17 de noviembre 2019
Bolivia es un cruce de caminos de la política latinoamericana. En ese país andino, sin costas, con poco más de 11 millones de habitantes —la misma población de Cuba, pero diez veces su extensión—, en su mayoría perteneciente a alguna etnia originaria, se dirimen las tendencias centrales de la región: racismo e indigenismo, neoliberalismo y desarrollismo, democracia y autoritarismo.
Se recuerda en estos días que Bolivia posee uno de los mayores récords de golpes de Estado. Pero no se dice que también es un país marcado por revoluciones y revueltas populares. En Bolivia se produjo una de las revoluciones emblemáticas del siglo XX, la de Víctor Paz Estenssoro, Hernán Siles Suazo y el MNR en 1952, que decretó la reforma agraria y la nacionalización minera.
También fue Bolivia escenario de la mítica guerrilla del Che Guevara, desmantelada por un régimen militar surgido de un golpe de Estado a mediados de los años 60. Ese régimen militar, a principios de la década siguiente, dio paso a la breve experiencia del proyecto nacionalista revolucionario del general Juan José Torres, que avanzó aún más en la nacionalización minera.
Desde la Revolución de 1952 en Bolivia surgió un militarismo de izquierda, que corre paralelo al golpismo de derecha, personificado por Hugo Banzer. A partir de los 80 se consolida también un activismo de movimientos sociales obreros, campesinos, indígenas y vecinales, dentro de los que habría que ubicar dos componentes del proyecto del Movimiento al Socialismo (MAS) de Evo Morales: el katarismo indigenista y el sindicalismo cocalero.
La explosión social de 2003, que siguió al aumento de impuestos del gobierno de Gonzalo Sánchez de Losada, permitió constatar la fuerza de aquellos movimientos sociales. Sánchez de Losada renunció bajo la presión callejera del MAS, la Central Obrera, la Confederación Sindical Única campesina y el Movimiento Indígena Pachakuti. La llegada al poder de Evo Morales en 2005 fue en hombros de aquellas organizaciones.
Desde fines del siglo XX en América Latina, las fronteras entre los golpes de Estado clásicos (Huerta, Batista, Castillo Armas, Pinochet, Videla…) y las revueltas cívico-militares se han vuelto borrosas. De ese tipo híbrido, mezcla de revuelta popular e intervención del Ejército, fue el golpe que derrocó a Morales el pasado 10 de noviembre. La insistencia de un sector de la opinión pública latinoamericana, ligado al bloque bolivariano, en que se trató de un “golpe de Estado militar” clásico es engañosa e interesada.
En las horas que siguieron a la renuncia del presidente, medios de comunicación y redes sociales se llenaron de mensajes que establecían analogías con los golpes clásicos. Había un marcado interés en borrar diferencias, en establecer, ahistóricamente, que sólo existe un tipo de golpe en América Latina. Esa simplificación iba en contra, incluso, de las propias adjetivaciones del bloque bolivariano, que habla con frecuencia de “golpes blandos y continuados”.
No todos los actores involucrados en la oposición heterogénea y, a veces, inconexa al gobierno de Morales son golpistas. De hecho, algunos que hoy son asumidos como líderes del golpe, como el general Williams Kaliman o Luis Almagro, apoyaron la reelección de Evo. Si el debate sobre el tipo de golpe que se produjo en Bolivia tiene sentido, ya el comportamiento golpista del gobierno interino está fuera de duda. Su revanchismo cristiano, racista, censor y represivo es propio de derechas reaccionarias.
Por eso resulta tan alentador que el MAS haya regresado a la Asamblea Legislativa Plurinacional, que haya elegido a su nueva dirigencia y que anuncie que designará candidatos para la próxima contienda electoral. Si el MAS no opta por la guerra civil y el levantamiento popular contra el golpe, que algunos le recomiendan irresponsablemente, hay posibilidades de retorno al cauce constitucional en Bolivia.