13 de noviembre 2020
BOGOTÁ/BUENOS AIRES/LONDRES – La crisis económica que enfrenta América Latina como consecuencia de la pandemia no es la típica recesión. Este año el producto en la región será 10% menos de lo que se previó a fines de 2019, el desempleo está en dos dígitos, y casi 15 millones de personas caerán en la extrema pobreza. Peligran dos décadas de progreso en la reducción de la pobreza y la desigualdad. Con el colapso del estándar de vida, es probable que se repita la ola de agitación social previa a la pandemia.
Durante la fase inicial de la crisis del covid-19, la primera prioridad de la mayoría de los gobiernos de la región consistió en proteger la vida y el sustento. Encauzaron recursos hacia el sector sanitario, entregaron subsidios a las empresas, y realizaron transferencias de fondos de emergencia a los hogares. Este enfoque fue el correcto. Pero a medida que las economías se van reabriendo, se hace necesario dar un giro en las políticas. El paso de la preservación de la economía a su recuperación conllevará nuevos desafíos.
La pandemia ha puesto de manifiesto dos debilidades estructurales de larga data en América Latina. La primera reside en las crónicas deficiencias en la acción del Estado. El incremento de muertes por covid-19 en la región se debió no solo a la falta de recursos fiscales, sino también a la falta de efectividad en la gestión gubernamental. Hasta hoy, las clases presenciales y otras actividades escolares continúan suspendidas porque no se han logrado resolver ciertos problemas logísticos. Es fácil imaginar lo que sucederá una vez que esté disponible una vacuna: América Latina sufrirá predecibles rezagos en la tarea de vacunar a la población.
La segunda debilidad estructural reside en la dualidad del mercado laboral, muy típica de la región: una minoría de “integrados” que ocupan estables puestos asalariados con acceso a los beneficios tradicionales (vacaciones pagadas, seguro de desempleo, pago por desahucio), y una mayoría de “excluidos” que trabajan en empleos precarios, de baja remuneración y alta rotación. Durante la cuarentena la mayor parte de los integrados recibió apoyo gubernamental para mantener su trabajo, mientras que los excluidos solo pudieron acogerse a las transferencias de efectivo efectuadas por los gobiernos, que cubrieron apenas una fracción de los ingresos perdidos.
La crisis actual es la mejor oportunidad que ha tenido la región en décadas para fortalecer la capacidad del Estado y corregir la disfunción del mercado laboral. Pero los cambios necesarios son políticamente difíciles. Existe el riesgo de que la región se mueva en la dirección opuesta, con una crisis fiscal inminente, una recuperación lenta, y una destrucción permanente de los empleos de calidad, lo que profundizará la dualidad del mercado de trabajo.
América Latina ha enfrentado de manera adecuada el impacto macrofinanciero de la pandemia. A pesar de la fuga de capitales al inicio de la crisis que debilitó las monedas locales, la región ha evitado el colapso financiero y la mayoría de los países ha mantenido el acceso a los mercados financieros internacionales. Incluso aquellos, como Argentina y Ecuador, que habían dejado de servir su deuda soberana, lograron negociar canjes de deuda con sorprendente celeridad.
Pero el efecto de la pandemia sobre la economía real ha sido devastador: innumerables empresas, grandes y pequeñas, quedaron sin liquidez y se vieron obligadas a cerrar de manera permanente. El crecimiento potencial de la producción va a sufrir a medida que las firmas quiebren y sea necesario reestructurar sectores enteros. Esto hará más difícil revertir el aumento del desempleo, la pobreza y la desigualdad, y volverá inmanejables las tareas de equilibrar las cuentas fiscales y estabilizar la deuda pública.
La política monetaria no convencional es útil, pero no será suficiente para garantizar la recuperación. Los países latinoamericanos requieren planes de precisión quirúrgica que no solo estimulen la demanda, sino que también contribuyan a relajar las restricciones a la oferta y a mitigar el estrés financiero en las empresas. Al mismo tiempo, el apoyo a los trabajadores debe ser diseñado de modo que fomente el empleo formal. Los gobiernos deberán invertir en salud, educación e infraestructura con el fin de ayudar a que firmas y hogares se adapten a la nueva normalidad. La colaboración público-privada será esencial, al igual que las relaciones industriales estables: una recuperación saludable es un juego cooperativo.
El obstáculo final, como siempre, es de orden político. Varios países de la región han pagado caro por las actitudes populistas de aquellos gobernantes que hicieron caso omiso de la evidencia científica y minimizaron el peligro del virus. Vivimos desafíos de gran seriedad, que exigen líderes serios.
No obstante, no existen liderazgos de peso a nivel nacional ni regional en la fragmentada América Latina. Como dijo el filósofo español José Ortega y Gasset, la región está “invertebrada”, con países que se mueven en su propia dirección sin tomar en cuenta a los otros.
Para los latinoamericanos, la pandemia ha constituido un doloroso recordatorio del alto costo de permitir que los Estados sean ineficientes y que los mercados laborales permanezcan injustamente segmentados. La crisis ha profundizado antiguas desigualdades y también ha creado nuevas. La inversión en infraestructura continúa siendo baja, y la diversificación de las exportaciones insuficiente.
En estos y otros ámbitos, la inacción no es una alternativa. América Latina no puede sufrir otra década perdida. A medida que la región entra en un nuevo ciclo electoral –y luego de escuchar a los votantes en lugar de sermonearlos– los candidatos tendrían que ponerse de acuerdo en torno a algunos principios básicos para emprender las imprescindibles reformas. La crisis actual es una oportunidad que la región no debe desperdiciar.
* Este texto fue publicado originalmente en Project Syndicate.