19 de septiembre 2020
Participar como testigo en el juicio contra el coronel Inocente Orlando Montano, por el asesinato de los sacerdotes jesuitas, me trajo recuerdos que tenía décadas de no sentir con tanta intensidad.
Me recordó el sentimiento de incredulidad que tuve al enterarme, la mañana del 16 de noviembre de 1989, que miembros de la Fuerza Armada de El Salvador eran responsables de esos asesinatos. Esa misma incredulidad me hizo desplazarme junto al jefe de operaciones de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), donde yo estaba destacado, y otros acompañantes, al campus de la UCA para ver la escena del crimen con mis propios ojos. Pero aun viendo esa escena tan chocante en todo sentido de humanidad, todavía no podía asimilar que otros miembros de la misma Fuerza Armada a la que yo pertenecía habían sido capaces de levantar de sus camas y asesinar, a sangre fría, a ocho civiles desarmados. Entre ellos, una madre queriendo proteger a su hija de las balas con su propio cuerpo hasta su último aliento.
Me pregunté a mí mismo qué clase de bestias eran capaces de hacer eso. En eso estaba cuando me encontré con un sacerdote profesor de la UCA. Creyendo que todo mundo sabía, al igual que yo, que miembros de la Fuerza Armada habían cometido los asesinatos, le dije: “Lo siento mucho. Pero quiero que sepa que no todos somos iguales”.
En ese momento no imaginé que el Alto Mando de la Fuerza Armada de El Salvador intentaría encubrir la autoría del crimen. Tampoco imaginé que el Alto Mando iba a arriesgar todo lo que se había aprendido y ganado durante nueve años de conflicto, perdiendo poco a poco el apoyo que se tenía en Washington, a costa de prolongar el conflicto armado por la debilidad y el desgaste institucional que ese crimen le ocasionó a la Fuerza Armada a nivel internacional, por proteger a quienes habían ordenado y cometido esos asesinatos.
Tampoco imaginé que habría una investigación diseñada desde el principio para no descubrir nada, con testigos que llegaban a declarar una historia dictada por los abogados defensores de los acusados, con investigadores que no hacían las preguntas que tenían que hacer. Tanto así que el propio embajador de los Estados Unidos en El Salvador, William Walker, me pidió frustrado y molesto, un día de mayo de 1991, que le llevara un ultimátum al ministro de Defensa, el general Ponce: o el Alto Mando comenzaba a colaborar en serio con la investigación o la Embajada le retiraba el apoyo y protección al general Ponce. Al final, fueron acusados algunos, pero no todos. Y el resultado del juicio celebrado en El Salvador en 1991 fue tan ilógico que parecía arreglado.
Ahora, 31 años después del crimen, la Audiencia Nacional de España tuvo ante sí abundante evidencia que no estaba disponible antes: documentos desclasificados del gobierno de Estados Unidos, organizados y analizados por personas expertas que dieron testimonio como peritos; numerosos testigos que no habían sido escuchados antes, y un miembro del entonces Alto Mando de la Fuerza Armada como acusado: el coronel Montano.
Tomando en cuenta toda la evidencia documental, testimonios sobre los hechos, y testimonios periciales, el tribunal de tres jueces emitió una sentencia unánime que declaró culpable al coronel Montano, condenándolo a 133 años de prisión por el asesinato de los cinco sacerdotes jesuitas que tenían nacionalidad española.
En esa sentencia, el tribunal dio como probado que la decisión de asesinar a Ellacuría y no dejar testigos fue una decisión de grupo, tomada por los miembros del Alto Mando, incluyendo al coronel Montano, y transmitida al coronel Benavides, entonces director de la Escuela Militar, quien a su vez la hizo del conocimiento de los otros oficiales asignados a la Escuela Militar y la transmitió al comandante de la unidad que ejecutaría la orden.
Ahora, después del juicio en España, se comprende el sentido perverso de ese encubrimiento que fue mantenido a toda costa, a un terrible costo para la Fuerza Armada: el Alto Mando estaba involucrado en la autoría intelectual y se estaba protegiendo a sí mismo, sacrificando a toda la Fuerza Armada para protegerse ellos.
Un principio elemental de la disciplina militar es que le corresponde al superior asumir la responsabilidad por las órdenes que dictare. Ese principio está escrito en la Ordenanza del Ejército salvadoreño, pero no fue practicado por el Alto Mando de la Fuerza Armada de El Salvador. Los superiores se escudaron detrás de los subordinados. Durante el juicio en España, el coronel Montano tomó la palabra al final de los testimonios y tuvo la oportunidad de hacer un tardío, pero aún posible, reconocimiento de su participación y sus errores. No lo hizo. Al contrario: responsabilizó a “los soldados” de cometer esos asesinatos.
A finales de mayo de 1991 rendí testimonio ante el Juez Cuarto de lo Penal, en ese remedo de juicio que se hizo en El Salvador. Fui el último oficial de la DNI que declaró.
Dos meses antes de mi testimonio ante el juez Cuarto de lo Penal, en la víspera de mi primera declaración extrajudicial, el entonces viceministro de Defensa, el general Zepeda, me dio instrucciones de que me reportara al departamento jurídico del ministerio de Defensa, para que los abogados defensores de los acusados me dijeran lo que yo tenía que decir. Como expliqué al tribunal de la Audiencia Nacional, yo no seguí esas instrucciones y no me reporté al departamento jurídico, pues ningún abogado me iba a decir lo que yo tenía que declarar. Al día siguiente, me reporté a la Comisión de Investigación de Hechos Delictivos. Mi sorpresa fue que el investigador que me interrogó no me hizo ninguna pregunta que me debería haber hecho si en realidad quería investigar lo que sucedió. Fui yo quien le sugirió las preguntas que para que yo pudiera contestar lo que sabía.
El pobre hombre parecía asustado. Todos los oficiales que me precedieron habían repetido la misma historia que les habían dicho que dijeran, que no era lo que en realidad había pasado. Yo dije la verdad. Eso causó mucha preocupación a varios oficiales amigos míos por mi seguridad personal. Pero en vez de estar atemorizado, les envié un mensaje exhortándoles a decir la verdad y diciéndoles que, a mi juicio, la mayor responsabilidad debía recaer sobre la persona que dio la orden, sin importar que nos inspire lástima, por el grave daño que le había ocasionado a la Fuerza Armada y al país.
El tribunal de la Audiencia Nacional de España ha dado el primer paso, dando como probado que fue una decisión colectiva y condenando a uno de los miembros del Alto Mando, estableciendo esa mayor responsabilidad que debe existir para quienes dieron ese tipo de órdenes ilegales.
El esclarecimiento de la verdad para buscar la justicia es vital si El Salvador desea en realidad construir un mejor porvenir con una base sólida de conocer nuestro pasado y nuestros errores, para romper el ciclo de impunidad. Sería excelente que el sistema de Justicia de El Salvador pudiera dar los siguientes pasos para buscar esa verdad y esa justicia, aprovechando todo lo que se ha aprendido en el juicio en España.
Algunas personas me han preguntado por qué acepté el citatorio del tribunal para participar como testigo en este juicio. La respuesta es que porque era lo correcto. La lealtad de un militar profesional es hacia su país. Ser fiel a la institución armada no implica callar o encubrir los crímenes que cometen sus miembros, incluyendo superiores, sino velar porque se mantenga el honor de la Fuerza Armada, repudiando a quienes lo manchan con sus crímenes.