Guillermo Rothschuh Villanueva
20 de diciembre 2020
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Los libros de siempre son un antídoto, una tabla de salvación, me oxigenan y llenan de energía. Lamento la pérdida de Los idus de marzo
Los libros de siempre son un antídoto
“El único placer que supera una
buena lectura es el de releer un libro”.
Gabriel García Márquez
Con los años uno valora el goce que deparan las relecturas, el gusto se va forjando a través de nuestras primeras incursiones por este mundo encantador. Su sabor queda impregnado en el paladar. El deleite reaparece cuando volvemos a los libros que nos prodigaron alegría y felicidad. Abrimos sus páginas con la seguridad que sabrán hechizarnos como lo hicieron la primera vez. Tengo libros que me han acompañado a lo largo de mi existencia. Algunos los he regalado para comprarlos de nuevo. De esta manera comparto la satisfacción que me deparó su lectura. Me consuela saber que algunos títulos están en las bibliotecas de mis amigos, y si un día se me antoja leerlos de nuevo, estoy seguro que me los darán prestados. Ya lo he comprobado.
Son libros cuyas páginas he abierto una y otra vez para sentir el embrujo que me produjeron cuando los descorché, sabiendo que en su desmesura encontraría montañas, ríos y un predicador célibe rescatando almas descarriadas. Ese estremecimiento siento cuando vuelvo a La guerra del fin del mundo, del peruano Mario Vargas Llosa. En otros —La Odisea del ciego Homero— asisto compungido al combate entre dos guerreros. ¿Aquiles o Héctor? Otras veces me dejo arrastrar por el habla de sus personajes. No puedo resistir la invitación en coro que me hacen para sumarme a la algarabía. ¿Cómo sustraerme a estos deseos cuando me acerco a Tres tristes tigres del cubanísimo Guillermo Cabrera Infante? No hay manera de eludirlo.
Hay un libro que me acompaña desde mis años de estudiante de secundaria. Corrijo, son las Obras Completas de William Shakespeare. Sus dramas han sido infaltables en el banquete de mi mesa. Comencé curioseando Romeo y Julieta, luego de sentir dolor por el joven Werther, herido sentimentalmente por Charlotte. Después me asomé a La doma de la bravía, urdida por el Cisne de Avon, para librar de los azotes de su mujer al pobre borracho. Al despertar no sabe si lo que tuvo frente a sí —el montaje de la obra de teatro— fue una simple ilusión. Cuando puedo releo el discurso de Marco Antonio en las honras fúnebres de Julio César. No importa que la grande, Katelyn McCullough, haya demostrado que este discurso jamás fue pronunciado.
Cien años de soledad la leo y vuelvo a leer sin asomo de cansancio, mi encuentro con el Minotauro se produjo apenas su obra salió a conquistar el mundo. Es el libro que más he regalado, solo comparable con Los condenados de la tierra, texto que obsequié en innumerables ocasiones a mis alumnos en la UCA. Cien años de soledad es un manjar para disfrutarse en todas las estaciones del año. Máxime ahora que la peste pretende doblegar nuestro ánimo. Un texto cargado de magia. El júbilo que transmite es contagioso. Gabo es el hechicero mayor de la tribu integrada por Fuentes-Cortázar-Vargas-Llosa. La edición celebratoria de sus 50 años la llené de garabatos. Me distraigo leyendo estas anotaciones ante la alegría que me suscita la lectura de Gabo.
Jorge Luis Borges continúa deslumbrándome con el esplendor de su pluma. A pesar que tengo sus Obras Completas, dispongo por separado de Ficciones e Historia Universal de la infamia. Me embriaga el ritmo que impone en El hombre de la esquina rosada: “A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos lados de la laguna de Guadalupe y la Batería”. Sigo disfrutándolo. Planta cara a Fray Bartolomé de las Casas. Algo muy suyo. No perdona al sacerdote dominico que sugiriera librar a los indios de la infamia, para trastabillar y dar de bruces recomendando suplir su trabajo esclavizado poniendo negros en su lugar. ¡Estoy seguro que a Borges los indios importaban un carajo!
