30 de diciembre 2020
La huida hacia adelante es el movimiento de quien al verlo todo perdido decide seguir el camino que lo ha llevado al fracaso, en vez de reconocer los errores cometidos e intentar salvar daños mayores. Dicho en palabras llanas, es dejar para más tarde la solución mágica de los problemas haciendo más de lo mismo, cueste lo que cueste. Pero si en las decisiones individuales este comportamiento resulta tener consecuencias negativas, en política resultan ser catastróficas; en el ámbito de las decisiones públicas que afectan los derechos dentro de la comunidad política, los conflictos que no se resuelven no hacen más que crecer hasta el estallido final. Por eso las dictaduras tienden más al colapso que a la estabilidad y la convivencia social.
Contrario a lo que algunos piensan, 2020 fue el año de la huida hacia adelante de la dictadura orteguista. Se lea por donde se lea, cada paso que dio fue para ahondar los errores que al acumularse desde 2007 provocaron la rebelión de abril. Si durante doce años generó exclusión, en 2020 cerró definitivamente todas las puertas a quienes no comulgaran con el credo de la tiranía; si en doce años reprimió las protestas causadas por sus políticas, en 2020 acosó, allanó, golpeó, apresó, torturó y asesinó con el mayor descaro posible; si entre 2007 y 2019 intentó encubrir sus atropellos de los derechos humanos con un discurso pseudo humanista, de izquierda y religioso, en 2020 demostró su absoluta falta de escrúpulos para asegurar su permanencia en el poder a pesar el rechazo mayoritario de la población.
Si la dictadura hubiese recuperado algunas de las parcelas de consenso de las que gozó antes de 2018, no hubiese recurrido a las medidas de fuerza en 2020 mediante las cuales intentó cerrar todas las brechas que su poder sufre por obra justamente del régimen de terror practicado. El recrudecimiento de la represión en 2020 no ha sido una muestra del fortalecimiento del régimen opresor; antes bien, señala un nivel de deterioro sobre el cual es posible afirmar que el intento de huir hacia adelante es directamente proporcional al grado de sentirse atrapado en su propio laberinto.
La prohibición de las manifestaciones y de las reuniones en espacios abiertos o bajo techo equivale a no enfrentar el problema del rechazo creciente en la población. En su lugar, el régimen ha preferido el cierre de todo tipo de libertades para evitar la visibilidad de las mareas azul y blanco. Pero esta trayectoria lo lleva hacia un punto de fuga peligroso: todos sabemos que no por mucho contenerlo el mar termina rompiendo los diques.
La penalización de la solidaridad para evitar que se llevara agua a las madres en huelga de hambre en Masaya, o para impedir la salida de ayuda alimentaria a los damnificados en la Costa Caribe, implicó, una vez más, tratar de negar una realidad que lleva siglos en nuestra cultura: los lazos de pueblo a pueblo, los mismos que nos han socorrido tantas veces frente a adversidades naturales y sociales. Para impedirlo, la dictadura escapó hacia el feudalismo, cuando el Estado anulaba toda expresión de la sociedad civil. Sin embargo, frente a vínculos culturales tan arraigados en las sociedades modernas, y aún más con el desarrollo de los medios de comunicación, todo intento de decomisar la solidaridad es tan inútil como contraproducente.
En la tortura despiadada en contra de los presos políticos también se pueden ver las huellas de la huida hacia adelante del orteguismo. Si en los años anteriores los torturadores se cuidaban de no dejar cicatrices visibles, el caso del Sr. Justo Rodríguez que ha cerrado 2020 muestra que a la dictadura ya no lo importa guardar las apariencias. Ha escapado hacia el reino más oscuro de la humanidad, donde la vida de las personas no tiene ningún valor, e infligir el máximo sufrimiento posible a sus rehenes está en el manual de los verdugos. Ya no hay temor a las condenas por violar los derechos humanos ni reparos al momento de triturar los cuerpos de personas que dejaron de ser consideradas semejantes. Sin embargo, la misma jactancia que alimentó los exterminios masivos en otras épocas sombrías de la historia, terminará siendo prueba de cargo que neutralice cualquier presunción de inocencia cuando tengan que comparecer ante la justicia.
Las cuatro leyes del despotismo del último trimestre de 2020 son la mejor prueba de la huida hacia adelante del orteguismo. Acosado dentro de Nicaragua, aislado internacionalmente y arponeado por las sanciones, el régimen prefirió dar una patada al tablero antes que escarmentar. Ni lecciones ni enmiendas; con el agua cada vez más al cuello, decidió que era el momento de jugar al todo o nada y ordenó la aprobación de leyes prescritas en el recetario de cualquier régimen autoritario (léase Rusia y Turquía, entre muchos). Con ello cerró todo el horizonte de una eventual negociación que no parta de considerar estas leyes como puntos de no retorno. Pero una vez más el dictador y sus jerarcas se colocaron de espaldas a la historia nacional. No hay leyes escritas en piedra que no puedan ser derogadas ni torres que no caigan, aun así haya que arrastrarlas desde los confines más remotos de su huida.
El último tramo de esta evasión ha sido la confiscación de los medios de comunicación y de los locales de organizaciones sociales que llevaban dos años usurpados sin respaldo de ningún tipo de ley. Poco ha importado; como si fuese cualquier delincuente, el Estado arbitrario, después de 24 de meses de abandono decidió de un día para otro apropiarse de las instalaciones físicas sin más argumentos que los rótulos de propaganda. Son rótulos que venden aire frito, como ha ocurrido desde 2007 con mega proyectos olvidados y empresas fracasadas, la pantomima del expolio cada vez menos oculta entre discursos nebulosos de justicia social y el progreso. Con ello la dictadura ha pretendido encaminarse al paraíso de todas las dictaduras, sin libertad de prensa ni iniciativas autónomas de la sociedad civil, donde sólo circulen las versiones oficiales de su mundo paralelo, como las que el dictador quiso transmitir a los nuevos embajadores semanas atrás.
Este año 2020 que agoniza, ha sido la confirmación de que el régimen otoñal de Ortega es la mejor fotografía de sí mismo: autorreferencial, errático y despótico, con poco o nada que ofrecer a quienes dentro de Nicaragua creen todavía que pueden arrancarles cuotas de poder, y en el exterior a quienes barruntan salidas de buena voluntad. Para que ello ocurriese haría falta que el orteguismo reconociera sus errores. Pero eso no ocurrirá. No habrá elecciones libres a menos que reciba dos tipos de garantías: impunidad y seguridad de sus capitales, dos bienes escasos por la política de tierra arrasada de quienes huyendo hacia adelante se saben sin futuro.