8 de febrero 2019
Los medios de comunicación han dado cumplida cuenta de los serios acontecimientos ocurridos en América Latina en los últimos tiempos. Entre ellos, la crisis de Venezuela, con dos presidentes, algo insólito en un país; la tragedia nicaragüense y la represión desatada por Daniel Ortega, que ya ha provocado más de 300 muertes; o la caravana de miles de emigrantes de Honduras, que huyen de la violencia y la miseria hacia los Estados Unidos, donde les esperaba un Trump amenazador, dispuesto a erigir un muro en la frontera mexicana al coste que sea.
En lo que atañe a Venezuela, Estados Unidos decidió “patear el tablero”, reconocer a Juan Guaidó -presidente de la Asamblea Nacional (Parlamento)- como presidente de la Nación, en lugar de a Nicolás Maduro; presionar a otros países de América Latina y la Unión Europea -entre ellos, España- para que hicieran lo mismo; e incautar al gobierno de Maduro los recursos que pertenecen al Estado venezolano y que se encuentran en EEUU -nada menos que 7 mil millones de dólares, pues incluyen los de la empresa filial de Petróleos de Venezuela (PDVSA).
Es una apuesta muy arriesgada hacia un país de 30 millones de habitantes con una extensión territorial que dobla a la española. Es cierto que el autoritarismo de Maduro y su desempeño económico calamitoso, se lo ha puesto fácil a EEUU; pero la alternativa adoptada puede tener consecuencias graves si se llega a un enfrentamiento entre los dos bandos, el de Maduro y el de Guaidó, y si el ejército se divide, con costes humanos difíciles de imaginar. Ya no digamos si hubiera una intervención militar norteamericana, lo que debería ser impensable. Pero nada es impensable con Trump como comandante en jefe de las fuerzas armadas de la superpotencia.
Una vía distinta, impulsada por México y Uruguay, busca una negociación entre las dos partes con la convocatoria de una Conferencia sobre Venezuela que se llevará a cabo esta semana en Montevideo. Otros países del Continente y de la Unión Europea -España también- se han sumado a esta iniciativa, cuyo principal propósito es mantener la paz en la región y buscar una salida negociada, algo más honorable e imperioso que seguir los dictados de un Trump turbio en sus propósitos y al que nada debemos ni en Europa ni en América Latina.
También desde Nicaragua han llegado noticias relevantes estos días. La primera: la Internacional Socialista (IS) ha expulsado de su seno al Frente Sandinista (FSLN), por las repetidas violaciones a los derechos humanos registradas en aquel país. Es lamentable que estas siglas gloriosas que en su día encabezaron la rebelión de un pueblo contra la dictadura de Somoza, acaben así, como apestadas. La segunda, la visita de una delegación de europarlamentarios/as a Managua, encabezada por el eurodiputado vasco Ramón Jáuregui. Entre sus conclusiones, rechazan la teoría del “intento del golpe de estado” en la que se refugió Ortega para justificar la represión; y asumen los informes de los organismos internacionales -como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos- que atestiguan la violación de las libertades básicas y registran la existencia de cientos de personas muertas, heridas y detenidas.
La Delegación del Parlamento Europeo pidió a Ortega tres gestos “imprescindibles”: La libertad condicional para presos/as políticos aún no juzgados y para quienes han recibido una sentencia absolutoria y están todavía en prisión; el cese de las limitaciones a las libertades y del acoso a los/as líderes sociales; y el regreso al país de las organizaciones internacionales de derechos humanos que han sido expulsadas. Pronto veremos si Ortega es capaz de dar alguna señal positiva o si continúa como siempre, ordenando la represión despiadada contra sus opositores.
Estas crisis, como no podía ser de otra forma, traen hasta las fronteras españolas a no pocas personas latinoamericanas en busca de protección y refugio. En 2018, según cifras del Ministerio del Interior, 20 mil venezolanos, 8.800 colombianos, 2.400 hondureños, 2.300 salvadoreños y 1.400 nicaragüenses pidieron protección en España. De los cinco países que encabezan la lista con mayor número de solicitudes, cuatro son de Latinoamérica -Siria es el quinto-, lo que bien ilustra el mapa de calamidades que atraviesan estas naciones. En total, unos 36 mil ciudadanos/as latinoamericanos pidieron protección en España el pasado año -de un total de 55 mil peticiones de todo el mundo-.
¿Se trata de cifras inmanejables para un país como el nuestro? Pueden parecer elevadas, pero pensemos en la carga de personas refugiadas que recaen en otras naciones con recursos muy inferiores. En Colombia, a fines de octubre de 2018, había más de un millón de venezolanos; otros 500 mil habían cruzado ese país con destino a Ecuador y 400 mil más hacia Perú y otros países del Cono Sur. Por otra parte, más de 40 mil nicaragüenses se han refugiado en Costa Rica -un país admirable en su solidaridad con quienes huyen del régimen de Ortega-, cifra superior a todas las peticiones de asilo de latinoamericanos recibidas en España.
