16 de octubre 2019
CAMBRIDGE – En el momento de euforia que siguió inmediatamente al colapso de la Unión Soviética, pocos hubieran adivinado que Ucrania (un país industrializado con una fuerza laboral educada y vastos recursos naturales) padecería estancamiento por los próximos 28 años. En ese mismo lapso, la vecina Polonia, que en 1991 era más pobre que Ucrania, consiguió casi triplicar su PIB per cápita (medido en términos de paridad del poder adquisitivo).
La mayoría de los ucranianos saben por qué se quedaron atrás: su país es uno de los más corruptos del mundo. Pero la corrupción no sale de la nada, así que la pregunta real es cuál es su causa.
Como en las otras repúblicas soviéticas, en Ucrania el poder estuvo mucho tiempo concentrado en manos de las élites del Partido Comunista, a menudo designadas por el Kremlin. Pero el Partido Comunista ucraniano era prácticamente un trasplante de su homólogo ruso y en general operaba a costa de los ucranianos nativos.
Además, como en la mayoría de las otras antiguas repúblicas soviéticas (con la notable excepción de los países bálticos), la transición poscomunista de Ucrania la dirigieron antiguos miembros de las élites comunistas que se reinventaron como líderes nacionalistas. No hay lugar del mundo donde esto haya funcionado. Y en el caso de Ucrania, se vio agravado por una lucha constante por el poder entre élites comunistas rivales y las oligarquías que ayudaron a crear y propagar.
El predominio de las diversas facciones en pugna llevó a que Ucrania fuera capturada por lo que hemos denominado instituciones extractivas: ordenamientos sociales que dan poder a un sector acotado de la sociedad y dejan al resto privado de voz política. Al desnivelar permanentemente el campo de juego económico, estos ordenamientos desalentaron la inversión y la innovación que se necesitan para un crecimiento sostenido.
La corrupción solo se puede entender con referencia a este contexto institucional más amplio. Incluso si en Ucrania los cohechos y conflictos de interés hubieran estado controlados, las instituciones extractivas no habrían dejado de obstaculizar el crecimiento. Es lo que sucedió, por ejemplo, en Cuba, donde tras su llegada al poder Fidel Castro puso freno a la corrupción del régimen anterior, pero instituyó otra clase de sistema extractivo. A la manera de una infección secundaria, la corrupción amplifica las ineficiencias creadas por las instituciones extractivas. Y esta infección ha sido particularmente virulenta en Ucrania, debido a la completa pérdida de confianza en las instituciones.
Las sociedades modernas dependen de una compleja red de instituciones para la solución de disputas, la regulación de los mercados y la asignación de recursos. Estas instituciones no pueden cumplir la función que les corresponde si no cuentan con la confianza de la gente. En cuanto la ciudadanía ordinaria comienza a dar por sentado que el éxito depende de conexiones y sobornos, ese supuesto se transforma en una profecía autocumplida. Los mercados dejan de ser imparciales, la justicia se torna transaccional y los políticos se venden al mejor postor. Con el tiempo, la “cultura de la corrupción” impregna toda la sociedad. En Ucrania no se salvan ni siquiera las universidades: la compra y venta de títulos es moneda corriente.
Aunque la corrupción es más un síntoma que una causa de los problemas de Ucrania, no habrá una mejora de las condiciones mientras no se erradique la cultura de la corrupción. Podríamos suponer que para esto basta un Estado fuerte, con medios para erradicar a políticos y empresarios corruptos, pero lamentablemente, no es tan simple. Como muestra la campaña anticorrupción del presidente chino Xi Jinping, la acción verticalista suele convertirse en una caza de brujas contra los opositores políticos del Gobierno, en vez de un combate a la corrupción en general. No hace falta decir que la aplicación de una doble vara no puede ser una forma eficaz de crear confianza.
En cambio, un combate eficaz a la corrupción demanda el firme involucramiento de la sociedad civil. El éxito depende de aumentar la transparencia, garantizar la independencia del poder judicial y empoderar a la ciudadanía ordinaria para que expulse a los políticos corruptos. Al fin y al cabo, la característica distintiva de la transición poscomunista en Polonia no fue la presencia de un liderazgo verticalista eficaz o la introducción del libre mercado, sino el involucramiento directo de la sociedad polaca en la creación desde la base de las instituciones poscomunistas del país.
Es verdad que muchos de los economistas occidentales que aterrizaron en Varsovia después de la caída del Muro de Berlín defendieron una liberalización de mercados verticalista. Pero esas primeras rondas de “terapia de shock” occidental generaron despidos y quiebras generalizados, y eso provocó una amplia respuesta social liderada por los sindicatos. Los polacos salieron a las calles, y la frecuencia de huelgas se disparó, de unas 215 en 1990 a más de 6000 en 1992 y más de 7000 en 1993.
Contra la opinión de los expertos occidentales, el Gobierno polaco canceló las políticas verticalistas y se concentró en crear consenso político en torno de una visión de reforma compartida. Se convocó a los sindicatos a la mesa de negociación, se asignaron más recursos al sector estatal y se introdujo un nuevo impuesto progresivo sobre la renta. Estas respuestas del Gobierno fueron las que inspiraron confianza en las instituciones poscomunistas. Y con el tiempo, esas instituciones evitaron que oligarcas y exmiembros de las élites comunistas capturaran la transición y extendieran y normalizaran la corrupción.
En cambio, Ucrania (lo mismo que Rusia) recibió la dosis completa de “privatización” y “reforma de mercado” verticalista. No hubo ni amago de empoderar a la sociedad civil, y como era previsible, la transición fue capturada por oligarcas y remanentes de la KGB.
¿Es todavía factible una movilización de toda la sociedad en un país que sufrió tanto tiempo como Ucrania un liderazgo corrupto e instituciones extractivas? La respuesta corta es “sí”. Ucrania alberga una población joven y políticamente comprometida, como vimos en la Revolución Naranja de 2004‑2005 y en la Revolución de la Plaza de la Independencia en 2014. Y en particular, el pueblo ucraniano comprende que es necesario erradicar la corrupción para crear instituciones mejores. Su nuevo presidente, Volodymyr Zelensky, hizo campaña con la promesa de combatir la corrupción y ganó las elecciones por amplia mayoría. Ahora debe iniciar el proceso de limpieza.
Los intentos del presidente estadounidense Donald Trump de involucrar a Ucrania en sus propios manejos turbios ofrecen a Zelensky la oportunidad perfecta para hacer un gesto simbólico. Debe negarse públicamente a tener tratos con los estadounidenses hasta que estos solucionen sus propios problemas de corrupción (incluso si esto implica rechazar ayudas contaminadas).
Al fin y al cabo, hoy Estados Unidos es uno de los países con menos derecho a dar a Ucrania sermones sobre corrupción. Antes de eso, sus tribunales y votantes tendrían que dejar claro que los ilícitos, ataques a las instituciones democráticas y abusos de confianza pública de la administración Trump no prevalecerán. Solo entonces Estados Unidos será un ejemplo digno de ser imitado.
Daron Acemoglu es profesor de Economía en el MIT. James A. Robinson es profesor de Conflicto Global en la Universidad de Chicago. Son coautores de The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty (hay traducción al español: El pasillo estrecho: estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad). Copyright: Project Syndicate, 2019.