Con Saramago la impresión que tuve con El Evangelio según Jesucristo, fue como la esperaba. ¿Será porque estoy libre de prejuicios religiosos? Sabía de antemano que don José iba herir ciertas almas piadosas con el filo de su sarcasmo. Jamás compartiré la reacción visceral de algunos religiosos. ¿No quisieron entender que se trataba de una obra de ficción? A quiénes ríen de sus dioses, les mandan a la hoguera o al infierno. Me gusta Caín —porta el mismo fenotipo y genotipo de El Evangelio… Deshace el mito. Don José muestra que merece más consideración el supuesto hermano malo, que el bueno de Abel. El premio Nobel de literatura se metió a la jungla. Para muchos su humor despide azufre. Su iconoclasia irrita a los infieles. Le lanzan zarpazos.
La muerte de Artemio Cruz es el único libro de Carlos Fuentes que guardo con celo. Tiene que ver con mi vida sentimental. Al regresar a Juigalpa una tarde de viernes mi padre me preguntó qué libro estaba leyendo. La Muerte de Artemio Cruz, le dije. Te felicito. El siguiente viernes me preguntó lo mismo y respondí igual. Al siguiente viernes me hizo la misma pregunta y obtuvo la misma respuesta. Indignado, me dijo mañana quiero verte a las siete frente al pizarrón que está en el garaje. En tres sesiones me enseñó el análisis de texto. Me advirtió que por cada libro que me regalara tenía que entregarle una reseña. ¿Cómo no iba a distraerme de la lectura de un libro apasionante si mi pasión por Inés era muchísimo mayor? ¡Imposible!
Con Cortázar guardo una relación intimista, obedece al humor que envuelven sus creaciones. Lo sentí docto en Clases de literatura, conferencias dictadas en la Universidad de Berkeley en 1980. Atesoro La verdad de las mentiras de Mario Vargas Llosa y Mentiras verdaderas de Sergio Ramírez. Me relamo del gusto leyendo cada una de sus cátedras. Uno ratifica la afición de Ramírez por la música y el cine a través de los títulos de algunas de sus obras. Adiós muchachos, gardeliano; Sombras nada más, me llega el eco de la voz inconfundible de Javier Solís; Mentiras verdaderas, mis ojos continúan disfrutando el striptease que la aprendiz a detective, Jamie Lee Curtis, hace ante Arnold Schwarzenegger. Unas contorsiones sinuosas, embriagantes.
Las relecturas me salvan ahora que muchos libros quedaron varados en las aduanas o muchos no fueron solicitados tardíamente. ¿Temían que no fueran vendidos? El asesinato de George Floyd por un policía blanco, me llevó a revirar la mirada hacia los sesenta y setenta del siglo pasado, para ojear libros sobre su cultura y rechazo a la larga historia de racismo. Alma encadenada, de Eldridge Cleaver, con justicia aclara que “no es el color el que condena a los blancos sino sus acciones”. Con sarcasmo autocrítico, Stokely Carmichael, confiesa que se sentaba en primera fila del cine para ver Tarzán. Entusiasmado gritaba: “Dale duro a esos negros brutos”. Las cartas de George Jackson en Soledad Brother, saben a violencia, dolor y muerte. Una vida aterradora.
Literato llenó el vacío, pude navegar sobre las aguas de Salvar el fuego, de Guillermo Arriaga, ganador del Premio Alfaguara de Novela 2020. Ahora releo Crónicas desde la región más violenta, una compilación realizada por Óscar Martínez, escritas por los periodistas de Sala Negra de El Faro. Después pienso releer El mundo de afuera de Jorge Franco, aunque no descarto Una misma noche, de Leopoldo Brizuela, novela que abre mi apetito. En relación a los novísimos son muy pocos los que logran atraparme. La única propuesta de Jorge Volpi que he podido digerir es Una novela criminal (2018), y eso porque se trata de un extenso reportaje. Sus novelas están más cerca del ensayo. A mí me gustan las narraciones con mucha inventiva. Sobre todo en estos tiempos. Son un oasis donde uno encuentra refugio. Me salvan del tedio.
Los libros de siempre son un antídoto, una tabla de salvación, me oxigenan y llenan de energía. Saber que los tengo fortalece mi espíritu. No cuento con algunas de mis obras entrañables. Sería falta de cortesía decir a quiénes las presté o me las sustrajeron. Cuando mudaba de casa se extraviaron, según dijeron quienes podían dar fe de su destino. Lamento la pérdida de Los idus de marzo, de Thornton Wilder, novela sobre el patricio romano Julio César, uno de mis personajes predilectos. La primera vez la obtuve robándola de la oficina de un funcionario mexicano de migración. El riesgo valió la pena. Luego me la regaló Luis Humberto Guzman. Al buscarla entre las cajas donde guardaron mis libros, nunca la encontré. ¡Me gustaría volver a empinármela!
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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