9 de marzo 2019
NUEVA YORK – Ver a Michael D. Cohen, el exabogado y autoproclamado “solucionador de problemas” del presidente norteamericano, Donald Trump, prestar testimonio ante el Comité de Supervisión y Reforma de la Cámara Baja fue un espectáculo digno de presenciar. Allí estaba un hombre que fue contratado por Trump para comportarse como un gángster. Y lo hizo a la perfección. Cuando The Daily Beast iba a informar sobre acusaciones de la primera esposa de Trump, Ivana, de que su marido la había violado, Cohen le rugió al periodista que trabajaba en la historia: “Entonces te advierto, ten mucho cuidado, porque lo que te voy a hacer va a ser muy desagradable. ¿Me entiendes?”
Ese periodista no fue el único. El trabajo de Cohen consistía en amenazar a cualquiera que se interpusiera en el camino de su antiguo jefe. Les mintió a las comisiones parlamentarias, les pagó a prostitutas para que no hablaran de sus asuntos con Trump y mucho más.
Cohen, que pronto empezará a cumplir una sentencia a prisión de tres años, se ha convertido en lo que los mafiosos (y Trump) llaman una “rata”. Al atestiguar contra su antiguo jefe en el Congreso, Cohen ni parecía ni sonaba como un matón. Rememoraba un tipo de persona muy diferente. Cualquiera que haya pasado tiempo en el patio de una escuela lo reconocerá: el debilucho que anda con el hostigador fanfarrón, obedeciendo sus órdenes y, al mismo tiempo, siendo humillado constantemente. Con sus ojos y su boca floja de perrito lastimado, Cohen también juega ese papel a la perfección.
En una ocasión, cuando Cohen, según sus propias palabras, todavía estaba dispuesto a “recibir una bala” por su jefe, tuvo que demorar la ceremonia de bar mitzvah de su hijo porque Trump decidió llegar tarde. Cuando finalmente se presentó, degradó a Cohen delante de su familia y amigos al decir que la única razón por la que estaba ahí era porque su solucionador de problemas se lo había suplicado. Esto dice todo sobre la relación entre el narcisista y el psicópata, o el sádico y el masoquista.
Se alimentan mutuamente. El deseo de adular del adulador es tan fuerte como las ansias del narcisista de ser servilmente admirado. Basta con leer las publicaciones en Facebook para observar el fenómeno. Por cada persona que publica una foto que la favorece (por lo general, tomada años antes) o una crítica muy elogiosa de su último libro (muchas veces atenuada por una falsa modestia: “Estoy tan honrado…”), habrá decenas de psicópatas que celebran la belleza o los logros extraordinarios del narcisista.
La necesidad de adular es tan evidente como el espectáculo del amor propio. Hay algo bastante primitivo en todo esto: los débiles buscan la protección de los fuertes mediante la obsecuencia, y el narcisista gana su poder a partir de su sumisión. Esto no siempre conduce a un abuso, pero muchas veces sí.
La humanidad ha inventado muchas maneras de moderar este tipo de abuso y canalizar esos deseos en direcciones que causen, probablemente, menos daño. La religión ofrece un foco abstracto para la adoración y la sumisión; no es por nada que varios credos prohíben crear imágenes de seres vivos. En nuestros tiempos más seculares, la reverencia de ídolos espirituales ha sido reemplazada por la adoración de estrellas de rock o héroes deportivos. Cuando John Lennon alguna vez indignó a los norteamericanos religiosos al decir que los Beatles eran más populares que Jesús, hablaba medio en serio y medio en broma.
La adoración de estrellas de rock es relativamente inofensiva. Pero cuando los narcisistas ganan poder político, los resultados son cualquier cosa menos inofensivos. El carisma que se alimenta de la adoración conduce a una histeria masiva. Los críticos y los detractores deben eliminarse. El poder no se controla. Los rasgos seudo-religiosos de las grandes dictaduras del siglo XX son un ejemplo terrible. Para muchos chinos, rusos y alemanes, sus líderes eran dioses. Lo que suele subestimarse es que esta adoración no siempre es forzada. Muchas personas se vuelven aduladoras del poder por propia voluntad. La sumisión, paradójicamente, los hace sentir menos débiles.
Trump no es un dictador, pero le encantaría serlo. Su propia obsecuencia con los poderosos del mundo, desde el presidente ruso, Vladimir Putin, hasta el líder norcoreano, Kim Jong-un, es un claro indicio. Pero el motivo de su enorme popularidad en Estados Unidos sigue desconcertando a mucha gente que no ha caído bajo su hechizo. No pueden entender cómo un fantaseador grosero, vanidoso y ensimismado puede ejercer tanta seducción. Después de todo, dicen los liberales, es puro espectáculo.
Pero ése es precisamente el punto. Por supuesto, todo es puro espectáculo –al igual que las ceremonias religiosas o las marchas nazis o maoístas-. Trump puede no ser conocedor, sofisticado, curioso o culto, pero tiene un instinto delicado para la psicología del poder y la sumisión. Sabe cómo reunir a personas que se sienten débiles y poco reconocidas en multitudes atraídas a su espectáculo de carisma furibundo. Su amor propio hace que sus seguidores se quieran a sí mismos y odien a sus enemigos. El suyo es un don grande y peligroso. Las marchas masivas de Trump en el corazón de Estados Unidos son como su relación con su ex solucionador de problemas a gran escala.
Uno de los comentarios más curiosos de Cohen en su testimonio parlamentario fue que había mentido, pero que no era mentiroso. Quizá lo dijo desde la más pura sinceridad. Su argumento podría haber sido que no era él mismo cuando mentía por su jefe. Estaba literalmente bajo el hechizo de Trump, embelesado, casi sonámbulo. Lo mismo dicen quienes alguna vez vitorearon tempestuosamente a los dictadores y luego no pueden explicar por qué lo hicieron cuando los grandes líderes han caído y los tiempos han cambiado.
Es difícil decir en este momento qué porcentaje del testimonio de Cohen es verdad. Sus argumentos en efecto cuadran con lo que han informado otros en la órbita de Trump. Pero algo que dijo, aunque atentando contra la gramática, mostró que había aprendido una lección valiosa. Otros deberían prestar atención: “No puedo más que advertir a la gente. La mayor cantidad de gente que siga al Sr. Trump tan ciegamente como lo hice yo va a sufrir las mismas consecuencias que estoy sufriendo yo”.
Ian Buruma es el autor, más recientemente, de A Tokyo Romance: A Memoir. Copyright: Project Syndicate, 2019.