12 de septiembre 2019
El presidente Nayib Bukele tenía el compromiso y la extraordinaria oportunidad de romper los círculos viciosos de nuestra política y nuestra Justicia. Pero no quiso. Una Comisión Internacional contra la Impunidad en El Salvador, semejante a la Cicig guatemalteca, hubiera desafiado —podría aún desafiar— a los pactos de complicidad que arrastramos desde la guerra y se traspasan gobierno a gobierno; sacudiría al sistema judicial y marcaría un nuevo estándar a la Fiscalía General; revitalizaría el papel de la ciudadanía no partidaria en la vigilancia a sus funcionarios. Pero Bukele optó por el golpe de efecto y las palabras ambiguas, por el cascarón vacío y el narcisismo.
No, no se ha instalado una Cicíes aunque lo diga el Gobierno. El pasado viernes en Casa Presidencial se firmó únicamente una declaración formal de intenciones para establecer eventualmente una comisión de la OEA cuyas atribuciones, si atendemos a lo dicho por el presidente Bukele, estarán limitadas a la fiscalización de y desde las instituciones del poder Ejecutivo. Y a la persecución que los distintos brazos del Ejecutivo hagan de otros actores económicos, sociales o políticos, como anunció Bukele en su cadena nacional del lunes 9.
Tardaremos tres meses al menos, según el documento firmado en Capres, en conocer el mandato final, atribuciones y funcionamiento de la comisión, que apenas comenzará ahora a discutirse. Pero lo anunciado no tiene mucho que ver con lo prometido en el Plan Cuscatlán y, a diferencia de la exitosa Cicig, en la que tanto Bukele como su vicepresidente, Félix Ulloa, dijeron y dicen basar su propuesta, la llamada Cicíes no contará de momento con la participación de Naciones Unidas.
Es cierto que, días antes de escenificar su matrimonio con la OEA, el Gobierno envió una carta al Secretario General de la ONU solicitándole iniciar conversaciones para una eventual comisión internacional a su cargo. Pero el cascarón presentado por Bukele dificulta enormemente su participación, porque no hay en el diseño de la OEA cabida para otra organización, ni en la cabeza del presidente cabida para otros poderes del Estado.
Dicho de otro modo: es posible que con su anuncio Bukele haya boicoteado la posibilidad de que tengamos una verdadera Comisión contra la Impunidad. La ONU ha cerrado apenas hace unos días su histórica misión en Guatemala y resulta improbable que se embarque aquí en un proyecto que no cuente, como lo tuvo en su origen la Cicig, con un acuerdo político amplio y respaldo legislativo, que tenga garantías absolutas de independencia y que trabaje con la Fiscalía.
Todo eso es incierto en la propuesta de Bukele. Empeñado en ser protagonista único del cambio que promete para el país, insiste en decir que lo que pretende hacer no requiere aprobación de nadie más que suya, y eso implica que su Cicíes no tendrá más independencia del Ejecutivo que la que el propio Ejecutivo le quiera otorgar.
Por eso es irónico que el Presidente pusiera como ejemplo, el día del anuncio, al caso conocido como La Línea, en Guatemala, que permitió el desmantelamiento de una red de corrupción enquistada en el Estado y que obtuvo ilegalmente millones de dólares desde las aduanas guatemaltecas. Esa investigación solo fue posible porque, justamente, la Cicig era independiente del Ejecutivo guatemalteco, al punto de que el caso terminó con la renuncia y el encarcelamiento del presidente Otto Pérez Molina y su vicepresidenta, Roxana Baldetti. ¿Podrá la Cicíes que imagina Bukele investigarlo a él? Tal como la ha presentado él mismo, no.
La Cicíes del presidente es, en realidad, una iniciativa confusa, negociada a última hora y solo apuntalada por la presencia de dos enviados especiales del Secretario General de la OEA. Un esfuerzo por aparentar el cumplimiento de una promesa de campaña que, como otras promesas de Bukele y algunas de las primeras acciones del nuevo Gobierno, se autoimpuso plazos inalcanzables en busca de máximo impacto.
Es alarmante que esa ansiedad propagandística se haya convertido en uno de los primeros rasgos reconocibles de la administración que arranca. Como el puente sobre el Río Torola, el anuncio de la Cicíes es un reflejo de los primeros cien días de la administración Bukele: los anuncios son más importantes que las estrategias o los hechos; el marketing, tal vez valioso para los planes a medio plazo del presidente, atropella la cautela, el diálogo político y la institucionalidad.
Tampoco ha dado a conocer el Gobierno el texto de su acuerdo con la OEA. Fue el organismo regional el que, para cumplir con sus propios estatutos, hizo pública la Carta de Intención firmada con el gobierno salvadoreño.