Así es que, las peticiones de refugio en nuestro país -no olvidemos que fue la “Madre Patria”- no parecen muy difíciles de atender. Ni siquiera las personas más anti-inmigracionistas negarían seriamente el refugio a quienes se ven obligados a huir de una persecución brutal de sus gobiernos, o de pandillas de delincuentes, como las “maras” hondureñas o salvadoreñas, que sus autoridades no son capaces de evitar.
Además, el derecho de asilo es una obligación de los Estados que está recogido en el artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos -y que desarrolla la Convención de Ginebra de 1951 y el protocolo de Nueva York de 1967-. También está incluido en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE; y el Estado español lo reconoce en su Constitución y en nuestra Ley de Asilo. Por tanto, no se trata sólo de buena voluntad, sino de atender un derecho que asiste a quienes huyen de conflictos que ponen su vida en peligro o son perseguidos/as por razones políticas.
Con estos antecedentes, ¿cómo calificar el trato que damos a las personas que vienen en busca de protección de estos países hermanos? Pues, como mínimo, de manifiestamente mejorable. El reconocimiento al refugio, en la práctica, se bloquea constantemente por la burocracia y por los cambios introducidos en los trámites de solicitud, con lo que las personas que llegan a España se encuentran con otro sufrimiento, que se añade a la larga lista de los que ya traen consigo.
Para comenzar, les esperan muchas dificultades para solicitar protección al llegar a los puestos fronterizos; hasta tal punto que algunas organizaciones de apoyo al refugiado les recomiendan ingresar a España como turistas y, una vez dentro, pedir asilo. La autoridad competente para esta función es la Oficina de Asilo y Refugio (OAR), pero está desprovista de personal y presupuesto y muy desbordada en la tramitación de las entrevistas a los/as solicitantes, por lo que tienen que acudir a las delegaciones policiales.
En éstas, las citas para que los solicitantes presenten su situación y cursen la petición de asilo no se otorgan, en el mejor de los casos, hasta dentro de seis meses. Mientras tanto, no pueden contar con permiso de trabajo, ni acceder a los sistemas sociales de apoyo -que garantizan alojamiento, alimentación o ropa de abrigo- ni recibir la asistencia de las organizaciones que trabajan con personas refugiadas hasta que son derivadas hacia éstas desde la Oficina de Asilo y Refugio; pero es difícil conseguir la cita con la OAR en colapso -lo que dificulta también contar con apoyo jurídico.
Sin un adecuado funcionamiento de las instituciones, las personas que vienen a solicitar protección se ven obligadas a entrar en la economía sumergida como única manera de sobrevivir y a aceptar trabajos de quienes se aprovechan de su vulnerabilidad. Conocemos casos que cuidan niños/as o ancianos/as a 15 euros al día; o que trabajan en la construcción por peonadas; y existen los “pisos patera” -a 200 euros el sofá- y apartamentos de 60 metros cuadrados sin calefacción a 950 euros al mes, sin que las víctimas puedan denunciar estas condiciones. La falta de papeles, la consideración de “ilegal” o “irregular”, genera y permite la explotación e incumplimiento de la legislación laboral.
Los apoyos a quienes se encuentran en este “limbo” quedan en manos de particulares que los empadronan en sus casas y que buscan multiplicarse a través del e-mail y las redes sociales, ya que lo que ofrecen los ayuntamientos, el SAMUR y las ONG especializadas - Cruz Roja, Cáritas, ACCEM, CEAR, MPDL, La Merced...- no alcanza ni de lejos para cubrir sus necesidades. De este modo, el drama de lo que ocurre en Venezuela, Nicaragua, Honduras... se agrava con la muy deficiente respuesta de las instituciones de la Administración General del Estado.
Sin duda es un momento delicado para plantear estos asuntos, con una Unión Europea que no pasa por sus mejores tiempos, incapaz de dar una respuesta a la inmigración irregular proveniente de África y Oriente Medio. Pero hay que hacer pedagogía ciudadana sin dejarse arrastrar por opiniones xenófobas y egoístas, recordando las obligaciones internacionales de un Estado responsable -que debe dotar de medios suficientes a las instituciones encargadas de la protección internacional- y sin olvidar nunca la regla de oro de la filosofía: tratar a los demás como te gustaría que lo hicieran contigo. Si no podemos esperar esto de un gobierno progresista, ¿de quién lo vamos a esperar?
*Mercedes César, socióloga y experta en Migraciones y Cooperación Internacional, es coautora de este artículo, que ha sido publicado en MundoDiario