30 de octubre 2020
Bolivia, como las salas de espejos de los viejos parques de diversiones, deforma la proyección de quien se mira en ese espejo en la búsqueda de imágenes que satisfagan sus visiones de si mismos.
El proceso electoral todavía no contaba con resultados oficiales y ante lo que se asomaba con la contundente victoria del Movimiento al Socialismo (MAS), unos y otros buscaron en esos resultados las lecciones que los conducirán a la victoria en eventuales elecciones a realizarse en 2021 en Nicaragua.
Por el lado de la oposición, el énfasis para explicar la victoria del MAS, con uno que otro matiz, apuntó siempre a la falta de unidad de los partidos adversarios del MAS, que agrupaban las más diversas opciones ideológicas, desde la extrema derecha hasta el centro del espectro político.
Los partidarios de Daniel Ortega, a su vez, reivindican la victoria del MAS como una señal inequívoca de la vigencia de los postulados del socialismo del siglo XXI y las alianzas construidas en el marco del Alba.
Las coincidencias son formales, como el uso de artimañas legales para legitimar su reelección indefinida o el discurso anti imperialista.
Sin embargo, abandonar la sala de espejos y una aproximación más cercana a la realidad de Bolivia, muestra las diferencias abismales con Nicaragua, más allá de las aparentes semejanzas.
Al contrario del FSLN, que surge como un organización clandestina y guerrillera a inicios de los años 60, con escasa o nula vinculación con los movimientos sociales, el MAS actual se fundó en 1997, como resultado de la alianza con el movimiento cocalero, el movimiento campesino y la Confederación de Trabajadores del Trópico Campesino, presidido por Evo Morales.
El sandinismo, en cambio, será hasta el triunfo de la revolución (1979) que emerge como movimiento de masas y las organizaciones que surgen en ese entonces actuaban como correa de transmisión del FSLN, con poca o ninguna autonomía, lo que impidió que se desarrollaran como movimientos sociales permanentes. Cuando el FSLN pasó a la oposición en 1990, esos movimientos tuvieron momentos de mayor protagonismo, pero volvieron al ostracismo cuando Ortega regresó al poder en 2007, una vez más subordinados a la voluntad del gobierno. Una década después, han prácticamente desaparecido.
En Bolivia, por el contrario, pese a que el MAS fue gobierno y hubo intentos de subordinar el movimiento social al gobierno, siempre mantuvo espacios de autonomía que le permitieron conservar su influencia como movimiento comunal, campesino o sindical.
La crisis provocada por las denuncias de fraude encabezada por la OEA en las elecciones de octubre del año pasado, que obligaron a la renuncia de Evo Morales, bajo presión de los sectores más conservadores y del ejército de Bolivia, no descabezaron el movimiento social del que se nutre la fuerza política del MAS. La salida de Morales al exilio, que el secretario general de la OEA quiere presentar como un escape por la puerta trasera, evitó una guerra civil y un baño de sangre, creando las condiciones para el regreso del MAS al Gobierno por la vía electoral.
El MAS, por su origen e historia, mostró que trasciende a Evo Morales, que sus raíces populares siguen vivas y que los años en el gobierno, en que ejecutaron políticas económicas y sociales que reivindicaron la población mayoritariamente indígena y transformaron el rostro de Bolivia, calaron profundamente en los bolivianos.
Estructurado como un partido político que tenía en Morales su principal líder, pero que contaba en sus filas con representantes de diferentes sectores, el MAS logró su cohesión a través de programas de gobierno consistentes que permitieron el crecimiento sostenido de su economía, la reducción de la pobreza y la mejora en las condiciones de vida de su población, especialmente la indígena.
El FSLN de Daniel Ortega y Rosario Murillo, en cambio, se ha transformado en un aparato de poder que se estructura en estrecha coordinación con las instituciones públicas, sin las que carece de la capacidad y los recursos para movilizar a la población. Su alianza con el gran capital, antes de la crisis del 2018, a igual que proyectos como el gran canal, desdibujaron la propuesta política con la que pretendían identificarse y no les quedó más que el clientelismo como instrumento para retener el apoyo entre su base electoral.
Sin una propuesta de país y carentes de un programa que defina la Nicaragua que quiere construir a mediano y largo plazo, el FSLN se ha limitado a buscar alianzas de corto plazo, nacionales e internacionales, que le permitan sostenerse en el poder, sin importar quien es ese aliado. La ruptura con el gran capital, representado por la cúpula del COSEP, no fue solo una crisis interna, sino también representó una ruptura con sectores externos que veían con buenos ojos ese maridaje.
Al contrario del MAS, que confió en sus vínculos con el movimiento social la estrategia para volver al gobierno, con un programa económico y social coherente, la oposición boliviana, desde sus diferentes colores, hizo de su rechazo visceral a Morales y al MAS su principal bandera electoral, si no la única. La unidad o la división de las fuerzas anti MAS no fue entonces la causa de su derrota.
En Nicaragua, en una situación diametralmente opuesta a la del MAS y Bolivia, el FSLN no cuenta con un movimiento social que asuma como propios sus postulados programáticos y, a partir de 2018, tiene en los aparatos represivos el principal sostén político para contener la insatisfacción de la población. Desde el poder, Daniel y Rosario saben que no se pueden permitir la menor fisura en el control social, sin correr el riesgo de que vuelvan a desbordarse las calles.
Transformado en un aparato de poder al servicio de Daniel y Rosario, al contrario de lo que ocurre en el MAS, el FSLN tampoco cuenta con liderazgos alternativos, construidos desde la experiencia de gobierno y la propuesta programática del partido, reducido a un instrumento para la sostenibilidad del caudillo, cuya voluntad no se discute y las órdenes se acatan.
La oposición de Nicaragua, hasta el momento, tiene en su anti orteguismo el único factor de unidad, que podría eventualmente permitir la creación de una opción electoral que le plante cara a Daniel Ortega, pero no cuenta con una propuesta programática que movilice a los diferentes sectores sociales y les ofrezcan una alternativa clara a los cantos de sirena del orteguismo. En esto coincide con los que en Bolivia se oponían al MAS.
La unidad no es una varita mágica y el orteguismo lo sabe, por eso trabaja en la creación de leyes que les permitan avanzar en el control y represión, más allá del despliegue de la Policía en rotondas y carreteras. Se trata de proponer un proceso electoral que, al contrario del boliviano, se lleve a cabo con una oposición descabezada y sin programas, que les permita simplemente cumplir con el protocolo electoral, reabrir espacios de alianza nacionales e internacionales y mantenerse al frente del gobierno.
La experiencia de Bolivia tiene poco o nada que ver con Nicaragua. El FSLN tiene como táctica y estrategia su permanencia en el poder. Le corresponde a la oposición, para desplazar al orteguismo, aprender la lección brindada por el MAS y no la de sus adversarios, desarrollando propuestas programáticas que respondan a las necesidades reales de la población, devolviéndoles la esperanza de que el cambio es posible y que no se volverá al pasado, en ninguna de sus expresiones.