Es otra tara repetida en estos cien días: se está volviendo habitual tener que buscar información oficial básica, como las listas de funcionarios o las cifras de homicidios, por vías no oficiales. El secretismo con el que este Ejecutivo opera, y que se maquilla con la aparente transparencia millenial de dar órdenes o anunciar despidos por Twitter, alcanzó incluso al lanzamiento de una iniciativa que en teoría debería ayudar a la transparencia en la función pública.
Intolerancia a la crítica
No es anecdótico que Casa Presidencial negara a El Faro y a Revista Factum el ingreso a la conferencia de prensa de lanzamiento de la Cicíes que y horas más tarde alegara que uno de nuestros periodistas, “fuera de control”, había gritado en una conferencia anterior. Esa mentira es solo un intento más del nuevo Gobierno por desacreditar al periodismo crítico y reafirma la intolerancia del presidente y su Casa Presidencial a los cuestionamientos. El bloqueo arbitrario a medios de comunicación atenta contra la libertad de prensa. Un funcionario que abusa del poder que los ciudadanos le han conferido para acallar a la prensa incómoda está con ello violando el derecho a la información de esos mismos ciudadanos.
Igual que antes lo hizo su entorno al lanzar brutales campañas de acoso cibernético contra periodistas, Bukele aplica ahora una práctica antidemocrática sacada directamente del manual de Donald Trump. Son prácticas populistas, de matonería política, antidemocráticas e ilegales.
Es injusto evaluar a un Gobierno solo por sus primeros cien días. Es natural que un gabinete sin experiencia política requiera de tiempo para entender el funcionamiento del Estado y enfrente dificultades para alcanzar los objetivos prometidos, máxime cuando estos aspiran a lograr transformaciones de calado. En el caso de la Cicíes, nadie que tenga la mínima noción de cómo se conforman comisiones internacionales como la prometida habría esperado que se conformara antes de los primeros cien días. Solo una negociación seria con Naciones Unidas tomaría mucho más tiempo; ya no digamos una más compleja con dos organismos multinacionales involucrados como ha vislumbrado el vicepresidente.
Pero es el propio presidente y su Gobierno quienes tratan de convencernos de que en apenas unos meses han transformado el país y resuelto problemas estructurales, quienes inundan el país de promesas en una campaña electoral que promete no terminar, al menos, hasta 2021.
Bukele, triunfalista en cada una de sus intervenciones desde que tomó posesión, está obsesionado con distanciarse de todo lo previo y dar por iniciada una nueva era. Pero exhibe al mismo tiempo demasiados rasgos de nuestra vieja política: la arbitrariedad de muchas de sus decisiones, su violencia propagandística, la opacidad de sus políticas y estrategias, su instrumentalización de la polarización y su desprecio a cualquier crítica, son peores que las de administraciones anteriores.
No se pueden negar ciertas señales esperanzadoras, como el significativo descenso de las tasas de homicidio, aunque sea incierta la estrategia que lo está causando y si este podrá sostenerse en el tiempo. Y llegarán, es esperable, resultados en otros campos. La administración Bukele ya ha demostrado tener empuje de sobra para, después de años de corrupción, anquilosamiento e ineficiencia, revitalizar la gestión pública. Al menos en los mensajes.
Pero un presidente que da señales de considerar al resto de fuerzas políticas un obstáculo, a los otros poderes del Estado una carga, y a todo el que no sigue sus órdenes o aplaude sus decisiones un enemigo, no puede ser un buen presidente. No en democracia.
En estos cien días hemos visto a un Gobierno organizado en torno al culto al presidente y a un presidente que alimenta ese culto y avanza confiado en su habilidad para la comunicación política. Probablemente no haya en todo el continente un político más hábil que Bukele en esto. Pero no solo no le bastará para transformar un país, sino que puede hacerle creer erróneamente que lo está haciendo.
El lanzamiento en falso de la Cicíes pone término a la luna de miel. Empiezan a aflorar nuevas críticas a las formas e inconsistencias del presidente. Hay artificios que funcionan las primeras veces, pero una vez entendido el truco el público tiende a afinar más los ojos. A partir de ahora, el Gobierno de Nayib Bukele tendrá que mostrar su verdadera naturaleza, y si de verdad quiere abrir una nueva etapa para El Salvador haría bien en escuchar más allá del coro de aduladores, hacer lectura autocrítica de sus primeros cien días, aceptar que en democracia se convive con cuestionamientos, voces discordantes y otras visiones políticas del Estado. Y trabajar en función de su propia visión de Estado, confiando en que la tiene, sin esconderla —menos aún subordinarla— en una estrategia de marketing.
Editorial de El Faro.