado la epidemia de Insuficiencia Renal Crónica– lo contactó para que fuese coautor de algunos estudios sobre la epidemia que golpea con fuerza las comunidades agrícolas de Occidente. El microbiólogo fue contratado por la Universidad de Boston para apoyar en la toma, recolección, logística de transporte, separación y almacenamiento de las muestras que permitirían conocer las causas de la enfermedad.
En 2012 se publicó un informe que detalla una serie de biomarcadores de daño renal e insuficiencia renal crónica en trabajadores de caña de azúcar, contratados por el Ingenio San Antonio. El estudio dio pie para otra investigación, con la que el equipo de científicos concluyó que la epidemia del IRC está ligada a factores ocupacionales.
De microbiólogo a cervecero
La más reciente innovación de este científico tomó por sorpresa a sus conocidos. Cansado de beber la misma cerveza de siempre, José Marcel le propuso a Eduardo Mendieta, su cuñado, que hicieran una bebida artesanal con más cuerpo y mejor sabor que la producida por la compañía que domina el mercado nacional. “Soy microbiólogo y creo que puedo hacer una buena”, le dijo. Asombrado por la respuesta, su camarada le preguntó por qué creería que el producto se vendería.
Si bien es cierto que la cerveza existe desde hace siglos, crear un producto artesanal como éste requirió mejorar procesos de producción. Entre ellos, los empresarios de Moropotente tuvieron que desarrollar su propio sistema de germinación y control de temperatura, un sistema de carbonatación para la cerveza, otro de propagación y control de levadura y un concepto de comercialización propio. Fue por este esfuerzo que ganó el Premio Nacional de Innovación 2013, un reconocimiento otorgado por el Consejo Nicaragüense de Ciencia y Tecnología (CONICYT).
Un año después de haber sacado al mercado la Cerveza Moropotente, en un proyecto que familiares y amigos calificaron como “alocado”, este emprendedor la distribuye en unos treinta restaurantes del Pacífico. Esta bebida, que sólo se sirve en sifón, deleita paladares con sus dos presentaciones: la Scotch, que nació por error, y la Pilsner, ahora llamada diecinueve días.
Junto a su socio, el empresario ha invertido un cuarto de millón de dólares en equipos que trajo desde Estados Unidos y que colocó en su pequeña fábrica, localizada en Dolores (Carazo). La empresa ha funcionado gracias a un gran esfuerzo logístico, pues traen sus ingredientes desde el exterior y explican a restaurateros cómo operar el sifón donde distribuyen su producto. Como la cerveza artesanal es sensible a cambios de temperatura, es vital que todos sepan cómo mantenerla fresca.
José Marcel se siente orgulloso de haber dado un giro inesperado a su trayectoria profesional. “Si yo hubiera pensado que como era bioanalista mi función en el mundo era trabajar en un centro de salud, si hubiera cerrado todo mi horizonte, hubiera cometido un error. Ahora hago cervezas, tengo una distribuidora de productos médicos y un laboratorio. La universidad no te dice de qué vas a vivir ni te obliga a vivir de lo que estudiaste. Te da las herramientas, pero vos decidís qué hacer y cómo explotar ese conocimiento al máximo”, afirma.
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