2 de diciembre 2020
Habrá una administración Biden a partir del 20 de enero, más allá de las incertidumbres de los recuentos y la transición. Menos dudas existen en relación a su política exterior, pues el propio presidente electo y sus asesores han afirmado que retomarán la agenda de Obama-Biden. Ello supone un enfoque conocido frente a la ardua tarea de reforzar la estabilidad global y proteger los valores de Occidente. Previo a lo específico, algunas aclaraciones preliminares.
En perspectiva histórica las divergencias entre Demócratas y Republicanos han sido de estilo y retórica más que de sustancia. Casi siempre han acordado los trazos gruesos de la política exterior: la expansión del comercio y las relaciones de mercado, y el protagonismo del país en la defensa del orden liberal internacional surgido de la Segunda Guerra y ampliado desde la caída del comunismo soviético. Las grandes diferencias fueron sobre método; por ejemplo, entre multilateralismo y unilateralismo.
Desde el punto de vista intelectual el realismo siempre fue el paradigma dominante, también en relación al “destino manifiesto” de Estados Unidos en el sistema internacional. Nos dice que el internacionalismo liberal, y las instituciones de cooperación que le dan sustento, dependen de la existencia de un poder hegemónico capaz de penalizar a los transgresores. La supremacía americana se basa en un poderío económico y militar—y muchos autores agregan “normativo”—que convence a los adversarios sobre la conveniencia de abandonar posturas agresivas y a los aliados de las ventajas de contar con su protección.
Esto para desacreditar el mito que halcones y palomas tengan una identidad partidaria específica. El primer Presidente Bush fue un halcón en el Golfo Pérsico y la unificación alemana, pero también lo fue Clinton apoyando a Yeltsin ante el golpe del establishment militar comunista y luego en los Balcanes. Kissinger fue un halcón contra el comunismo y otro tanto fue Brzezinski. El Plan Colombia fue política de Estado, bipartidista por definición.
Si bien Obama fue un halcón con el yihadismo radical, autorizó 500 ataques secretos con drones en Pakistán, Libia, Irak, Afganistán, Siria, Somalia y Yemen, ello contrastó con sus posiciones públicas, siempre partidario de la diplomacia. Como tal, fue caracterizado como paloma, un presidente por lo general “renuente a involucrarse”. “Reluctancy and restraint”, se leía en aquella época.
Tal vez el Nobel con el que arribó a la Casa Blanca lo definió como un presidente pacifista antes de comenzar. Lo mismo ocurrió con Trump, nótese, pero en dirección opuesta. Por su lenguaje áspero y a veces agresivo se lo ha construido como un presidente belicoso a pesar de no haber iniciado guerra alguna. Es que el discurso del poder siempre es la realidad, nunca meras palabras.
En este sentido, la narrativa de Obama implicó un cambio importante en la tradición presidencial americana. Expresaba explícitamente su predilección por el multilateralismo pero renegando del realismo, el verdadero manual de teoría y práctica de la política exterior del país. De nuevo, nótese que con Trump ha sido una relación inversa: un realismo con unilateralismo, sin guerras pero con sanciones comerciales.
Voces críticas señalaban a menudo que Obama abandonó espacios, lesionando el interés y la seguridad del país. En una nota de junio de 2014, Dick Cheney, vicepresidente de Bush, le reclamó que su negativa a involucrarse en Siria significó cederle el Medio Oriente a Irán y Rusia, causando con ello aprensión entre los aliados.
Algo de eso ocurrió, de hecho. La primavera árabe se transformó en un gélido invierno al poco tiempo de su magistral discurso de junio de 2009 en El Cairo; la guerra civil siria se convirtió en genocidio a pesar de las líneas rojas a Al-Assad; y Putin anexó Crimea ignorando todas sus advertencias. Sus críticos lo caracterizaron como una abdicación de la responsabilidad de Estados Unidos por la provisión de bienes públicos.
Es decir, garantizar estabilidad y seguridad en un sistema internacional por definición en anarquía. El problema es que Obama no pensaba que la política exterior del país hubiera generado estabilidad ni seguridad, sino más bien lo contrario. Un tema recurrente en sus dos presidencias fue que Estados Unidos había estado errado, y que debía por ende reformular sus relaciones con el mundo. En su revisionismo el entonces Presidente incluía un cierto remordimiento, lenguaje que permeó sus relaciones con el mundo islámico y América Latina en particular.
