25 de diciembre 2020
La presidencia de Trump llega a su fin. Con lo cual debería concluir la narrativa acerca de sus supuestos populismo, autoritarismo, enemigo de la democracia y la república, neo-fascista, adversario de la libertad de prensa y los derechos humanos, y tantas otras caracterizaciones similares.
También nos darán un respiro los paralelos y equivalencias con Chávez, Castro, Mussolini, Putin y cuanto autócrata haya gobernado alguna vez. Que no han sido pocos en la historia, por cierto. Una perla que ilustra el punto fue la de The Economist en febrero de 2017: “Un peronista en el Potomac”. Lo cito solo por la absurda extemporaneidad.
Desde el periodismo, entonces, pero también en la academia, el ensayo literario, las ONGs y otros púlpitos, para no hablar de las redes sociales, miles de paginas y horas de tiempo al aire se malgastaron con el script que “las democracias sucumben con líderes como Trump”; “Trumpismo es autoritarismo”; “Estados Unidos está en un escenario pre-autoritario”, y muchos más pronunciamientos similares.
A saber, que iba a quebrantar la secuencia normal de la democracia constitucional, que designó jueces afines en la Corte Suprema para quedarse ilegítimamente, que no iba a entregar el poder en caso de un resultado adverso y otras predicciones similares con poca evidencia y lógica analítica pero con mucho de asociación libre. Si no de irresponsabilidad; elija el lector el idioma y el lugar del planeta más “creativo” sobre este tema.
La cuestión es que tres decisiones institucionales de la actual etapa post-electoral desestimaron cualquier disputa, ratificando la fecha de terminación de la presidencia de Trump, de acuerdo al calendario constitucional, y exponiendo el mito de su dictadura. La realidad es que todo está ocurriendo según lo previsto y sin trauma alguno.
El viernes 11 de diciembre la Corte Suprema rechazó una denuncia del Ministro de Justicia de Texas (Attorney General) que perseguía bloquear millones de votos en cuatro estados en los que venció Biden. La moción buscaba invalidar los resultados en Pennsylvania, Michigan, Georgia y Wisconsin. La orden judicial fue emitida de manera unánime.
Así se allanó el camino para que el lunes 14 se reunieran los Colegios Electorales. Estado por estado, el proceso duró todo el día, comenzando con New Hampshire a las 10am y finalizando con Hawaii. En el mismo se confirmó la victoria de Biden sobre Trump por 306 a 232 electores. Con los votos certificados y enviados al Senado, el Colegio Electoral se disolvió hasta 2024.
El tercer hecho institucional carga una especial significación política. El martes 15 habló en el Senado Mitch McConnell, líder de la mayoría Republicana. Felicitó al Presidente-electo Joe Biden y a la Vicepresidente-electa Kamala Harris, ambos colegas suyos en el Senado en diferentes épocas. Remarcó los muchos años que Biden dedicó a la vida publica, ello al tiempo que elogió los “grandes logros” de Trump en su presidencia.
Con ello el Senador Republicano de mayor peso, el gran estratega legislativo conservador del Sur pavimenta el camino para los últimos dos eslabones de la cadena institucional: la confirmación del voto del Colegio Electoral en el Congreso el 6 de enero y la toma de posesión dos semanas después.
Nótese, los jueces archiconservadores que Trump mismo designó lo dejaron sin respaldo legal. Su partido le dio la bendición al Presidente-electo de oposición. Rutilante demostración de separación e independencia de los poderes del Estado, los Padres Fundadores estarían orgullosos. No solo hay separación de poderes, sino que esta es más fuerte que cualquier ideología e identidad partidaria.
Eso por cierto que no se parece a una dictadura ni a ninguna de las caracterizaciones usadas y abusadas sin evidencia. La evidencia más contundente al respecto es “a contrario”: la sentencia de la Corte Suprema y las palabras del Senador Mitch McConnell. Ignorar todo esto y quedarse solo con la retórica de la “utopía trumpiana”, que ha sido claramente iliberal, es miopía pura.
El discurso, que importa, importa menos que las acciones de gobierno. Si no fuera así, la retórica de Obama sobre la inmigración, por ejemplo, alcanzaría para ocultar que deportó más personas que Trump. Los mitos suelen propagarse con una cierta facilidad.
La estabilidad democrática tampoco depende de la convicción de un presidente, lo cual ayuda si la posee, sino que se basa en instituciones que marcan los parámetros de lo que el gobierno puede hacer y no hacer. Es que a un mínimo el poder seduce y a un máximo corrompe. La tentación de quedarse más tiempo que el estipulado, y así erosionar dichos límites institucionales, es siempre importante. En América Latina sobran ejemplos al respecto.
No es Trump, sin embargo, al menos hasta ahora en Estados Unidos, el ejemplo más saliente de ese “no querer partir”. De hecho, el único en la historia que se quedó más tiempo del debido fue Roosevelt, cuatro periodos. El Partido Demócrata lo considera el mejor presidente de la historia pero lo cierto es que obligó a hacer explícita la norma hasta entonces no escrita que fija un máximo de dos términos en la Casa Blanca, la 22da enmienda.
En definitiva, Estados Unidos es la misma nación de siempre. Una democracia que representa mal y elige por medio de un sistema que ciclo tras ciclo reproduce y profundiza la polarización, haya habido fraude o no. A propósito, solo 40 000 votos que hubieran ido para Trump en lugar de Biden en Arizona, Georgia y Wisconsin lo habrían reelegido.
Los Padres Fundadores también habrían estado orgullosos de ello. Para neutralizar el puro mayoritarismo y evitar su desviación más peligrosa—la “tiranía de la mayoría”, según la exquisita metáfora de James Madison—es que existe el Colegio Electoral.
Y todo ello junto a una república sólida, justamente, donde la Constitución manda por medio de sus intérpretes, los jueces, y el poder político obedece. Difícil la perpetuación, el populismo descarnado, el fascismo y la dictadura en ese marco institucional. Y esa es la lección para los agoreros del mundo entero.
Texto original publicado en Infobae