21 de diciembre 2019
Magníficos señores:
Con mal disimulada satisfacción he comprobado una y otra vez que sus ilustrísimas han puesto en práctica algunos de mis más caros preceptos. Aquello de “que a los hombres se les ha de mimar o de aplastar” lo han venido aplicando desde hace más de una década, tendiendo una mano dadivosa hacia los adeptos y golpeando con puño de hierro a los adversarios. Como toda máxima, su pertinencia no es universal, sino según las gentes y la fortuna, esa elusiva dama tan avara en sonrisas. Con el revés que les ha dado desde hace dos abriles, las dádivas vienen menguando y el número de opositores sigue creciendo, en igual o mayor proporción, como manda la ley sin excepciones que gobierna en el populismo, de donde infiero que cada día habrá más y más adversarios que enfrentar porque, como también dejé escrito en El Príncipe, “son enemigos tuyos todos aquellos a quienes has lesionado al ocupar aquel principado, mientras no puedes conservar como amigos a aquellos que te introdujeron en él por no poderles dar satisfacción en la medida que se habían imaginado”. Grave coyuntura es esta, considerando que entre los nicaragüenses la imaginación que ama los regalos vuela como águila, mientras los caudales reptan, se tornan enjutos y se concentran en pocas manos.
Puestos a navegar en tan adversa tesitura, presumo que también aplicaron aquello que dijo un príncipe famoso y yo consigné en mi Historia de Florencia: “Nos conviene por tanto, según mi parecer, si queremos que se nos perdonen los anteriores desmanes, cometer otros nuevos, redoblando los daños y multiplicando los incendios y los saqueos, y apañándonos para tener muchos más cómplices, porque, cuando son muchos los que pecan, a nadie se castiga; y a las faltas pequeñas se les impone una sanción, mientras que a las grandes y graves se les da premios.” Han obrado con impecable astucia al involucrar a jueces, magistrados, comisionados, reclutas, políticos y una lista inmensa en tipos de toda catadura y las ocupaciones más diversas. Estimo que al emperador le será de todo punto imposible investigarlos y castigarlos a todos, de modo que siempre dispondrán de relevos frescos y de aún no cuestionada honorabilidad que puedan asumir las tareas para las que los sancionados quedaron inhabilitados. Pienso que, sin embargo, deberían tener cuidado porque los sustitutos irán descendiendo en nivel de confianza. Por eso surgen embajadores que adoptan la nacionalidad de los países enemigos, íntimos que usan los medios modernos para filtrar conciliábulos secretos y tránsfugas que revelan las órdenes comprometedoras, evidenciando una cohesión erosionada.
Eso de que a nadie se castiga, habrán visto que no se cumple. La lista de quienes enfrentan puniciones va creciendo y así también lo hace el número de principados y reinos que les declaran la guerra, aunque lo hagan de la forma suave y envuelta en pañales que ahora se estila y no es de mi gusto. Noten que sus embajadores reciben un tratamiento de apestados y leprosos, que no los convidan a banquetes y que, por consiguiente, los nuevos desmanes que acumularon sobre los viejos han surtido el efecto contrario al supuesto por aquel político florentino.
En el manejo de los asuntos de Estado no conviene echar mano de mis enseñanzas sin ton ni son. Se precisa saber cómo, cuándo, cuánto y con quiénes. Si su mal uso ha hecho estragos en los asuntos de Nicaragua -república devenida en monarquía-, mayores consecuencias tiene el abandono de otras máximas, cuya perezosa aplicación o completo olvido han hecho que los yerros de sus señorías abulten más que sus aciertos. Olvidaron acaso que “en los Estados hereditarios y acostumbrados al linaje de su príncipe la dificultad de conservarlos es bastante menor que en el caso de los nuevos”. El intento de instituir un poder dinástico fue fatal, no solo porque no se ven nacer nuevas monarquías en occidente, sino también porque no se puede confiar en los vástagos. Incluso un hijo tan talentoso como César Borgia no pudo alcanzar la cuota de poder de su padre, por más que éste le sostuvo y alentó su carrera con nombramientos episcopales y regalándole el capelo cardenalicio casi en su adolescencia. Las dinastías sostenidas por las armas son opresivas. No olviden que “a quien está acostumbrado a vivir libre, toda cadena le pesa y todo lazo lo oprime.” Los nicaragüenses ya probaron las mieles de la libertad. No querrán ponerse otra vez los grilletes de buen grado, por lo que habría que forzarlos. A este respecto les recuerdo otro de mis apotegmas: “el único dominio duradero es el que es aceptado.”