Precisamente, aún antes del célebre discurso de El Cairo, Obama había asistido a la Cumbre de las Américas en abril de 2009. Allí dijo tener “mucho que aprender, deseando escuchar y descubrir cómo trabajar con mayor efectividad”. Reconoció que hubo tiempos en los cuales Estados Unidos se desentendió de sus vecinos y otros en que buscó dictarles qué hacer, prometiendo ahora trabajar en pos de una cooperación entre iguales.
Cuba fue parte de aquella primera conversación hemisférica en Trinidad y Tobago, recuérdese que llevaba apenas un par de meses en la presidencia. Dijo que buscaba “un nuevo comienzo” con la Isla, incluyendo tratar temas como derechos humanos, libertad de expresión y democracia entre otros. “Sé que es un viaje largo para superar décadas de desconfianza, pero hay pasos importantes que podemos dar hacia un nuevo día”.
Dicho marco conceptual moldeó las relaciones hemisféricas de su administración. Así le fue dando forma al deshielo y al restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba, concretado finalmente en diciembre de 2014. Su nuevo comienzo incluyó también apoyar las negociaciones del Estado colombiano con las FARC, que tuvieron lugar en La Habana, precisamente. En la cumbre de abril de 2009 había afirmado que no era posible seguir con “la falsa opción entre culpar a los paramilitares de derecha o culpar a los insurgentes de izquierda”.
Quien aquí escribe tiene su nombre en papel elogiando dicha decisión por valiente y creativa. “América para los americanos en versión Obama” se veía promisoria, dije alguna vez, su natural optimismo contagiaba. También celebré la voluntad de terminar con el embargo, una política a todas luces fracasada, y cerrar décadas de violencia en Colombia.
Para decepcionarme como tantos otros al poco tiempo. El nuevo comienzo no pasó de un juego de béisbol en La Habana y una magistral disertación ante el pleno del Partido Comunista sobre las bondades de la democracia competitiva y la libertad de expresión. Pero no los convenció, dos años más tarde esa misma nomenclatura se reeligió otra vez, 605 candidatos para 605 curules, y ungió a Díaz Canel en la presidencia. Y allí sigue la dictadura de seis décadas.
Derechos civiles y libertades publicas otro tanto; o peor, pues se restringieron más. La apertura de la Isla al mundo significó más represión, no menos, para los activistas de derechos humanos. Con la presencia habitual de celebridades, más frecuentes se hicieron las redadas a efectos de remover los disidentes del campo visual de los visitantes extranjeros. Al nuevo día de Obama, los Castro respondieron con la vieja noche del totalitarismo.
El deshielo colocó al castrismo en una zona de confort hasta entonces desconocida. Se amplió su margen de maniobra e influencia en la región, insumo intelectual directo y específico en cuanta operación contraria a Estados Unidos y a la democracia liberal pudiera desplegarse: Foro de São Paulo, Unasur, CELAC y, por supuesto, a partir de allí la intensificación de su tarea de inteligencia y control social en Venezuela.
La negociación con las FARC también le dio legitimidad a Maduro, garante del proceso. A partir del acuerdo las FARC pudieron dedicarse a su negocio a tiempo completo—la cocaína—mientras continúan con tareas de desestabilización por encargo de La Habana. De pronto un cartel, que lo era desde hacía tiempo, se benefició por la Justicia Transicional, un marco institucional pensado para incorporar guerrilleros, no narcotraficantes, a la vida institucional de un país.
El nuevo esquema regional estabilizó al régimen chavista. Los acuerdos de paz se ratificaron en noviembre de 2016, simultáneamente con la elección en Estados Unidos y el referéndum revocatorio en Venezuela que el régimen canceló. Ya para entonces la crisis política, social y humanitaria era una realidad, el éxodo se aceleraba. Hoy son 6 millones los venezolanos emigrados, desplazamiento forzoso que califica como crimen de lesa humanidad, entre otros. Siete de cada diez hogares no cuentan con suficiente comida para subsistir.
