15 de julio 2015
Mientras algunas ciudades son famosas por ser centros de la tecnología, otras desgraciadamente se convierten en epicentros conocidos por su violencia. Este es el caso de San Pedro Sula, una ciudad en el norte de Honduras. En los últimos años, de San Pedro Sula destronó a Caracas y Acapulco como la ciudad más violenta del mundo (excluyendo las áreas de guerra). Con la asombrosa cifra de 1.411 asesinatos en 2013 (187,14 por cada 100, 000 habitantes) esta ciudad ha sido etiquetada como “la capital mundial del asesinato”.
En Honduras, así como en muchas partes de América Central, el crimen y la violencia son el resultado de problemas complejos y multidimensionales. El destino de muchos países centroamericanos y ciudades como San Pedro Sula ha sido moldeado por las guerras, desigualdad, pobreza, el desempleo, la inmigración y corrupción. A su vez, estos elementos se han entrelazado con otros problemas como la debilidad de las instituciones, impunidad, ilegalidad, la falta de acceso a la educación y la salud, así como a la falta de infraestructura. La violencia y el crimen son, pues, el resultado de una cadena viciosa que abarca estos elementos.
En ciudades como San Pedro Sula y la mayoría de las ciudades fronterizas que son puntos de tránsito de drogas, la situación es tan crítica que los gobiernos locales y nacionales han perdido el control de una parte significativa de sus territorios a los capos de la droga y las pandillas. El mecanismo que estas pandillas y otras organizaciones criminales utilizan para someter a las personas a su poder es el terror. Por ejemplo, en muchas áreas metropolitanas y rurales es públicamente reconocido que los ciudadanos pagan a las pandillas un “impuesto de guerra” o “renta” basada en sus ingresos . No hace falta decir que aquellos que no están de acuerdo a pagar dicho impuesto sufren las consecuencias.
Hasta ahora, los gobiernos se han visto atrapados entre la dicotomía del “poder duro” y el “poder blando”. Por un lado, los gobiernos nacionales y las autoridades locales han concluido que los programas de “tolerancia cero” y “Mano dura” no han sido exitosos ya que estos no han logrado disminuir la delincuencia o aumentar la seguridad pública a largo plazo. Además, las autoridades han comenzado a darse cuenta de que este tipo de programas sólo dan lugar a treguas temporales entre bandas de pandillas rivales (sobre todo la MS13 y MS18) que acaban por reanudar tarde o temprano su rivalidad con más muertes y sangre.
Por desgracia, el cambio hacia un conjunto exitoso de políticas públicas y estrategias gubernamentales aún no ha tenido lugar. Aunque ahora es obvio que debe de ejecutarse un nuevo plan de acción con un enfoque más amplio e integral, hay grandes obstáculos que impiden que este cambio tenga lugar. Por ejemplo, el estado de anarquía es tal que más del 95% de los homicidios permanecen sin resolver, ya los criminales permanecen libres y sin ser enjuiciados. Esta situación se debe a la falta de recursos económicos que impide que las autoridades puedan investigar y llevar a juicio a estos criminales, y también en gran medida a la corrupción que existe en el sistema de justicia, ya que se sabe que muchos jueces, diputados y policías trabajan de la mano con capos de la droga y pandillas.
Como resultado, la región centroamericana (sobre todo el triángulo norte: Guatemala, El Salvador y Honduras) se encuentran contra la espada y la pared luchando contra los poderosos carteles de la droga y las pandillas. Esta situación no sólo se ha traducido en mayores índices de violencia, pero también ha provocado un profundo estado de dislocación social y miedo que ha quebrantado a comunidades enteras y que también tiene el potencial para hundir países enteros a merced de la delincuencia organizada.
Sin duda existe una lucha de poder entre el gobierno y el crimen organizado. Hasta este punto, es claro que el crimen tiene una clara ventaja sobre la justicia. Además, para nuestra desgracia, las maras han permeado tanto en estas comunidades al punto de convertirse en instituciones que proporcionan una red de seguridad para muchos individuos no pueden encontrar la misma en sus familias, sistemas de justicia, y en sus sociedades. Por lo tanto, su identidad y lealtad nacional se ha girado hacia una banda delictiva que está tan grabada en el tejido social que se ha convertido en un rival para la misma idea de la nación . En las palabras de muchos miembros de estas pandillas, más allá de identificarse como hondureños, guatemaltecos o salvadoreños, ellos prefieren identificarse como miembros MS13 o MS18.
Tanto el gobierno como la comunidad internacional deben ser muy conscientes de que el problema de San Pedro Sula no es exclusivo o está aislado. Con el fin de poner fin al derramamiento de sangre se debe entender que la violencia, el crimen organizado, la corrupción y las drogas no elementos mutuamente exclusivos. Por el contrario, éstos van de la mano. El encarcelamiento de criminales no va a resolver el problema, ni la construcción de más cárceles, o la adquisición de más armas. Si se pretende que la herida sane, se debe abrir paso al diálogo y a la acción. El problema de San Pedro Sula y de muchas otras ciudades en la región sólo puede empezar a abordarse a través de la prevención en forma de escuelas, rehabilitación a través de los programas sociales, y el desarme bajo la promesa de protección de una policía y ejército honestos.