Y si se ha de usar la fuerza, debe hacerse con mesura y conforme a ciertas reglas. Cuando andaba por este mundo, mi mayor proyecto fue dotar a la república de Florencia de un ejército profesional. Urgía eliminar la dependencia de los ejércitos mercenarios, conducidos por venales y volubles capitales. Veo con alarma que ustedes, no pudiendo generar lealtades entre policías y militares, las han comprado, y a un precio muy alto. Comenzaron su gobierno con un ejército patriota y profesional, que poco a poco fueron convirtiendo en una pandilla de condotieros, dispuestos a venderse al mandamás de turno y quizás a poderes externos, como me temo que veremos en el futuro. Si un día la fortuna les vuelve la espalda de una vez por todas, no pongan sus esperanzas en lo que comisionados y generales les adeudan. Sobre todo entre villanos, la ingratitud está a la orden del día. Auguro que esos hombres de armas serán los primeros en correr a delatarlos y eludir sus responsabilidades aduciendo que no hacían más que obedecer órdenes con las que estaban en acentuado desacuerdo. Noten que el emperador no los ha tocado ni con el pétalo de una flor y que los grandes acaudalados y políticos, y políticos acaudalados, los siguen cortejando.
La orden primigenia de la que todo este caos emanó, la orden de “ir con todo”, fue apresurada, pues “si la tardanza en obrar te hace perder la buena ocasión, la precipitación te priva de la fuerza”, y esa arremetida careció de fuerza y eficacia, fue el origen de los reveses de la fortuna y solo se explica como un episodio más de las desmesuras del poder, típicas de los hombres, “que cuanto más poder tienen peor lo emplean y más insolentes se hacen.” Típicas de los hombres y las mujeres, parece que hay que decir ahora, conforme a la nueva usanza y con mucha pertinencia empleo esa fórmula para el caso que nos ocupa.
Les digo más: esta guerra que están librando estaba perdida desde antes de empezar, porque sus mercenarios se enfrentan a hombres y mujeres desarmados, y no hay coraje, honor ni gloria en atacar con las armas a quienes los han enfrentado con palabras, como las doncellas que ahora danzan y cantan en calles y plazas, o las que cumplieron con la obligación cristiana de dar de beber a los sedientos. Semejante disonancia solo prueba que han agotado los argumentos y la creatividad.
Ahora quiero recordarles otro de mis hallazgos, aquello de que “comienzan las guerras cuando uno quiere, pero no acaban cuando se quiere.” A punta de represión y prohibiciones no van a detener la ofensiva de los desarmados. Deberían colocar en la picota las cabezas de quienes les aconsejan dar soluciones militares a problemas políticos. No me cabe la menor duda de que quieren la perdición de sus señorías sin remisión y en el menor plazo posible.
Al respecto se me viene a la memoria lo que dijo otro político florentino: “Si tuviéramos que decidir ahora sobre si era o no era conveniente empuñar las armas, incendiar y saquear las casas de nuestros conciudadanos, y despojar las iglesias, yo sería uno de los que estimaría que había que pensarlo bien y que y quizás hasta aprobaría que se prefiriera una tranquila pobreza a una peligrosa ganancia.” Sabias palabras, pero pronunciadas a destiempo. Les deseo que no les ocurra lo mismo. Si sus ilustrísimas siguen con sus demasías, podrían ganar a dos o tres años más, a lo sumo ocho o nueve, si la fortuna les es propicia, siempre gobernando en medio de una zozobra desgastante. Pero tienen que pensar en que sus hijos y nietos tienen mucho más que una década por delante, y que los mismos condotieros que hoy los sostienen, no tendrán piedad en desplumarlos mañana. No conozco una sola excepción en la historia de la humanidad a esta regla. No la encontré en la de los antiguos que tanto estudié, no la vi en los eventos que protagonicé y tampoco en los que vinieron después y observé desde ultratumba, sorprendido por lo repetitivos que son los asuntos humanos, los principios que los rigen y los errores de los poderosos. Hesíodo escribió que “La mitad es más que el todo” a propósito de una herencia que disputó y que él conservó mejor que su hermano por ceñirse a ese principio. No vayan ustedes a perder esa mitad que tienen asegurada por empeñarse en retener ese todo que las sanciones les van arrebatando.
Termino repitiendo lo que en otro sitio consigné como sabio consejo: “No queráis, cegados por un poco de ambición, colocaros en una situación en la que, no pudiendo manteneros ni subir más alto, os veáis precisados a caer con gran daño vuestro y nuestro.”