15 de diciembre 2019
La noche del 13 de diciembre del 2018, fui a ver una película después de meses de no poner pie en una sala de cine. A medida que la represión del régimen de Ortega subía, me parecía obsceno disfrutar del entretenimiento. Tampoco quería dejar a la deriva mi columna de cine, así que resolvía escribiendo sobre películas que podía ver en mi casa. Nada de la repisa de DVD por ver, solo filmes disponibles en Netflix, pues tendrían que estar accesibles a cualquier lector. En el virtual estado de sitio de Nicaragua, la “normalidad” subsistía —y subsiste— de la mano con el horror. Más de 300 familias guardaban duelo por sus muertos, mientras el Gobierno insistía —e insiste— en que “todo estaba normal”. Ni ellos mismos se lo creían. Ni se lo creen.
La película que superó mi moratoria fue “Roma”, del director mexicano Alfonso Cuarón. Producida como un “original de Netflix”, estaba supuesta a estrenarse mundialmente el 22 de diciembre, a través del servicio de streaming. Sin embargo, la necesidad de cortejar al Óscar había empujado a Netflix a proyectarla en cines de Estados Unidos. Y para sembrar anticipación, también la programarían en las principales ciudades de la región. Anhelaba verla en la pantalla grande, pero Nicaragua no figuraba en las listas oficiales de territorios donde se estrenaría en cines. Para sorpresa mía, sin propaganda alguna, apareció en el sitio web de Cinemas. La tentación fue demasiado para mí.
Había evitado leer mucho sobre la película, en un intento por preservar el sentido de descubrimiento, algo cada vez más elusivo en nuestros tiempos de marketing agresivo. Sabía que era una especie de memoria personal, inspirada por la infancia de Cuarón, en la colonia Roma de Ciudad de México, a inicios de los años setenta. Y que su personaje principal estaba inspirado en su nana, interpretada por la debutante Yalitza Aparicio. Al principio, la película era lo que esperaba: una remembranza familiar, bellamente producida. Siendo un niño de los 70, la ambientación resultaba cálida e invitante. Claro, Managua nunca puede compararse con México, pero las ropas, las canciones, los ambientes y las dinámicas sociales son similares.
Poco a poco, el pasado precioso muestra sus grietas: las asimetrías económicas se cristalizan en los dilemas del trabajo doméstico al estilo latinoamericano; el matrimonio de los padres de la pareja conformada por Marina de Tavira y Fernando Grediaga se desmorona. La realidad fuera del microcosmos de la familia se manifiesta; el mundo afuera de las paredes de su cómoda casa se impone. Al principio, es banal, como el ruido de la banda de guerra que practica su desfile en las calles la Colonia. A veces, depende de la naturaleza, como el terremoto de 1970, experimentado por los personajes durante una visita a un hospital. En el peor de los casos, son los hombres los que destruyen una paz por si precaria.
No estaba listo para el momento en la realidad y la ficción colapsaron en una sola. La pantalla y el mundo afuera se hicieron uno, de la manera más literal posible. Es un episodio anecdótico, de muchos que conforman la película. La abuela (Verónica García) acompaña a Cleo para comprar una cuna para su bebé por nacer. Quiere la mala suerte que la tienda se encuentre en la calle donde un grupo de estudiantes ejecuta una manifestación de protesta. De repente, un contingente de hombres armados irrumpe en la escena. Golpean sin hacer preguntas, disparan a matar. Una muchacha tirada en el suelo llora, tratando de consolar a un compañero que muere en su regazo. Las mujeres se refugian en la tienda, pero tampoco ahí están seguras. Un estudiante entra, huyendo de dos sujetos armados. Lo matan ahí mismo, en la tienda. Uno de los sicarios es Fermín (Jorge Antonio Guerrero), padre renegado del bebé que Cleo lleva en su vientre. Él le apunta a la cara con su pistola. La fuente se rompe.
