Guillermo Rothschuh Villanueva
10 de noviembre 2019
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Los medios contribuyen a la consolidación democrática. Muchos gobernantes se muestran renuentes al escrutinio. Son refractarios a la crítica.
Los medios contribuyen a la consolidación democrática. Muchos gobernantes se muestran renuentes al escrutinio de la prensa. Son refractarios a la crítica.
La crisis que vive la prensa en el continente americano constituye un enorme desafío, los políticos continúan demostrando rechazo y desprecio a sus cuestionamientos. Encabezan las cruzadas de animadversión. Están situados en primera fila. No ocultan su antipatía, más bien sienten que llegó la hora de hacerlo de cara al escenario. Nada nuevo dirán algunos. Las desavenencias entre los políticos y prensa se pierden en el tiempo. Las divergencias hoy en día tienen un carácter distinto. Son el resultado inevitable del desarrollo de las tecnologías de comunicación. Un salto prodigioso. Eso obliga a formular un antes y un después. Si antes, en la mayoría de los casos se negaban en aceptar sus críticas, hoy existe un elemento adicional: disponen de un gran número de dispositivos que les permiten obviar su existencia. Están más que conscientes.
Uno de los dolores de cabeza de la clase política se debía a la imposibilidad de irradiar su discurso, necesitaban contar previamente con la anuencia de periódicos, radios y televisoras. Sus quejas usuales eran sentirse víctimas de las decisiones de los editores. Entre las más comunes: la falta de interés o el poco espacio concedido a sus intervenciones, la tergiversación de sus declaraciones, la manipulación deliberada de los datos y el ocultamiento constante de parte medular de sus propuestas. Se sentían víctimas del poder de vida o muerte que disponían medios y periodistas a la hora de decidir que incluir o excluir en sus informaciones. Meterse con los medios equivalía a violentar la libertad de expresión. Si lo hacían, no había forma de escapar a sus señalamientos de atentar contra un derecho humano fundamental.
La creación en 1991 de la World Wide Web (Web) marcó el deslinde. El primero en sentirse agraviado fue The New York Times, al mostrarse incapaz de asimilar las críticas provenientes de las redes. El monopolio de los medios en el acopio y difusión de información les era arrebatado. Un paso al frente. La revolución científico-técnica deparaba nuevas sorpresas en el ámbito de la información y comunicación. La explosión de las redes sociales a partir de 1997 supuso un cambio sustantivo en el universo mediático. Apareció Facebook (2004) y después vinieron en cascadas las más conocidas: YouTube (2005), Twitter (2006), Instagram (2010). Nuevos actores mediáticos hacían aparición. El estatuto profesional de los periodistas empeoraba. La televisión lo había hecho trastabillar. Las redes amenazan con desparecerlo.
La hostilidad contra los medios se agravó después del destape del Watergate. El trabajo de la prensa fue determinante para deponer al presidente de Estados Unidos. Una verdad incuestionable. Bob Woodward y Carl Bernstein, dos jóvenes miembros del equipo periodístico de The Washington Post, develaron ante el mundo las tropelías de Richard Nixon. La prensa escrita vivía su mejor momento. Enfurecido por la hazaña de los dos periodistas, el vicepresidente, Spiro T. Agnew alegó que contrario a lo que ocurría con los periodistas, los presidentes en Estados Unidos, sus senadores y congresistas, tenían que ser electos para ostentar sus cargos y estaban obligados a rendir cuenta ante los electores. Los medios iban por la libre. Nunca respondían ante nadie por sus desaciertos y mentiras. Gozaban de una posición privilegiada.
Los políticos necesitaban negociar con los medios sus intervenciones, igual que con los periodistas, esos incómodos metiches. El vicepresidente Al Gore (1993), declaró que los medios tenían plena libertad para entrevistarle, lo innegociable para él era la fotografía. El ángulo que debería salir en los periódicos y en la televisión él lo decidía. La televisión había arrebatado parte de su poder a los políticos. El ascendiente de los medios impresos había mermado. Durante las elecciones presidenciales de 1960, en la que resultó electo John F. Kennedy, la televisión había mostrado su señorío. A la vez que se ubicaba como el medio con mayor autoridad, arrebataba a la clase política buena parte de su influencia. No había manera de saltarse su existencia en la búsqueda por ganarse la mente y los corazones de las personas. Hoy todo luce diferente.
Las redes estremecieron desde sus raíces a las formas de hacer periodismo, despojaron a la televisión de su hegemonía y dotaron a los políticos de un poder del que habían carecido históricamente. Por vez primera alcanzaban la aspiración de su vida. No tenían que negociar absolutamente nada. Se sentían dichosos, las redes permiten propulsar sin cortapisas cualquier discurso. No se requiere limitar su extensión ni interferir en su contenido. Los filtros desaparecen. Los mediadores sobran. Las redes facilitan en extremo sus intervenciones. Especialmente ahora que nadie discute su condición de medios de comunicación. El crecimiento exponencial de usuarios se traduce en la captación de un universo mayor. Algo que provoca fruición entre sus filas. La prescindencia de los medios había llegado. A celebrarlo, pues.
