9 de julio 2019
La Policía Nacional asedió el final de una misa en honor de todos los pobladores de Jinotepe y Diriamba, Carazo, asesinados por paramilitares y policías orteguistas hace un año en la llamada Operación Limpieza.
La misa se celebró en la iglesia San Antonio de Jinotepe y al finalizar los familiares salieron a las afueras de la iglesia para elevar unos globos azul y blanco e inmediatamente dos patrullas repletas de policías fuertemente armados, liderados por el jefe policial de Carazo, comisionado mayor Pedro Rodríguez Argueta, se hicieron presente al lugar para amedrentar a quienes salían de la misa.
“Asesinos, asesinos”, gritaron los familiares a la policía, mientras varios de ellos sonreían.
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Rafael Acevedo, un preso político liberado por la dictadura, de rodillas y a pecho descubierto retaba a los policías a que le dispararan.
“Ustedes me torturaron el ocho de julio (de 2018), me introdujeron un ak en el ano, disparen, mátenme”, gritaba Acevedo, conocido como el teacher, mientras Rodríguez Argueta se subía sonriendo a su camioneta haciendo una seña de adiós con las manos.
Minutos antes, en el atrio de la iglesia, había contado que fue torturado por policías y paramilitares, que lo tuvieron en el Chipote y que en las cárceles le quitaron todo, incluso “hasta el miedo”.
El ocho de julio de 2018, la dictadura emprendió la más grande operación con paramilitares y policías con armas de guerra para quitar los tranques que la población auto convocada había levantado en los municipios de Carazo. Más de 30 personas murieron ese día, según un recuento del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos, y miles tuvieron que huir por veredas hacia Costa Rica o esconderse en casas de seguridad.
Desde entonces, Jinotepe, la cabecera departamental de Carazo, no es la misma. Paramilitares y policías patrullan las calles, mientras la población no ha olvidado a sus muertos.
El padre del joven ejecutado
Otro de los presentes en la misa fue Alejandro Ochoa, el padre de Carlos Ochoa, un joven de 19 años ejecutado a sangre fría por paramilitares detrás de una barricada en el Hospital Santiago.
“Nunca he sido muy de ir a la iglesia que se diga, pero aquí estoy por la memoria de mi hijo”, dijo Ochoa, que llevó a la iglesia para repartir, pulseras de cuero forradas al centro con colores azul y blanco.
“A él lo matan de largo y a medida que se va acercando el asesino lo remató y le pedía que no lo matara que lo llevara al hospital porque ya le habían pegado un balazo, pero lo ejecutó a sangre fría. El que lo mató fue prácticamente una venganza porque a él le habían matado a su papá y a un hermano, pero vamos a aquel le da las armas”, dijo Ochoa.
José María Campos fue otro de los asesinados ese fatídico 8 de julio. Su madre Eva Campos no paraba de llorar este lunes en la iglesia recordando a su hijo. “Él estaba en las protestas, fue de los jóvenes que se dio a la tarea de defender todos nuestros derechos”, dijo.
Contó que la dictadura de Daniel Ortega ni siquiera le permitió velar a su hijo con tranquilidad.
“Nosotros decidimos velarlo a puertas cerradas porque fuimos asediados desde que salió de allá (de Medicina Legal), nos dieron persecución y pues como los demás asesinados no tuvimos derecho a nada”, dijo Campos antes de interrumpir la entrevista porque la policía comenzaba a asediar la iglesia.