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El espíritu de los violentos

Una horrorosa ironía: los mismos que prometieron recuperar la grandeza de sus países son los que más hicieron por destruir aquello que los hizo grandes

"Traición a la nación"

Ian Buruma

11 de octubre 2019

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NUEVA YORK – El difunto Alan Clark (un político británico de la era de Margaret Thatcher, famoso por mujeriego y por sus ideas muy de derecha) me dijo cierta vez que lamentaba la decadencia del espíritu combativo británico, constructor de imperios y vencedor de guerras. Medio en broma, le sugerí que tal vez ese talante agresivo subsistiera entre los hooligans del fútbol británico, saqueadores de estadios y ciudades extranjeras. Clark me respondió con mirada ensoñada que de hecho era algo que “podía explotarse en formas útiles”.

Lo que entonces parecía ligeramente escandaloso hoy es penosamente real. Por que hoy, el espíritu de los violentos se explota. El terrorismo de derecha está en alza en el Reino Unido (mientras que la violencia islamista está en retroceso, al menos por ahora). Los políticos británicos que se oponen a que el RU se vaya por las malas de la Unión Europea sin un acuerdo reciben amenazas de muerte, o peor. Jo Cox, una parlamentaria laborista y opositora declarada al Brexit, fue asesinada en 2016 por un hombre que le disparó y la acuchilló varias veces mientras gritaba “¡Gran Bretaña primero!”.

Y no pasa solo en el RU. En Estados Unidos, grupos de extrema derecha provocaron disturbios en lugares como Charlottesville y Pittsburgh, acompañados por gritos de batalla como “los judíos no nos reemplazarán” (donde el “nos” se refiere a gente cristiana y blanca). El autocrático presidente brasileño Jair Bolsonaro ensalza abiertamente la tortura. Incluso en Alemania, el extremismo violento está en ascenso, especialmente en áreas que formaron parte de lo que fue la Alemania Oriental comunista. En la India, el primer ministro Narendra Modi se mostró indiferente (en el mejor de los casos) ante actos de violencia política por parte de extremistas de religión hindú, generalmente contra musulmanes.

Dictadores y demagogos siempre han explotado los resentimientos obsesivos de personas que consideran que la vida las trató mal. Hay quienes se sienten naturalmente atraídos a la violencia; bastan las circunstancias correctas y esas ansias se liberan.


Esto en parte se ve alentado por la tecnología. El odio y la agresión que antes se escondían, o estaban confinados a los estadios de fútbol, hoy se pueden expresar abiertamente y comunicarse de inmediato a millones de personas de ideas similares a través de Internet. Esta forma de comportamiento colectivo no es exclusividad de la ultraderecha. La agresión movida por la superioridad moral también puede brotar en la izquierda, lo mismo que el antisemitismo. Hay mucho de esto en el Partido Laborista británico, por ejemplo.

Lo que resulta particularmente perturbador en relación con el aumento de la violencia política en países como el RU y Estados Unidos es que gobernantes democráticamente elegidos la alientan activamente. El presidente Donald Trump dice que la prensa es “el enemigo del pueblo”; exhortó a sus simpatizantes a “moler a palos” a opositores en uno de sus mitines; y a cuatro congresistas pertenecientes a minorías étnicas les dijo que se fueran a sus países (todas menos una nacieron en Estados Unidos). Hace poco, amenazó indirectamente con tomar represalias violentas contra la persona que denunció en forma anónima sus intentos de convencer al presidente de Ucrania para que buscara información comprometedora sobre el ex vicepresidente Joe Biden (uno de los principales candidatos a enfrentarlo en la elección de 2020) y su hijo Hunter Biden. No sorprende que un jefe de policía de Nueva Jersey (que dijo que Trump era “la última esperanza de los blancos”) aparentemente se haya tomado muy en serio esas incitaciones (está acusado de golpear la cabeza de un joven negro contra el marco de una puerta).

El primer ministro británico Boris Johnson tiene mucha más labia y educación que Trump, pero no deja de llamar traidores (o colaboradores de potencias extranjeras) a quienes se opongan a su política para el Brexit. Según sus propias palabras, un proyecto de ley que permitiría al Parlamento evitar un Brexit sin acuerdo es “la ley de la rendición”. Cuando la congresista Paula Sherriff criticó el vocabulario empleado por el primer ministro en el Parlamento, mencionando que los parlamentarios son blanco frecuente de amenazas de muerte y maltratos por parte de personas que hablan así, Johnson replicó que “nunca antes había oído tantas tonterías”.

El peligro de esta clase de retórica no es solamente que lleva a personas violentas a sentirse libres para poner en práctica sus impulsos brutales. Al fin y al cabo, si el presidente o el primer ministro dicen que hay traidores entre nosotros, no solo es permisible atacarlos, sino que es nuestro deber patriótico. Y no se trata tampoco de que el lenguaje despectivo sea una descortesía, ya que eso es muy común en el discurso democrático, en todos los bandos, a pesar de las reglas informales para ocultarlo (como llamar “ilustre amigo” a un parlamentario).

La consecuencia más grave de la introducción de la violencia en la política (aunque solo sea verbal) es que provoca un serio daño a la democracia liberal. Una democracia representativa no puede funcionar adecuadamente si adversarios políticos se comportan como si fueran enemigos a muerte. Los políticos deben tratar de defender los intereses de sus electores mediante la argumentación y la negociación. Pero negociar con enemigos y traidores es tan imposible como para un creyente negociar aquello que considera sagrado.

Que incluso las democracias más antiguas, por ejemplo Estados Unidos y el RU, estén cada vez más atravesadas por odios tribales obedece a muchos motivos. Hoy la política tiene que ver menos con los intereses y más con la cultura, la identidad y la agitación de emociones furiosas en las infinitas cámaras de eco de Internet; y no se puede echar la culpa de todo esto a los políticos. Pero cuando los líderes políticos explotan deliberadamente esas fracturas y azuzan todavía más las emociones hostiles, les provocan un daño inmenso a las instituciones que garantizan la libertad y la seguridad de las personas.

No hay modo de saber si la violencia amainará cuando los Trump, los Johnson, los Modi y los Bolsonaro se hayan ido. Dependerá, obviamente, de quiénes los reemplacen. Pero cuando la gente se siente con licencia para violar todas las normas de la conducta civilizada, porque los más altos dirigentes políticos ya lo hicieron, es muy difícil revertirlo. La horrorosa ironía de nuestros tiempos es que los mismos que prometieron recuperar la grandeza de sus países son los que más hicieron por destruir aquello que los hizo grandes en primer lugar.

*Ian Buruma es autor de A Tokyo Romance: A MemoirCopyright: Project Syndicate, 2019.


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Ian Buruma

Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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