7 de enero 2019
Al humo de la rebelión de abril, cuando el Gobierno de Ortega-Murillo había derrochado saña en su ejecución de la consigna “vamos con todo”, un amigo me preguntó: ¿A qué se parece este régimen tras la represión? Con gusto hubiera esbozado las vidas paralelas de Ortega y Franco, movido por la tentación de aplicar a Ortega el título “infediocre”, que siempre usa mi amigo Ricardo Bada cuando alude al dictador de voz atildada y macarrónico inglés que gobernó España por casi 40 años. No menos tentador era comparar la afición de Rosario Murillo por la joyería con la adicción que a doña Carmen Polo le mereció ser apodada “la Collares.” Pero son demasiadas las distancias que hay que salvar y, en la enumeración de matices, el símil se degrada y pierde su fuerza explicativa. Hay otra comparación más esclarecedora. Ortega podrá no parecerse a Stalin, pero la represión y castigos de estos últimos ocho meses han tenido el mismo resultado y han sido ejecutados con idéntica rabia que las purgas stalinistas.
Tanto a ras de suelo –en el llamado nivel de las “bases”– como en la superestructura, el régimen ha castigado a quienes fueron miembros de sus filas. La represión y posteriores encarcelamientos en Masaya, Diriamba, Jinotega y Matagalpa –sobre todo, pero no exclusivamente– se enfocaron en viejos militantes, incluyendo a varios exaltos mandos del Ejército Popular Sandinista. En la más reciente fase represiva, las tomas y/o confiscación de las instalaciones –en varios casos combinadas con cancelaciones de personerías jurídicas– de ONGs y medios de comunicación con los que la Policía Orteguista despidió el año buscaron golpear a personas que tuvieron cargos en diversas entidades del Estado sandinista durante los años 80: Carlos Fernando Chamorro (Confidencial, Esta Semana, Esta Noche), Mónica Baltodano (Fundación Popol Na), Vilma Núñez de Escorcia y Gonzalo Carrión (Centro Nicaragüense de Derechos Humanos) y Sofía Montenegro (Centro de Investigación de la Comunicación). O bien se cebaron sobre ONGs en cuyas juntas directivas predominan exsandinistas, como la Fundación para la Conservación y el Desarrollo del Sur Este de Nicaragua (Fundación del Río), el Instituto para el Desarrollo de la Democracia (IPADE), la Fundación Instituto de Liderazgo de las Segovias y el Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas (IEEPP). La mayoría de sus dirigentes tomaron distancia crítica del FSLN a principios de los años 90. Pero ¿por qué hasta ahora sufren el repudio del FSLN? A ellos se añade Miguel Mora, propietario de 100% Noticias y sandinista de fresco distanciamiento del partido y la política de Ortega. Hagamos Democracia es la única ONG que desentona en este conjunto. Cuenta como la excepción que confirma la regla.
Esa compulsión a destronar a casi toda la vieja guardia del partido –sobre todo a los intelectuales bolcheviques– es una particularidad que Stalin comparte con Ortega, quien se las arregló para que solo dos de los nueve comandantes que integraron la vieja Dirección Nacional del FSLN y ningún intelectual o activista de valía lo acompañaran en su lucrativa aventura del socialismo del siglo XXI. Las purgas stalinistas han sido documentadas vívidamente en varias biografías de reciente traducción al español: Lo que no puedo olvidar de Anna Lárina (esposa de Nikolái Bujarin), El vértigo de Eugenia Ginzburg y Contra toda esperanza de Nadiezhda Mandelstam (esposa de Osip Mandelstam). Varias décadas antes de que estos libros pudieran ser escritos o llegar a una imprenta, en 1940, Arthur Koestler sintetizó en su novela El cero y el infinito (Eclipse solar, su título en alemán, es más elocuente) la forma en que los protagonistas de la revolución soviética fueron apartados de sus cargos, sometidos a procesos judiciales amañados y finalmente encarcelados y/o ejecutados.
