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No basta con salir de Trump, EE.UU. debe investigar la verdad

Los costos de no hacer nada o "dar vuelta a la página" pueden ser mayores

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, al final de una rueda de prensa acerca de la pandemia. Foto: EFE/Chris Kleponis

Jan-Werner Müller

7 de noviembre 2020

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Entre los demócratas, y muchos republicanos, es grande la tentación de dejar pasar la presidencia de Donald Trump como una aberración extravagante. Así como los republicanos tal vez intentarán descargar en Trump toda la responsabilidad por las muchas transgresiones de los últimos cuatro años (esperando que su complicidad sea olvidada en poco tiempo) puede que los demócratas quieran hacer gala de civilidad democrática absteniéndose de discutir el pasado. En tal caso, si tras contar todos los votos de la elección del 3 de noviembre Joe Biden resulta vencedor, es probable que Trump y su gobierno no deban rendir cuentas por su historial flagrante de corrupción, crueldad y violación de principios constitucionales básicos.

Más allá del cálculo político, muchos observadores (desde el ex precandidato presidencial demócrata Andrew Yang hasta distinguidos juristas e historiadores) han sostenido que sólo las peores dictaduras persiguen a sus oponentes vencidos. Con muy evidentes razones personales, el procurador general de los Estados Unidos William Barr también opinó: «La persecución ritual de los vencedores políticos a los perdedores no es propia de una democracia madura». Pero no hay que apresurarse a generalizar. Aunque la respuesta al eslogan de campaña de Trump en 2016 que pedía cárcel para Hillary Clinton no debería ser «cárcel a Trump», tampoco es que «olvidar y perdonar» sea la única alternativa.

En Estados Unidos habrá que distinguir tres cuestiones: los delitos que Trump pueda haber cometido antes de asumir el cargo; los actos de corrupción y crueldad de Trump y sus secuaces durante su gobierno; y las conductas que revelaron debilidades estructurales dentro del sistema político estadounidense en general. Cada caso demanda una respuesta ligeramente diferente.

La historia abunda en ejemplos de países donde la transición desde un régimen autoritario (o la recuperación de la calidad democrática después de su degradación) se caracterizó por la exención de castigo a quienes detentaban el poder. Como observa la politóloga Erica Frantz, el 59% de los líderes autoritarios depuestos se fueron a su casa «a seguir vidas normales». Pero incluso en casos en que una democracia nueva o recuperada no juzgó a los funcionarios del gobierno anterior, muchas crearon comisiones de la verdad y dieron amnistías a los autores de ilícitos a cambio de información fidedigna y admisión de culpas. El ejemplo más famoso fue Sudáfrica después del apartheid.


La peculiaridad de la situación actual en Estados Unidos es que Trump ya está bajo investigación por presuntos delitos no relacionados con su presidencia. La fiscalía de distrito de Manhattan y la fiscalía general de Nueva York están investigando diversas acusaciones de fraude contra la Organización Trump. Más allá de su carácter aparentemente apolítico, las prácticas empresariales de Trump preanunciaron (con creces) el grado desvergonzado de amiguismo y corrupción de su presidencia. Que no haya terminado de convertir a Estados Unidos en un estado mafioso a la manera de la Hungría de Viktor Orbán es harina de otro costal.

Además, que las investigaciones en torno de la Organización Trump se abandonen con la salida de Trump del gobierno parecería darles la razón a quienes decían que no eran sino maquinaciones políticas (sobre todo porque los investigadores participantes son casualmente demócratas). Por otra parte, si terminaran con un expresidente encarcelado, tal vez los simpatizantes armados de Trump decidan tomar la justicia en mano propia; como mínimo, las divisiones políticas del país se ensancharán todavía más.

Pero sin ignorar estos riesgos, no hay en principio razones que impidan dar justo castigo a un dirigente político por delitos que haya cometido. A muchos les pasó, y hubo incluso quien volvió a la vida política. Al ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi lo condenaron a trabajo comunitario por fraude impositivo (su edad le valió una pena más leve). Hoy es miembro del Parlamento Europeo, así que mal puede decirse que todo fue un asunto de jueces progresistas tratando de silenciar al Cavaliere. Pero la ley se hizo valer, para enviar una señal clara de que la estrategia berlusconiana de meterse en política para obtener inmunidad y desviar la atención de sus negocios turbios no iba a sentar un precedente.

Lo segundo es la cuestión de la actuación real de Trump en el cargo. Es posible hallar en ella un sinfín de políticas inaceptables, pero sería un error abandonar lo que el presidente Thomas Jefferson, tras suceder a su archirrival John Adams en 1801, describió como «la seguridad con la que el error de opinión puede ser tolerado, allí donde se da vía libre a la razón para combatirlo».

Pero no puede decirse lo mismo de la corrupción y de la crueldad sistemática que mostró el gobierno de Trump en su respuesta a la crisis de la COVID‑19 y en la práctica de separar a niños de sus padres en la frontera. Como sugirió Mark Tushnet, profesor de derecho en Harvard, se debería crear una comisión que investigue aquellas políticas y actos que trascendieron la mera incompetencia para incursionar en la malevolencia por razones políticas. Es fundamental que estos hechos queden debidamente registrados, para lo cual tal vez haya que ofrecer indulgencia a cambio de testimonios sinceros. Esto último tal vez ayude a pensar en reformas estructurales, que dificulten al menos la venta de favores y la violación flagrante de los derechos humanos.

Finalmente, Trump cometió un sinfín de transgresiones a las normas informales de la conducta presidencial, desde relativamente triviales (como los insultos en Twitter) hasta otra tan grave como ocultar su declaración de impuestos. Como han sostenido muchos juristas estadounidenses, sería conveniente instituir una comisión especial para estudiar las vulnerabilidades estructurales de la presidencia; tal vez de sus conclusiones surja la necesidad de codificar formalmente una serie de normas informales (que van de la transparencia financiera a las relaciones con el Departamento de Justicia). No habría en esto nada de vengativo: después del Watergate, el Congreso aprobó una serie de importantes leyes sobre conducta ética, y ambos partidos en general las aceptaron.

Este planteo tripartito no tiene por qué desviar la atención de otras tareas de gobierno más urgentes. Tal vez implique gastar algo de capital político, pero los costos de no hacer nada o «dar vuelta la página» pueden ser mayores, como ocurrió con el indulto de Gerald Ford a Richard Nixon (quien en realidad jamás admitió culpa alguna) y con la indulgencia ante el escándalo Irán‑Contras y ante las torturas del gobierno de George Bush (hijo) durante la «guerra contra el terrorismo».

Por supuesto que no faltarán republicanos que combatan con uñas y dientes cualquier intento de buscar la verdad. Pero a otros, una investigación pública centrada en la mejora de las instituciones estadounidenses puede servirles para distanciarse de Trump. Al fin y al cabo, si algo han demostrado es que oportunismo no les falta.

Este texto fue publicado originalmente en Project Syndicate. 

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Jan-Werner Müller

Jan-Werner Müller

Filósofo político alemán, escritor e historiador sobre ideas políticas. Catedrático en la Universidad de Princeton. Cofundador del Colegio Europeo de Artes Liberales en Berlín.

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