10 de octubre 2019
PRINCETON – “¡Esto está mal!”. Con estas palabras comienza un discurso de cuatro minutos, el más poderoso que oí en mi vida. Las dijo Greta Thunberg, la adolescente sueca activista por el clima, en la Cumbre de las Naciones Unidas sobre la Acción Climática del mes pasado. Fueron la continuación de una semana de huelgas y marchas por el clima en las que se calcula que participaron unos seis millones de personas.
Los manifestantes eran predominantemente los jóvenes que tendrán que enfrentar una parte mayor de los costos del cambio climático que los líderes mundiales a los que Thunberg les hablaba. De modo que su tono de indignación fue adecuado, así como el leitmotiv de su discurso: “¿Cómo se atreven?”. Acusó a la dirigencia internacional de robarse los sueños de los jóvenes con palabras huecas. ¿Cómo se atreven a decir que están haciendo suficiente? ¿Cómo se atreven a fingir que es posible mantener la trayectoria actual y usar soluciones tecnológicas que todavía no existen para resolver el problema?
Thunberg justificó su indignación señalando que la evidencia científica del cambio climático se conoce hace 30 años. Pero mientras el tiempo para una transición a una economía sin emisión neta de gases de efecto invernadero se agotaba, la dirigencia internacional miraba para otro lado. Ahora (como señaló Thunberg) hasta el esfuerzo heroico de reducir las emisiones a la mitad en los próximos diez años apenas nos da un 50% de probabilidades de mantener el calentamiento global por debajo de 1,5 °C.
Superar ese límite supone el riesgo de iniciar ciclos de retroalimentación incontrolables que llevarán a más calentamiento, más ciclos de retroalimentación y todavía más calentamiento. Thunberg citó el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que indica que para reducir el riesgo de superar los 1,5 °C a una probabilidad de uno en tres, tenemos que limitar las emisiones mundiales de dióxido de carbono a 350 gigatoneladas de aquí a 2050. Al ritmo actual, superaremos ese límite en 2028.
En el Índice de Desempeño frente al Cambio Climático, todavía ningún gobierno del mundo alcanzó la calificación “muy bueno” en protección del clima. Los países mejor situados son Suecia, Marruecos y Lituania, seguidos a corta distancia por Letonia y el Reino Unido. Estados Unidos está entre los cinco últimos, junto con Arabia Saudita, Irán, Corea del Sur y Taiwán.
La cuestión ética no es difícil de evaluar. Para los países ricos, que son responsables por la mayor parte del CO2 ya emitido a la atmósfera, no puede haber justificación ética para seguir emitiendo gases de efecto invernadero a un ritmo per cápita muy superior al de los habitantes de países de bajos ingresos que sufrirán la mayor parte del cambio climático. Imponerles una probabilidad de uno en tres de un calentamiento superior a 1,5 °C es una especie de ruleta rusa en la que apoyamos un revólver en las cabezas de decenas o tal vez cientos de millones de personas en países de bajos ingresos, con la salvedad de que entre las seis recámaras del revólver, en vez de una sola bala, pusimos dos. Para países ricos, por otra parte, la necesaria transición a una economía limpia supone algunos costos transicionales, pero a largo plazo salvará vidas y beneficiará a todos.
¿Cómo se llega allí? El discurso de Thunberg termina en tono optimista: “No dejaremos que se salgan con la suya. Aquí y ahora es donde trazamos la línea. El mundo está despertando. Y el cambio ya está en marcha, les guste o no”.
¿Pueden los jóvenes realmente hacer que el mundo advierta la urgencia de cambiar de rumbo? ¿Pueden convencer a sus padres? Las huelgas escolares seguro que molestan a los padres (sobre todo si tienen que encontrar quien cuide a sus hijos) pero, ¿influirán en la dirigencia política? ¿Qué se puede hacer para mantener la atención puesta sobre el clima hasta que los gobiernos se tomen en serio reducir el riesgo de una catástrofe?
“Rebelión contra la Extinción”, un movimiento internacional que nació el año pasado con una Declaración de Rebelión en Londres, promueve la desobediencia civil. Propone que miles de activistas bloqueen rutas y sistemas de transporte en grandes ciudades del mundo, no durante un día, sino el tiempo suficiente para imponer un costo económico real a los gobiernos y a las élites empresariales, siempre con una estricta disciplina de no violencia incluso en caso de represión estatal.
El primero que usó la desobediencia civil como parte de un movimiento de masas fue Mahatma Gandhi (de cuyo nacimiento este mes se cumplen 150 años), primero en Sudáfrica y después en la India. En los Estados Unidos, su proponente más famoso fue Martin Luther King, Jr., como parte de la lucha contra la segregación racial. La desobediencia civil (junto con otras formas de protesta) ayudó a poner fin a la Guerra de Vietnam. En todos estos ejemplos, hoy en general se considera que la apelación a la desobediencia civil fue valiente y justa. Hay estatuas de Gandhi en todo el mundo, y en Estados Unidos, el cumpleaños de King es fiesta nacional.
El fracaso de los gobiernos en la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero no es menos inmoral que el dominio británico de la India, la discriminación contra los afroamericanos o la guerra en Vietnam, y es probable que cause mucho más daño. De modo que también sería justo apelar a la desobediencia civil, si así se puede persuadir a los gobiernos para que escuchen a la ciencia y hagan lo que sea necesario para evitar un cambio climático catastrófico.
Quizá haya otras formas eficaces de protesta no violenta que nadie probó todavía. Thunberg se hizo conocida cuando se paró frente al parlamento de Suecia con un cartel que decía, en sueco, “huelga escolar por el clima”. Nadie podía prever que esta niña de entonces quince años iniciaría un movimiento al que apoyan millones de jóvenes y conseguiría una plataforma desde la cual hablarle a la dirigencia internacional. Necesitamos más ideas innovadoras sobre el mejor modo de transmitir la urgencia de la situación y la necesidad de un cambio radical de rumbo.