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Mi amigo Tito Castillo

"Pertenecía a ese raro grupo de personas que tienen dentro el más exigente juez que no les permite ceder o dejar de hacer algo por comodidad"

Colaboración Confidencial

Lola Ferrero

17 de febrero 2019

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Me  enteré de su fallecimiento en un tren y me inundó la tristeza. Sabía cómo se encontraba, pero para una despedida irreversible, una ausencia sin retorno, siempre es demasiado pronto.

Cerré los ojos y empezaron a llegar a mi mente cientos de recuerdos de nuestros muchos encuentros. De conversaciones serias y de recuerdos triviales. Por ejemplo, pese a este título de hoy, nunca fui capaz de llamarle “Tito”. Para mí siempre fue “Don Ernesto”, porque fue amigo, pero sobre todo maestro. Fue un ejemplo con su vida, su actitud y su coraje.

Le solicité una entrevista en mi primera estancia en Managua, cuando yo trabajaba en mi libro de los Somoza. Me sorprendió por su absoluta sinceridad desde el principio, sin asomo de querer justificar nada que algún otro entrevistado había intentado. Amable y cálido, caballero ante todo, me acompaño después a mi casa sin permitir que yo tomara un taxi.


Años después, volví a verlo en los jardines de la UCA en otro de mis viajes. Inmediatamente conectamos y nos encontramos muchas veces más. Me ofreció su ayuda, sus comentarios y opiniones y hasta su archivo privado, casi tan valioso en mi investigación como sus reflexiones.

Tito Castillo pertenecía a ese raro grupo de personas que tienen dentro el más exigente juez que no les permite ceder o dejar de hacer algo por comodidad. Para mí, él fue la encarnación de la palabra compromiso. Y no me refiero solo a sus años de implicación en la vida política de Nicaragua, sino a un compromiso de por vida.

Él me contó que dio un giro a su vida por ser cristiano. Que optó por el cristianismo que elige estar con los pobres, defenderlos y combatir la injusticia. Por eso se involucró en política en el proceso de la revolución sandinista.

Después, cuando esa etapa acabó, creo que pensó y repensó un millón de veces qué había ocurrido con la revolución, que se pudo hacer mejor, que se debería hacer desde entonces. Y todo aquello que descubrió errado o mejorable lo expresaba sin ambages.

En nuestras conversaciones, cuando yo le hacía alguna objeción sobre algo de su anterior ámbito de trabajo, se apresuraba a decir: “fui responsable de eso”, o “eso fui yo quien lo firmó”, asumiendo lo que él había decidido en su momento, fuera o no popular, y sin dar lugar a que se atribuyera a otros. Siempre lo vi pendiente del discurrir de Nicaragua, siempre deseando hacer cuanto pudiera por su país. Y todo con una humildad que me admiraba porque no parecía ser consciente de su vasta cultura y de su percepción agudísima y certera de las cosas.

Si con un solo término tuviera que expresar mi sentimiento hacia Don Ernesto, diría de inmediato gratitud. Le agradezco enormemente su constante atención, las muchas conversaciones por skype tratando toda clase de cuestiones, sus lecturas minuciosas de mis textos… Sin sus matizaciones y precisiones, yo nunca habría podido desentrañar un proceso tan complejo.

Tuve el honor de que me prologara el libro y me acompañara en su presentación en el IHNCA, aún estando ya en sus años de ostracismo, que yo bien conocía. Salió de su austero aislamiento voluntario para apoyarme y hablar de mi trabajo, en una noche feliz en que se le ponía el broche final.

Pero no terminó ahí su generosidad conmigo. Otro regalo de Tito fue la amistad que entablé con su esposa, la entrañable Cuta. La otra cara de la moneda, como es tan habitual: la alegría y el alboroto, la risa fácil, el cariño exteriorizado, toda amor y cálida acogida desde el principio

Verlos juntos era para mí un disfrute. Él, tan de pensamientos elevados y sesudos; ella, el aterrizaje de todo idealismo excesivo o probable fantasía. Él, la apariencia de autosuficiencia y fortaleza; ella, la sabía oculta que le daba la vida.

Cuando traté más a la Cuta, supe que a él no se le comprendía sin ella. Fueron, de verdad, compañeros de vida, de sesenta años de vida. Una singularidad en estos tiempos.

De la Cuta me queda la amistad para siempre. De él, un recuerdo imborrable y un ejemplo de vida.

Siento su pérdida y siento que me duele muy hondo y me resisto a su marcha. Pero, cuando los amigos no están con nosotros, están en nosotros.

Descanse en paz,

 

Lola Ferrero

Alicante, 16 de febrero de 2018


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