El rechazo visceral de la clase política contra medios y periodistas son contagiosos. Primero Donald Trump ordenó a la Casa Blanca cancelar las suscripciones de The New York Times y de The Washington Post. Después el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, anuló las suscripciones de Folha d. S Paulo. Los diarios más incidentes en sus respectivos países. Trump los acusó de mentirosos. ¡Quien lo dice! Las urticarias que le provocan los desmentidos de The Washington Post y los cuestionamientos de The New York Times, no logra asimilarlos. Su manifiesta arrogancia y el desprecio por quienes se atreven a rectificar sus mentiras, hace que actué de manera compulsiva. Sus exabruptos son continuos. Aunque la orden de prescindir de ambos medios fue una medida que venía madurando desde hace algún tiempo, con Twitter le sobra y basta.
La orden de Bolsonaro fue dirigida a todo el gobierno federal. Su determinación ocurrió una semana después que Trump tomara esta medida. El malestar de Bolsonaro obedece a las mismas razones: no acepta las críticas que este medio hace de su gestión política. Le agrio la gira por Arabia Saudita y China. No pudo soportar la revelación hecha por la Folha d. S Paulo. Su nombre aparece mencionado en la muerte de la política de izquierda Marielle Franco. Tradujo su inconformidad en una acción virulenta y de mayor alcance a la decisión tomada por Trump. Estamos frente a dos manifestaciones hostiles contra la prensa, ambas posibilitadas por la existencia de las redes sociales. Los medios han tendido a debilitarse. El uso de las redes continuará multiplicándose. Estamos frente a transformaciones irreversibles.
En el colmo de su resentimiento, Bolsonaro arremetió también contra Globo. Como Júpiter tronante, manifestó: “Hablaremos en 2022… más os vale que para entonces esté muerto porque el proceso de renovación no será una persecución, pero no habrá atajos para vosotros ni ningún otro”. Una prueba contundente de la forma insidiosa que ciertos mandatarios perciben la labor de la prensa. Un desplante desmedido. Durante las elecciones que lo condujeron a la presidencia, Bolsonaro se asistió fundamentalmente de las redes sociales. Prescindió de los medios de comunicación. Estas actitudes ponen en sobre aviso a la prensa a nivel mundial. A diferencia de quienes utilizan las redes, los medios cimentan su prestigio en la credibilidad que gozan. En su talante ético. Mentir supondría una idéntica conducta a quienes critican.
El encono de Bolsonaro es todavía mayor: alcanza a los anunciantes. Su autoritarismo lo condujo a mandar a poner la barba en remojo de los empresarios. A través de Facebook sentenció: “Y quien se anuncia en Folha, que preste atención, ¿correcto?”. ¿Cómo sentirían la estocada los anunciantes? ¿Lograría amedrentarles? ¿Se acobardaron? ¿A qué obedece esta amenaza? ¿Será porque reciben demasiadas granjerías del Poder Ejecutivo? Qué esto ocurra en un país como Estados Unidos resulta inaudito. Sus ciudadanos y gobiernos han sido firmes abanderados en la defensa y respeto de la libertad de expresión. El campeón del liberalismo discursivo viene en barreno. Los hechos hablan. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué Facebook puede darse el lujo de publicar y mantener informaciones a sabiendas de su falsedad? Una aberración.
Zuckerberg declaró ante la Cámara de Representantes de Estados Unidos, que Facebook no eliminará propaganda por mucha mentira que destilen. ¿La libertad de expresión permite a los propietarios de las redes actuar sin atenerse a ningún predicado jurídico o ético? Textos constitucionales de muchos países exigen a los medios informar con responsabilidad. ¿A quién corresponde proteger al ciudadano ante los excesos de unas plataformas desbocadas? Las redes se han convertido en propulsoras de mentiras. Ningún ciudadano o empresa debería proceder descaradamente. La libertad de expresión impone límites. El más importante: no mentir. Si no se cautela este derecho, la ciudadanía queda en desamparo, hecho que beneficia a la clase política. Son los primeros en propalar mentiras. Sobre todo, ahora.
Muchos gobernantes continúan negándose a aceptar la función de contrapeso que ejercen los medios. Se muestran renuentes al escrutinio. Son refractarios a la crítica. Los medios contribuyen a la consolidación democrática. Promueven y propician el debate público. Durante los últimos treinta años asistimos a procesos galopantes de concentración mediática. La desaparición de la propiedad cruzada confirió a los dueños de medios —sobre todo a las plataformas digitales— un poderío sin igual. Facebook ni siquiera acepta y cumple las disposiciones legales con que operan los medios. Todos los intentos realizados por moderar su actuación han fracasado. Ninguna institución —cualquiera que sea su naturaleza— debe operar por encima de la sociedad. Pesos y contrapesos forman parte del juego democrático.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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