Las reflexiones que Koestler va insertando a lo lago de la narración aplican al caso del FSLN y Nicaragua, donde también al partido, desde los años 80, “los motivos de cada individuo le tenían sin cuidado, y no le importaba su conciencia, ni se preocupaba de lo que pasaba en su cabeza ni en su corazón. El Partido no conocía más que un delito: apartarse del camino señalado”. En boca de un típico comisario político de Stalin, Koestler pone estas palabras: “Una conciencia lo hace a uno tan inadecuado para la revolución como una doble papada. La conciencia se come al cerebro como si fuera un cáncer, hasta que desaparezcan los últimos restos de materia gris… Simpatía, conciencia, disgusto, desesperación, arrepentimiento y penitencia, constituyen para nosotros una relajación repelente… La más grave tentación para cualquiera de nosotros es renunciar a la violencia, arrepentirse, ponerse en paz consigo mismo… todos los compromisos con la propia conciencia constituyen una perfidia. Cuando la maldita voz interior te habla, tápate los oídos.”
A medida que los intelectuales iban siendo removidos de sus cargos y pasando de sus oficinas en los ministerios a las ergástulas stalinistas, también sus obras iban siendo removidas de las bibliotecas oficiales. No se libraron de las purgas ni siquiera los libros sobre comercio exterior y hacienda, aunque eran más perseguidos los autores y las obras de historia y filosofía, que fueron sustituidas por las que escribía el Número Uno (Stalin). También en Nicaragua en panfletos, textos escolares y en los museos se percibe un intento vano por reescribir la historia, la de la revolución sandinista, con una creciente exclusión de los sandinistas que pusieron el compromiso con la propia conciencia por encima del compromiso con el partido. En las páginas finales, Koestler termina remachando la tónica pesimista que recorre su novela: “No se podía esperar nada de las resoluciones del Partido, porque el Número Uno tenía todos los hilos en la mano y había hecho su cómplice a la burocracia del Partido, de modo que tuviese que caer con él; y la burocracia lo sabía.” En Nicaragua, la complicidad abarca toda la burocracia del Estado-partido, junto con los diputados zancudos, aferrados a un poder que se desvanece y que solo persiste a base de artillarse. Se arma, luego existe.
El FSLN fue una organización guerrillera que lideró un movimiento de rebelión con el objetivo de derrocar la dictadura somocista e instaurar un sistema político de inspiración socialista. Este FSLN logró convocar, en la lucha insurreccional y en los años 80, a muy diversos sectores, incluyendo un conjunto de intelectuales de primer orden. Durante los años 80, el FSLN fue abandonando su naturaleza híbrida (organización/movimiento) para transformarse en un partido de masas. Al ir profundizando y reforzando ese talante, el FSLN cayó bajo los efectos de la ley de hierro de la oligarquía de Robert Michels, que postula una evolución oligárquica de los partidos de masas debido a que sus líderes, aunque inicialmente sean revolucionarios, se emancipan de sus bases y se tornan conservadores porque los líderes buscarán siempre incrementar su poder a cualquier precio, sin excluir el abandono de los viejos ideales.
La stalinización del FSLN empezó en los años 80. Fue un largo proceso donde el FSLN-partido fagocitó importantes organizaciones de base que eran autónomas cuando se sumaron a la lucha insurreccional y las vació de todo potencial contestatario. Ahora padecemos la fase terminal de la stalinización. En esta etapa, el FSLN-partido está neutralizando las voces críticas que brotan del FSLN-movimiento. La lógica de la represión en esta fase no es la maximización de la eficacia. Es obvio que no consigue callar las voces críticas, que ahora reciben más atención y lo deslegitiman ante la opinión internacional, el talón de Aquiles del FSLN en la insurrección de abril. Esta fase de represión no tiene una finalidad racional. El régimen desperdicia sus energías en ataques que no son conducidos por un afán de eficacia, sino por un deseo visceral de venganza contra quienes se apartaron del camino señalado. Enfocar la lucha en un FSLN-partido que trata de aniquilar el legado del FSLN-movimiento es desgastarse con exabruptos emocionales. Pero este régimen ha perdido el sentido del delicado equilibrio que implica la conservación del poder. Convencido de que hay que treparse sobre hombros de gigantes para ver mejor y enfermo del gigantismo que contamina a los partidos de masas, el FSLN puso los pies sobre sus propios hombros e intentó subir. No obtuvo una mejor perspectiva, sino una grotesca contorsión.