Pero ese es solo el comienzo de un problema aún más grave para la seguridad hemisférica. La nueva administración deberá abordarlo con urgencia: la internacionalización de la dictadura venezolana. Maduro se sostiene en el poder con recursos del crimen organizado y el terrorismo regional y extra-regional. Los obtiene por medio de parcelar la soberanía. Es decir, subcontrata con ellos, otorgándoles concesiones para explotar recursos mientras cede control de porciones del territorio nacional.
Así es como existen “Estados” paralelos dentro de Venezuela: los carteles mexicanos, el ELN y la minería ilegal, las FARC disidentes y las FARC partido, terroristas de Hezbollah, tropas iraníes y rusas, e intereses chinos y turcos, estos últimos involucrados en la apropiación de recursos. Y la inteligencia cubana, desde luego, que controla las cárceles, los aeropuertos, los cuarteles militares y la protección de Maduro. Se trata de una verdadera confederación de ilícitos y tropas de ocupación.
Este es el dilema y desafío que encontrará la nueva administración. Los funcionarios nombrados, Antony Blinken como Secretario de Estado y Jake Sullivan como Consejero de Seguridad Nacional, tienen probada experiencia y capacidad desde los años de Obama-Biden.
El problema es que mucho ha cambiado en la naturaleza de la crisis regional en estos cuatro años, ese debería ser el aprendizaje rápido y necesario. No servirá de nada volver a 2016. Muchos de quienes estuvieron en la Casa Blanca de Obama admiten que reconsiderarán las sanciones a Venezuela y descartan la idea de impulsar un cambio de régimen para, en contraste, negociar con Maduro. Ambas posturas son problemáticas.
Respecto a las sanciones, varias fueron aplicadas en el marco de imputaciones del Departamento de Justicia. Los 15 jerarcas de la primera línea están acusados de “narco-terrorismo”. No sería coherente, ni enteramente de acuerdo a procedimiento, levantarlas para negociar con Maduro. Ello volvería a darle oxígeno. La dictadura no importa alimentos, que no tienen sanciones, pero sí importa armas.
Respecto a desistir abiertamente de la idea de un cambio de régimen en Venezuela—siendo que es, literalmente, territorio ocupado por adversarios de Estados Unidos—no parece ser lo más sensato desde el punto de vista de la seguridad nacional ni hemisférica. Hacerlo explícito sería nuevamente ganancia neta para el castro-chavismo. Con su titiritero en La Habana, Maduro continuaría exportando sus crisis a los países vecinos.
Desalojar a la dictadura del poder es prioritario para la estabilidad y el futuro de la democracia en la región. La nueva administración debe entender una dramática realidad que se ha consolidado en los últimos años: el crimen transnacional es un actor fundamental de la política hemisférica. Sus códigos no son los códigos de la política, la negociación y el diálogo. Ello les es indiferente, pues sus instrumentos en el ejercicio del poder son exactamente los del crimen.
Lo cual no significa que sean apolíticos. Los miembros de la coalición espuria que confluye sobre territorio venezolano poseen un proyecto común de envergadura: desmantelar el orden liberal internacional, el arreglo político que consolidó la hegemonía de Estados Unidos y garantizó la prosperidad y estabilidad de Occidente.
“Occidente”, espacio civilizatorio sostenido por dos pilares epistemológicos: el Racionalismo, la idea que el conocimiento se deriva del razonamiento deductivo, no de verdades reveladas por monarca, iglesia, Estado o partido alguno; y la Ilustración, la corriente intelectual y filosófica que, de manera complementaria con la anterior, proclamó la centralidad de la libertad individual y la tolerancia religiosa. Y no se trata de izquierdas o derechas, el pensamiento socialista también es producto del Racionalismo y la Ilustración.
Se dice que una nueva Guerra Fría se aproxima por la rivalidad con China. La de 1949-90 ocurrió por un conflicto ideológico dentro de Occidente, la actual exhibe rasgos de conflicto civilizatorio. Publicado en 1993, el renombrado “Choque de Civilizaciones” de Huntington quizás se haya adelantado a su época. Lo que está ocurriendo en Venezuela podría ser un ensayo de dicho choque; no será un problema que se pueda resolver con palomas.