10 de diciembre 2020
La elección presidencial en los Estados Unidos, ya prácticamente resuelta, refutó una variedad de prediccionestremebundas. Se nos dijo que no se contarían todos los votos, que alterarían las máquinas de votación, que las legislaturas de los estados ordenarían a los electores desafiar la voluntad del pueblo, que matones armados iban a intimidar a los votantes y que estallarían disturbios, en los que la policía tomaría partido por el presidente de «la ley y el orden». Por cierto, el presidente Donald Trump, fiel a su estilo, se ha negado a aceptar la derrota, acusó a los demócratas de fraude y cuestionó el resultado de la elección en los tribunales. Pero no tiene chances realistas de seguir en el cargo después de la fecha de traspaso del mando.
Quienes sostienen que la conducta de Trump después de la elección equivale a un intento de golpe de Estado malinterpretan la situación. La negativa de Trump a aceptar la derrota no significa nada. Sus cuestionamientos legales son frívolos y los tribunales los han rechazado. Ya perdió.
Aunque muchos votantes republicanos digan a los encuestadores que les robaron la elección, no han salido a las calles o empleado tácticas como las que uno esperaría de gente que realmente crea que la democracia ha sido subvertida. No hubo un levantamiento a la manera de Hong Kong. Los ataques de Trump a las instituciones estadounidenses son, más que nada, una forma de teatralización política.
Habrá quien diga que, aun así, Trump dañó la credibilidad del sistema electoral de los Estados Unidos, y más en general su democracia constitucional. El argumento básico (repetido con extraordinaria frecuencia estos últimos cuatro años) es que Trump subvirtió ciertas «normas» cruciales para el funcionamiento de la democracia. Normas no escritas que aseguran la cooperación entre los dos partidos principales, el respeto de la voluntad del pueblo y que la política no degenere en violencia; allí donde un presidente las desprecie o ataque, se desintegrarán y la democracia será imposible.
Estos temores son, sin duda, legítimos. Pero paradójicamente, los ataques de Trump a la democracia estadounidense más que debilitarla parecen haberla fortalecido. Tómese por caso la elección. Hace décadas que los politólogos se lamentan de que muy pocos estadounidenses votan o se interesan por la política. Pero la participación de votantes como proporción del padrón habilitado este año fue la más alta desde 1900. Pese a las dificultades económicas y restricciones de la peor crisis sanitaria en un siglo, la gente donó dinero a los candidatos, discutió en Internet y se organizó a gran escala. Estas son señales de una democracia sana, más allá de las teorías conspirativas, la polarización y una sensación de agitación permanente.
Del mismo modo, aunque Trump haya atacado a la prensa acusándola de ser «enemiga del pueblo» (y a menudo criticando a varios periodistas con nombre y apellido) los grandes medios atraviesan un gran momento. Las suscripciones a las ediciones impresa y digital del New York Times, uno de los principales «enemigos» de Trump, treparon de tres millones en 2017 a siete millones en 2020. La CNN, MSNBC y Fox News tuvieron cifras de audiencia récord en 2020. Tampoco hay indicios de que periodistas o comentaristas hayan dejado de publicar notas u opiniones por temor a represalias del Gobierno.
El Poder Judicial, otro blanco frecuente de las críticas de Trump, también se mantuvo independiente. Además de rechazar los infundados cuestionamientos de Trump al resultado electoral, los jueces le han propinado a su gobierno derrota tras derrota. Intentos de desregulación de la economía (que los conservadores aplauden) fueron anulados por los tribunales en la inmensa mayoría de los casos que se les plantearon (y mucho más que en gobiernos anteriores). Los tribunales también obstaculizaron numerosas medidas emblemáticas de Trump contra la inmigración ilegal, en algunos casos con críticas impiadosas al gobierno. Y aunque Trump llevó la composición del sistema judicial hacia la derecha, todo indica que los jueces que designó se están tomando su trabajo en serio.
Lo más importante es que la infracción de las normas no siempre es exitosa; suele ocurrir que revele defectos que pueden corregirse a través del proceso democrático. Cuando el presidente Franklin D. Roosevelt no respetó el límite de dos mandatos presidenciales, se lo incorporó a la Constitución estadounidense con la Vigésimosegunda Enmienda.
Además, no siempre está mal cuando el incumplimiento de normas las termina anulando. En muchos casos, eran normas obsoletas, reflejo de prácticas pasadas. En retrospectiva, los presidentes que las violaron parecen visionarios antes que retrógrados. En el siglo XIX se violaron normas que impedían a los presidentes hacer campaña mientras ejercieran el cargo (lo que se consideraba impropio) o dirigirse directamente al pueblo (en vez de actuar por intermediación del Congreso). Esas normas se desintegraron porque viejas nociones de gobierno elitista perdieron influjo sobre la comunidad política al fortalecerse los ideales democráticos. Las normas políticas, igual que las normas morales, son poderosas precisamente porque no pueden destruirlas unos pocos individuos prominentes. Cuando se desgastan, es porque chocan con principios emergentes o nuevas realidades políticas.
Por otra parte, los ataques de Trump a los centros de poder que compiten con la presidencia en el sistema político estadounidense obraron en general como un recordatorio de la importancia de esos centros. Incluso Trump parece haberlo entendido, ya que sus ataques sólo fueron retóricos. Hasta donde sabemos, no dio pasos concretos en la dirección de debilitar a los medios o a los tribunales; por ejemplo, ordenar investigaciones o causas legales, o impulsar leyes que pudieran obstaculizar sus actividades. Tampoco usó las fuerzas del orden u otros mecanismos de gobierno para hostigar a demócratas y otros opositores, por mucho que lo hubiera deseado. Su retórica incendiaria le resultó contraproducente: apenas afectó a los atacados, pero le costó un buen número de votos republicanos y estimuló una enorme participación electoral de los demócratas. La confianza de los estadounidenses en las instituciones públicas, según la medición de Gallup, no parece haber disminuido durante la presidencia de Trump (aunque sigue una tendencia declinante desde mucho antes de él).
Trump tal vez esperaba (y sigue esperando) que sus ataques al proceso electoral pudieran influir sobre miembros del Partido Republicano, jueces y otras figuras de modo de anular el resultado; que si una cantidad suficiente de votantes salía a las calles, y si una cantidad suficiente de funcionarios calculaba que un Trump agradecido los recompensaría con futuras sinecuras, esos funcionarios le darían lo que deseaba. Pero no sucedió.
La razón principal por la que no sucedió (además del hecho de que casi todos los funcionarios electorales ejecutaron sus tareas con integridad) es que Trump no es un presidente popular. Como le faltó apoyo político para ganar la elección, no sorprende que tampoco tuviera apoyo político para anular el resultado.
A los historiadores les llevará mucho tiempo terminar de evaluar el efecto de Trump sobre la democracia constitucional estadounidense. Es evidente que su presidencia puso de manifiesto falencias serias, entre las que se destacan la influencia desmesurada de los votantes de ideologías extremas en el proceso de primarias presidenciales y el peso excesivo del dinero en la política. Pero la democracia estadounidense sigue siendo fuerte, al menos por ahora.
Este artículo fue publicado originalmente en Project Syndicate.