La película, narrada desde el punto de vista de Cleo, no ofrece contexto. El episodio recrea la masacre de Corpus Christi, así nombrada porque ocurrió un 10 de junio, día de la festividad del Cuerpo de Cristo para los católicos. El evento se conoce también como “El Halconazo”, en referencia al grupo paramilitar “Los Halcones”, al servicio del Gobierno de Luis Echeverría Álvarez. Los estudiantes protestaban por las reducciones al presupuesto de las universidades públicas, entre otros atentados contra la democracia. La reacción del oficialismo fue brutal. 120 jóvenes fueron asesinados por los Halcones.
Sabía que había una escena de protesta callejera por el trailer promocional, pero no estaba preparado para eso. La recreación del “Halconazo” me llevó de vuelta a la manifestación del 30 de mayo en Managua, cuando motocicletas corrían a mi lado, tratando de llevar a un hospital a un muchacho asesinado por un francotirador. Me recordó los primeros cinco días de la rebelión de abril, cuando empezaron a matar muchachos en las calles. Me recordó aquel sábado en la mañana, en que vi cómo policías y paramilitares prendieron fuego a una casa en el barrio Carlos Marx, con la familia Velásquez Pavón durmiendo adentro. Me recordó la incertidumbre que se activa cada día, cuando uno se despierta. Hoy, ¿qué va a pasar? ¿Qué nuevo horror vendrá?
Puede ser demasiado literal. Es identificación en su variable más básica: vi una manifestación brutalmente reprimida en una película, que me recordó el episodio que viví en persona. Pero hasta los críticos somos vulnerables ante el poder de la ficción. Aprendemos a tomar cierta distancia emocional para evaluar los méritos artísticos de un trabajo narrativo y estético. Pero a veces, las emociones nos sobrepasan. Esa noche, me sobrepasaron.
La aparición de Fermín es el momento más artificial del guion. Es el tipo de casualidad que ocurre “solo en las películas”. Sin embargo, la decisión de Cuarón también nos habla de una de las facetas más perversas de las dictaduras: convierten al pueblo en verdugo del pueblo. Justo ayer, un vendedor ambulante, oficioso agente de violencia, golpeó con un tubo en la cara a una anciana que protestaba en las afueras de un centro comercial. La vicepresidenta se regodea, denunciando al “oligarca” que “humilló al “humilde comerciante”. Por supuesto, no menciona que el humilde comerciante había agredido, minutos antes, a una anciana tan humilde como él, ante la vista y paciencia de la Policía.
La falacia de que existe una “oligarquía” que quiere someter al pueblo se cae por el peso de los millones que la dictadura ha robado. Los “nuevos ricos” del orteguismo se han matriculado en un sistema artificial, que depende exclusivamente de la violencia. Una minoría acumula riqueza, mientras compra con migajas la complicidad de unos cuantos. Suena como “oligarquía”, pura y dura, aunque declame consignas revolucionarias y se apropie del concepto de “pueblo”.
“Roma” no me sirvió como escape. Esa noche me fui a dormir tenso, como cualquier otra noche desde el 18 de abril del 2018. Mientras tanto, a unos cuantos kilómetros, decenas de policías asaltaban mi oficina y robaban archivos, computadoras y equipos de televisión. La noche siguiente, el 14 de diciembre, regresaron para tomarse el edificio entero. Todavía están ahí.
Ahora, exiliado, he vuelto a ir al cine con regularidad. Aprovecho el acceso privilegiado a películas que escapan de la tiranía de las políticas de distribución internacional. Veo clásicos que siempre quise ver, obtusos ejercicios intelectuales y dramas en lenguajes impenetrables sin subtítulos. Creo que este año he visto casi 200 películas. Pero mentiría si les dijera que no extraño escaparme al mediodía del trabajo, para ir al Cinema a ver un éxito taquillero mediocre en una sala desierta. He querido volver a ver “Roma”. Esta ahí, en Netflix. Pero no tengo fuerzas para hacerlo.