21 de octubre 2020
CHICAGO – La elección del próximo mes en Estados Unidos no es sobre una agenda política, ni siquiera sobre el presidente Donald Trump. Es sobre el sistema constitucional estadounidense. No porque la elección pueda poner fin a ese sistema. Aunque Trump tiene un carácter autoritario y admira a dictadores como el presidente ruso Vladimir Putin, incluso ganando la reelección es improbable que se convierta en un autócrata. Pero lo que está en cuestión en Estados Unidos es el papel del gobierno nacional en la vida del país.
El trumpismo es sólo la última de una serie de oleadas populistas surgidas del malestar contra las élites políticas de Washington, consideradas egoístas y exentas de control. Es una historia que en realidad empezó antes de la fundación de Washington. La revolución de las trece colonias fue contra unas élites londinenses lejanas y egoístas, y poco después se desató una gran controversia respecto del poder del gobierno nacional.
Los críticos sostenían que la nueva constitución propuesta iba a crear una élite gobernante nacional, y que eso debilitaría la soberanía por la que habían luchado las excolonias devenidas estados. Los partidarios de la Constitución prevalecieron, pero el tiempo dio la razón a los críticos. No tardaron en surgir movimientos populistas contra lo que se veía como un gobierno elitista. Fue así que en 1800 la democracia jeffersoniana reemplazó a las élites del Partido Federalista, y en 1829 la democracia jacksoniana reemplazó a las élites jeffersonianas.
Más allá de las muchas diferencias entre la democracia jeffersoniana y la jacksoniana, ambas se basaban en la idea de que las élites que lideraron la revolución no habían cumplido la promesa de entregar el autogobierno a las masas. Parecía que funcionarios electos, jueces y burócratas eran todos miembros de las grandes familias o de la clase alta, y que así gobernaban, igual que la aristocracia corrupta de la que los estadounidenses acababan de librarse. La solución fue devolver el poder político a las masas mediante la ampliación del derecho al voto, la extensión de la elección democrática a más cargos (por ejemplo, los juzgados de los estados) y la limitación del poder del gobierno nacional.
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Esta oleada de populismo quedó momentáneamente interrumpida por el debate en torno del esclavismo y por la Guerra Civil, pero volvió con nuevos bríos a fines del siglo XIX, liderada esta vez por agricultores del sur y del medio oeste, que se sentían ignorados por los dos partidos políticos principales y explotados por los bancos y ferrocarriles que esos partidos representaban. Los populistas, que invocaban a Jackson como su héroe, denunciaron que todo el sistema político estaba corrupto y formaron un Partido del Pueblo para promover sus propios intereses.
La siguiente gran oleada de populismo se produjo durante la Gran Depresión de los años treinta. Políticos como Huey Long (gobernador de Luisiana y más tarde senador) ascendieron al poder con la promesa de redistribuir la riqueza de los ricos entre los pobres. Long acusó de plutócratas a los políticos establecidos, y procuró debilitar a los centros de poder que pudieran hacerle competencia (desde la legislatura del estado hasta el sistema universitario). Al momento de su muerte en 1935, había conseguido un buen número de seguidores en todo el país.
El último resurgimiento populista antes de ahora fue en los años sesenta, cuando el político sureño y demagogo racista George Wallace intentó obtener el apoyo del electorado del norte a su candidatura a la presidencia afirmando que la burocracia federal (el «big government») era la causa de todos los problemas de Estados Unidos. Esta clase de antielitismo también era común en la izquierda, que achacaba la Guerra Fría y la intervención en Vietnam a un establishment racista e imperialista.
La lógica del populismo es sencilla y efectiva: si algo anda mal, la culpa es del gobierno y de las élites que lo dirigen. Y aunque los populistas estadounidenses también atacaron a los gobiernos de los estados, su blanco principal siempre ha sido el gobierno federal (por su lejanía). Los políticos de nivel local, lo mismo que los congresistas nacionales de la jurisdicción, pueden tener la confianza de la gente. Pero quitando al presidente y a las máximas autoridades del congreso, casi todos los funcionarios federales son anónimos.
Todos los movimientos populistas se agotan cuando sus contradicciones internas pueden más que el entusiasmo popular. Los populistas odian a las élites, pero para gobernar tienen que poner élites propias en las posiciones de poder. De la democracia jeffersoniana salió un estado unipartidista gobernado por agricultores de Virginia; la democracia jacksoniana produjo un sistema partidario corrupto controlado por mandamases y políticos profesionales; el movimiento populista perdió impulso cuando en pos de una ventaja política ató su suerte a la del Partido Demócrata. Y a veces los populistas no consiguen eludir maniobras de los políticos del establishment, o pierden poder porque mejoran las condiciones. En los años treinta Roosevelt se corrió a la izquierda para contrarrestar al populismo de Long, y el populismo de los sesenta colapsó con el fin de la segregación racial y la Guerra de Vietnam.
Hay que separar el populismo trumpista de Trump; este sólo se subió a una ola política que ni inició ni controla. El motor principal de esa ola es el malestar por el avance del liberalismo cultural, el estancamiento económico y la desigualdad, todo lo cual se atribuyó (con mayor o menor razón) a las élites nacionales y a las instituciones que estas controlan. Esa misma ola ayudó en 2008 a Barack Obama (un relativo outsider) a derrotar a Hillary Clinton y John McCain, candidatos del establishment; sólo que Obama era en esencia un tecnócrata, y como tal gobernó.
El populismo es peligroso porque se basa en una hostilidad intransigente hacia las instituciones políticas establecidas y hacia los políticos profesionales en quienes en última instancia tenemos que confiar, cualesquiera sean sus imperfecciones. Es por eso que, en retrospectiva, el populismo puede parecer irracional incluso cuando sirvió para poner un malestar legítimo a consideración del gobierno y de la atención pública. Los ataques de Trump a las instituciones y a las normas (el colmo de los cuales ha sido su negativa a prometer una entrega pacífica del poder) ya están virando hacia el nihilismo.
Lo que nos trae a la elección del mes próximo. Todavía no es seguro que la oleada populista del siglo XXI que puso a Trump en el poder se haya agotado. Puede que la pandemia sea para la gente un recordatorio de las virtudes del saber experto y del profesionalismo en el gobierno. Pero con tantos estadounidenses totalmente entregados a oponerse a los burócratas de carrera del «Estado profundo», no es imposible que el trumpismo sobreviva sin la persona que le dio su nombre, liderado tal vez por algún nuevo tribuno, con riesgo de que sigan varios años más de caos y división. Lo único que puede impedirlo es una derrota realmente decisiva de Trump y de los republicanos.
*Este artículo fue publicado originalmente en Project Syndicate. Traducción: Esteban Flamini.