15 de diciembre 2020
La demanda de justicia que toma fuerza en Nicaragua no tiene antecedentes en el país. Surge de un coro de voces diversas que confluyen en la necesidad de elaborar el pasado y construir un futuro de la mano de la justicia.
La justicia ha sido elusiva en Nicaragua. Para iniciar, la respuesta a las atrocidades de la guerra estuvo teñida por el revanchismo. Cabe reconocer el ingenio y la proyección de avanzada de los Tribunales especiales de justicia (conocidos como tribunales populares antisomocistas) adoptados por decreto en noviembre de 1979 (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH: 1981, Cap. 4). Su implementación, desafortunadamente, fue deficiente, en parte, por la debilidad institucional y porque “los tribunales” adquirieron rasgos de artificios de castigo mas que de justicia. La sed de venganza y desquite torpedeó una idea novedosa. Con poca o nula observancia del debido proceso, 4 331 personas fueron condenas a penas de hasta 30 años.
Pocos conocen o recuerdan los tribunales especiales. No se trata de evocar una experiencia poco exitosa, pero sí resulta conveniente revisar la práctica pasada para enmendar errores. Una lección básica: las condenas solas – sin proceso social de elaboración de la verdad y sin participación de las víctimas – no son suficientes. Además, para tener legitimidad, las condenas necesitan estar amparadas por prácticas justas, derivadas de la observancia del debido proceso judicial.
El contexto de ese (ya antiguo) proceso de justicia especial estuvo signado por eventos que ensalzaron la venganza y el uso de la violencia, como las ejecuciones de 24 presos en “La Pólvora”, la cárcel de Granada; y una serie de asesinatos y linchamientos en distintas partes del país (CIDH: 1981, Cap. 2). Igualmente, la recepción oficial y social de la ejecución de Somoza Debayle, en septiembre de 1980 en Paraguay, demostró un sentimiento irradiado entre nicaragüenses que celebraba la muerte, apartándose de la procuración de justicia.
Los sentimientos de odio y resentimiento que se experimentaban eran comprensibles como resultado de la represión vivida, pero su canalización mediante instituciones justas era necesaria para recuperar la preeminencia del poder público sobre la violencia, una condición básica del Estado de derecho. El despliegue de la autoridad formal para hacer justicia tiene un efecto temperante en la sociedad, reduce el riesgo de venganzas personales, y confronta la justicia por propia mano. Además, fortalece la legitimidad de las instituciones y promueve la confianza cívica en las autoridades.
En los ochenta, el país rápidamente transitó a otras prioridades, buscando la reconstrucción económica y social. La injerencia extranjera no solo saboteó al impensado Gobierno revolucionario, sino que abiertamente promovió la violencia para desestabilizar. La polarización y la guerra continuaron tiñendo la realidad nicaragüense y, por lo tanto, la violencia continuó marcando la vida ciudadana. El Estado de derecho nunca maduró, y la lógica de amigo-enemigo engulló todas las dinámicas sociales. Cálculos creíbles exponen que la victimización de este periodo incluye a 31 000 personas muertas (Walker: 1991). Otro de tipo de violencia, como la violencia sexual, no tuvo registro – lo que no quiere decir que no haya sido muy frecuente. Al margen del sufrimiento experimentado y el trauma psíquico extendido, las víctimas no tuvieron voz. Las prioridades fueron otras y la justicia se esfumó.
Para inicios de la década de los noventa, comunidades enteras, como Estelí, Matagalpa y Jinotega, estaban sometidas al rigor de los grupos armados. Se calcula que había más de 20 000 hombres armados (Saldomando: 1995, y CIAVV-OEA). Miles de personas fueron victimizadas, sin reconocimiento alguno. La negación de la violencia y de las víctimas de este periodo es profunda.
En vez de confrontar la violencia y proyectar la consolidación de un Estado justo, bajo variados mantras que invocaban la “pacificación” se adelantaron levantamientos y pactos espurios y engañosos. La violencia sustituyó al poder, nuevamente, y la justicia otra vez quedó a la deriva. Una sucesión de amnistías, arrancando con la acordada en Esquipulas, consiguió que nadie respondiera por lo acontecido. La institucionalidad estaba debilitada, el poder frágil y la justicia secuestrada por quienes demostraban fuerza o amenazas creíbles de desestabilización.
Algunos personajes sacaron provecho extremo del manto de impunidad de los noventa; hoy siguen tapados y ejerciendo los hilos de poder desde lo local. La concesión de amnistías anuló cualquier exploración de las atrocidades cometidas, enmascaró un amplio catálogo de conspiraciones criminales de carácter rentista, y dio un aval a la arbitrariedad oficial y al abuso de poder. Además, instaló una práctica contraria a las obligaciones internacionales del Estado nicaragüense en materia de derechos humanos: extender amnistías generales, como si nada, para hacer borrón y cuenta nueva.
Los antecedentes de injusticia marcan la historia y pesan en la elección del camino que se ha de seguir, pero no implican una predeterminación. Es posible hacer las cosas de manera distinta, romper con la impunidad y elaborar el pasado de una manera más constructiva, más integral, invocando y evocando el valor cardinal de la justicia, y buscando un balance entre la justicia retrospectiva y la justicia prospectiva.
Justamente, un conjunto de organizaciones nicaragüenses agrupadas en la Coalición por la Justicia en Nicaragua emprende actualmente una serie de acciones para promover que una noción robusta de justicia se erija en Nicaragua. En un nuevo documento de trabajo, intitulado La búsqueda de justicia: una ruta delineada por las obligaciones internacionales del Estado nicaragüense, la Coalición por la Justicia traza un camino para “garantizar la no repetición de las violaciones de derechos humanos y romper con el círculo de la venganza y la violencia revanchista que, por desgracia, nuestro país ha padecido en otros momentos de su historia”.
Se trata de una propuesta que está “arraigada en el marco normativo de los derechos humanos y propone medidas prácticas y creativas para poner en marcha las obligaciones internacionales” del Estado nicaragüense. La Coalición promueve “la justicia, como valor consustancial al Estado de derecho”, y busca su materialización mediante distintas formas de rendición de cuentas y ejercicios de responsabilidad – no solo por la vía penal. Busca asegurar que, esta vez, las voces de las víctimas sean escuchadas y que se aborden seriamente las causas de las violaciones para cerrar el ciclo de violencia y consolidar el Estado de derecho en Nicaragua.
Se trata de una iniciativa valiente y técnica, que busca rescatar el valor esencial de la justicia. Esta es la ruta que propone la Coalición por la Justicia en Nicaragua. Su clamor es sencillo, pero determinante: “esta vez, hagámoslo diferente – ¡queremos justicia, no más impunidad!”