7 de agosto 2019
LONDRES – La reciente matanza de El Paso (Texas), perpetrada por un joven blanco que poco antes había publicado una diatriba xenófoba cargada de odio, fue un llamado de atención hacia la afinidad retórica del presidente estadounidense Donald Trump con el supremacismo blanco. Una y otra vez, Trump insultó a mexicanos, afroamericanos y otros miembros de minorías étnicas. De los inmigrantes haitianos y africanos, dijo que vienen de “países de mierda”. El mes pasado les dijo a cuatro nuevas congresistas (Alexandria Ocasio-Cortez, Rashida Tlaib, Ayanna Pressley e Ilhan Omar) que deberían “volver” al lugar de donde vinieron. No hace falta decir que las cuatro son ciudadanas estadounidenses; y todas menos una (Omar) nacieron en los Estados Unidos.
Los partidarios republicanos de Trump niegan que sea un racista. ¿Quién sabe? Pero evidentemente está apelando a los peores instintos de sus seguidores, y estos son furiosos, vengativos, fanáticos y prejuiciosos en formas que sólo cabe describir como racistas. Atizando el odio, Trump espera movilizar votantes suficientes para obtener la reelección el año entrante.
El presidente tiene el cuidado de no incitar abiertamente a cometer actos de violencia. Pero muchos violentos sienten que sus palabras les dan licencia para hacerlo. Por eso la conducta de Trump es peligrosa y despreciable, y debe rendir cuentas por ella: merece que lo llamen racista. Algunos de sus críticos van incluso más allá: sostienen que la cuestión racial debería ser el tema central de la elección de 2020. Puesto que Trump apela a votantes blancos airados, la contraestrategia debería ser diversidad, antirracismo y exaltación de las minorías étnicas.
Sería, claro está, una respuesta moralmente justificada. Pero ¿es el modo más eficaz de ganarle la elección a este sinvergüenza? Eso debería ser el objetivo principal de todo aquel que vea en Trump un peligro para la república, más aún de quienes son blanco de ataques de racistas furibundos. Y en esto, hay margen para la duda.
A algunas personas no les molesta que las llamen racistas. En un mitín del Frente Nacional francés en 2018, el ex asesor de Trump Steve Bannon dijo a la multitud que debía portar el mote de “racista” como una insignia de honor. Pero muchos partidarios de Trump no se consideran racistas, y les molesta la acusación. No pocos (a menudo blancos de clase trabajadora) votaron dos veces por Barack Obama. Los demócratas necesitan recuperar a algunos de estos votantes, sobre todo en los estados decisivos del Medio Oeste.
Pero además del temor a ofender a partidarios de Trump que no se consideran fanáticos, hay otros motivos para cuidarse de “racializar” todavía más la política (que Trump lo haga no es motivo para que sus opositores le sigan el juego). Lo que hace que la política en Estados Unidos sea tan complicada es la amalgama de raza, clase y cultura.
El senador Lindsey Graham (Carolina del Sur) criticó a Trump porque sus comentarios hostiles hacia las cuatro congresistas habían sido demasiado personales. Pero llamarlas “una panda de comunistas”, como hizo Graham, es muy representativo de un modo particular de pensar. En el contexto estadounidense, puede decirse que las aludidas son de izquierda; pero de ninguna manera comunistas. En ciertos círculos de derecha, al comunismo, incluso al socialismo, se los ve como “antiestadounidenses” por definición. Así se pensaba a principios de los cincuenta, cuando el senador Joe McCarthy se lanzó a una caza de “comunistas” antiestadounidenses que a menudo arruinó las vidas de gente que simplemente era de izquierda.
Del mismo modo, a escritores, profesores o juristas partidarios de la libertad reproductiva, o que no creen en Dios, o que defienden la igualdad de derechos para todas las personas sin importar género ni orientación sexual, o que apoyan la atención médica universal, a menudo se los acusa de ser sensibleros y laicos como los europeos.
Las ideas de izquierda o seculares no son exclusividad de ninguna raza, y de hecho son comunes entre personas blancas con mayor educación. Los que creen que el mejor modo de oponerse al chauvinismo blanco de Trump es formar una coalición de minorías raciales deberían pensarlo mejor: muchos afroamericanos y latinos son religiosos y conservadores en lo social.
Claro que la cuestión racial es un elemento importante de las guerras culturales de Estados Unidos. Y el concepto de “privilegio blanco” no es inválido. Pero ver las fracturas políticas, sociales y culturales del país a través del prisma de la división racial es, bueno, demasiado en blanco y negro. Centrar la lucha contra Trump en la oposición al privilegio blanco no sólo supone el riesgo de ahuyentar a personas que los demócratas necesitan tener de su lado, sino también de enfrentar a los demócratas entre sí.
El ex vicepresidente Joe Biden dista de ser un candidato ideal para los demócratas. Es demasiado viejo y le faltan reflejos. Pero atacarlo, incluso exigirle una retractación, por haber recordado cómo siendo senador pudo trabajar civilizadamente incluso con congresistas segregacionistas (cuyos prejuicios raciales claramente no compartía) es un error. Trabajar con gente con la que uno no está de acuerdo, incluso con gente que uno aborrece, es la esencia de la política.
Trump consiguió empujar al Partido Demócrata incluso más a la izquierda que en tiempos de Obama. Esto le conviene: le gustaría convertir a las cuatro congresistas en rostro de sus enemigos políticos.
A Biden, que se enorgullece de asociarse con los años de Obama, sus rivales más jóvenes lo critican por no estar a tono con estos tiempos de mayor sensibilidad racial. La segunda noche de los debates demócratas de la semana pasada estuvo signada por un espíritu de antagonismo hacia el gobierno de Obama, que a Biden le pareció “extraño”.
Algo de razón tiene. Obama tuvo éxito precisamente porque minimizó la cuestión racial en su política. No es que la ignoró: fue tema de algunos de sus mejores discursos. Pero tuvo el cuidado de no convertir la raza en una cuestión central. No tenía necesidad de hacerlo: el hecho de haber sido elegido hablaba por él. Y sigue siendo más popular que cualquier otro político vivo.
Biden, por desgracia, no es Obama. Pero que tenga más apoyo entre los votantes negros que cualquiera de sus competidores (incluso negros) debería decirnos algo. Si los demócratas quieren derrotar a Trump, lo peor que pueden hacer es atacar a su imperfecto pero infinitamente mejor predecesor.
Ian Buruma es autor de A Tokyo Romance: A Memoir Copyright: Project Syndicate, 2019.