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La Revolución secuestrada

Este 19 de julio hay poco que celebrar en un país donde un caudillo y su familia se enriquecen de forma obscena, traicionando la sangre de quienes quisieron cambiar Nicaragua, una nación donde cientos de miles siguen viviendo en la miseria, secuestrada por la ambición de poder de Daniel Ortega

Wilfredo Miranda Aburto

19 de julio 2015

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Estos días de julio me conmueven. Cuando escucho las canciones de la Revolución me transporto a mi infancia. A la casa de mi familia materna, al seno de una familia sandinista, donde me críe. Yo nací en 1991, cuando Nicaragua acababa de vivir otro brusco cambio político y social tras la derrota en las urnas de Daniel Ortega, el “gallo ennavajado”.

Por aquellos días esos eran asuntos ajenos para un niño de mi edad. Con el paso de los años, entendí un poco de la historia con matiz, evidentemente, sandinista. En Nicaragua hubo una dinastía familiar apellidada Somoza que administraba como hacienda el país, que celebraba elecciones fraudulentas, que se colmaba de privilegios, que hacía negocios literalmente con la sangre de los pobres, que asesinaba a los que consideraba revoltosos, que dominaba todas las esferas del poder. En resumen, un sinfín de mordazas a la libertad y violaciones a derechos humanos que, pese a la relativa estabilidad económica, hartaron a la gente. Se organizó la guerrilla del FSLN.

Durante el gobierno de la Revolución Sandinista, decían mis familiares, hubo una guerra impuesta por Estados Unidos. Un hecho que más tarde vine a comprobar como real e injustificable, pero que, como el embargo de Estados Unidos a Cuba, sirvió muchas veces como excusa para someter, no rendir cuentas, matizar los fracasos y las malas decisiones de la dirigencia nacional en aquellos épicos días.

El problema es que mi familia no me explicó el resto. Al crecer más entendí que la historia formidable del sandinismo con ese líder repetitivo, al que apoyábamos en cada elección, con el equipo de sonido a todo volumen con los cantos de los Mejía Godoy, estaba coja. Yo, como joven, quería respuestas. Y me decepcionó mucho no encontrarlas en mi familia que, sin atisbo de crítica, creían en las bondades de su partido político como panacea a los problemas del país. Pese a la fe de mis tías y mis abuelos en el sandinismo, sí vislumbraba que en el fondo de su ideal había sinceridad por la búsqueda de la igualdad social.


Ese profundo sentimiento de una sociedad justa y equitativa, la inclinación por los más débiles y el desprecio por los abusos capitalistas, es algo que le agradezco para siempre a mi familia sandinista. Y Ortega, para un imberbe como yo en 2006, representaba ese afán a su regreso al poder.

Pero a medida que Ortega regentaba el poder y yo entendía el contexto nacional, me distanciaba del proyecto político impulsado por el caudillo sandinista. Yo jamás he quebrado con mi familia, tampoco pienso hacerlo nunca, pero sí entendí que su fe todavía puesta en Ortega, con la defensa del modelo basado en argumentos de la guerra fría, me diferenciaba de ellos en un aspecto ideológico: yo soy liberal, y no liberal entendido como militante de los partidos criollos nicaragüenses. Un liberal con principios que no soporta las mordazas, los abusos de poder; un liberal que trata de izar la bandera de la democracia con todas sus complejidades. Soy un liberal intransigente con la defensa de los derechos humanos, que defiende a capa y espada la libertad individual y de pensamiento. Sobre todo, un ciudadano que no sacrifica todo lo anterior por un “líder” que usa la retórica sandinista para gobernar corrupta y vulgarmente.

Es necesario ver al pasado para entender el presente y tratar de convertirlo en un tiempo mejor habitable, por lo que no soporto las dictaduras, sea cual sea la etiqueta. Y entendido eso, sostengo que no hay tal discurso populista, que abogue por los pobres y la justicia social, que varíe mi forma de pensar. Porque “una dictadura del proletariado no deja de ser dictadura”, señala el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince en su hermosísimo libro El Olvido que Seremos.

Los últimos años nos han demostrado que estamos otra vez frente a una dictadura. Ortega y su camarilla secuestraron el sandinismo y lo volvieron una empresa de lucro personal. En lo económico son tan o más neoliberales que los anteriores gobiernos a los que suelen criticar para comparar sus raquíticos logros. El modelo corporativista y anti democrático mantiene sosegado a los más ricos. A los pobres los mantiene contentos con regalías. Y a los serviles capturados con puestos y la esperanza de que la gracia de Él o Ella los unja. Todo eso mientras el orteguismo amasa una fortuna gigantesca a costilla de la cooperación venezolana que ha hecho a todos sus hijos empresarios. Y a costillas de nuestros impuestos financia el populismo de su gobierno en cosas tan fútiles como los Árboles de la Vida.

Ortega es traidor de su propia historia, del ideal sandinista, porque por mucho que se esfuerce en proyectar una imagen del mayor defensor de la patria, es un hecho demasiado grande e insoslayable el haber entregado la soberanía a un chino desconocido para construir un Canal, que despojará a más de 100 mil campesinos e indígenas de sus tierras. He caminado por toda la ruta canalera y la gente sabe que si Sandino viviera los mandaría al paredón. Para contrarrestar la crítica Ortega recurre al chovinismo exacerbado, a exaltar ese nacionalismo absurdo que la historia ha enseñado nunca acaba bien.

Ortega ha cimentado su mayoría política en base a fraudes electorales, en matonismo político, en chantaje, en prebendas. Los que van al acto oficial son voluntarios con mecates en su mayoría, empleados públicos obligados a asistir por el miedo a quedar ausente en la lista de asistencia que determina su futuro laboral.

El régimen de Ortega es reforzado con la agresión ejercida contra quienes critican su gobierno. Protestas reventadas por la cuestionada Policía Nacional, coacción de medios de comunicación, hostigamiento a la sociedad civil. Todo un coctel explosivo que el mismo Ortega y su mujer se están sirviendo.

Los últimos acontecimientos y la arrogancia del orteguismo vuelven a poner contra las cuerdas a Nicaragua. Mientras el país llora la masacre de Las Jagüitas y exige condiciones libres y transparentes para realizar elecciones, Ortega y Rosario Murillo celebran el 19 de julio bajo la sombra enflaquecida sombra de sus Árboles de la Vida, en solemne acto de desprecio y egoísmo para el resto de nicaragüenses.

La celebración del 19 de julio se ha convertido en un hecho baladí. Y molesta que una fecha tan importante para la historia de un país no sea celebrada como una fiesta nacional, que trascienda el partidismo. En mayo de este año estuve en Letonia y fui testigo de cómo los letones celebran el día de su independencia de la Unión Soviética sin banderas excluyentes, de la mano y con la alegría sustentada en la democracia y no en caudillos. Como me gustaría tener algo así o parecido para celebrar con mi familia…pero algo nos separa, la determinación de preguntar: ¿Qué celebrar a 36 años de la Revolución?

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Wilfredo Miranda Aburto

Wilfredo Miranda Aburto

Periodista. Destaca en cobertura a violaciones de derechos humanos: desplazamiento forzado, tráfico ilegal en territorios indígenas, medio ambiente, conflictos mineros y ejecuciones extrajudiciales. Premio Iberoamericano Rey de España 2018.

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