9 de noviembre 2019
BERLÍN – La caída del Muro de Berlín, en la noche del 8 de noviembre de 1989, aceleró en forma drástica y repentina el colapso del comunismo en Europa. El fin de las restricciones al movimiento de personas entre Alemania del este y del oeste asestó un golpe mortal a la sociedad cerrada de la Unión Soviética y fue un triunfo de las sociedades abiertas.
Yo ya llevaba un decenio dedicado a lo que denomino mi filantropía política, tras convertirme en defensor del concepto de sociedad abierta, imbuido en mí por Karl Popper, mi mentor en la London School of Economics. Popper me había enseñado que el conocimiento perfecto es inalcanzable, y que las ideologías totalitarias, que se proclamaban dueñas de la verdad última, sólo podían prevalecer por medios represivos.
En los ochenta ayudé a disidentes en todo el imperio soviético, y en 1984 conseguí crear una fundación en mi Hungría natal, para dar apoyo financiero a actividades no emanadas del Estado monopartidista. La idea era que alentar actividades extrapartidarias concientizaría a la gente sobre la falsedad del dogma oficial; y funcionó de maravillas. Con un presupuesto anual de 3 millones de dólares, la fundación llegó a ser más fuerte que el Ministerio de Cultura.
La filantropía política me entusiasmó y, a la par del colapso del imperio soviético, fui creando fundaciones en un país tras otro. Mi presupuesto anual creció de 3 millones de dólares a 300 millones en pocos años. Eran tiempos excitantes. Las sociedades abiertas estaban en el apogeo y la cooperación internacional era el credo dominante.
Treinta años después, la situación es muy diferente. La cooperación internacional ha tropezado con grandes obstáculos, y el nuevo credo dominante es el nacionalismo, que hasta ahora se ha mostrado mucho más poderoso y disruptivo que el internacionalismo.
Pero no era un resultado inevitable. Tras la caída de la Unión Soviética en 1991, Estados Unidos quedó como la única superpotencia, pero no estuvo a la altura de las responsabilidades que esa posición le confería. Se interesó más por cosechar los frutos de su victoria en la Guerra Fría, y omitió extender su ayuda a los países que habían integrado el bloque soviético y que ahora padecían terribles penurias. Adhirió pues a las recetas del neoliberal Consenso de Washington.
Fue entonces cuando China inició su asombroso proceso de crecimiento económico, posibilitado por su ingreso (con apoyo de Estados Unidos) a la Organización Mundial del Comercio y las instituciones financieras internacionales. Al final, China reemplazó a la Unión Soviética como rival potencial de Estados Unidos.
El Consenso de Washington daba por sentado que los mercados financieros son capaces de corregir sus propios excesos, y que si no lo hicieran, los bancos centrales se encargarían de las instituciones fallidas, fusionándolas en otras más grandes. Dicha creencia fue un error, como demostró la crisis financiera global de 2007‑08.
La debacle de 2008 puso fin al dominio global indiscutido de Estados Unidos y colaboró enormemente con el ascenso del nacionalismo; además, volvió las tornas contra las sociedades abiertas. La protección que recibían de Estados Unidos era indirecta y a veces insuficiente, pero su ausencia las dejó vulnerables a la amenaza del nacionalismo. Me llevó algún tiempo darme cuenta, pero las pruebas eran indiscutibles. En todo el mundo las sociedades abiertas pasaron a la defensiva.
Quisiera creer que el punto más bajo se alcanzó en 2016, con el referendo británico por el Brexit y la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, pero no hay modo de saberlo todavía. Las perspectivas de las sociedades abiertas se ven agravadas por el desarrollo excepcionalmente veloz de la inteligencia artificial, capaz de crear instrumentos de control social que pueden ser útiles a los regímenes represivos y un riesgo mortal para las sociedades abiertas.
Por ejemplo, el presidente chino Xi Jinping ha comenzado a crear un “sistema de crédito social”. Si llegara a completarlo, el Estado tendría control total de sus ciudadanos. Es inquietante que la población china encuentre atractivo este sistema, porque le brinda servicios que antes no existían, promete poner freno a la delincuencia y ofrece a la ciudadanía una guía para evitarse problemas. Todavía más inquietante es que China podría vender el sistema de crédito social en todo el mundo a dictadores en potencia, que entonces se volverían políticamente dependientes de Beijing.
Felizmente, la China de Xi tiene un talón de Aquiles: depende del suministro estadounidense de los microprocesadores que necesitan las empresas de 5G, como Huawei y ZTE. Pero por desgracia, Trump ya mostró que para él los intereses personales vienen antes que los nacionales, y el estándar 5G no es la excepción. Ambos gobernantes tienen problemas políticos internos, y Trump ha convertido a Huawei en moneda de cambio para las negociaciones comerciales con Xi.
El final de todo esto es impredecible, porque depende de un sinfín de decisiones que todavía no se han tomado. Vivimos en tiempos revolucionarios, en los que la gama de posibilidades es mucho más amplia de lo habitual y el resultado es todavía más incierto que en tiempos normales. En lo único que podemos confiar es en nuestras convicciones.
Mi compromiso con los objetivos de las sociedades abiertas sigue firme, gane o pierda: esa es la diferencia entre trabajar para una fundación y tratar de ganar dinero en la bolsa.
Créditos: Project Syndicate