Guillermo Rothschuh Villanueva
30 de agosto 2020
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Desea quedarse para un segundo mandato. Sabe que la tiene difícil. A eso obedece su desesperación.
El presidente de los Estados Unidos, Donald J. Trump, hace comentarios mientras participa en una mesa redonda con funcionarios encargados de hacer cumplir la ley en el Comedor del Estado de la Casa Blanca, en Washington. // Foto: EFE
El presidente Donald Trump, no quiere bajarse del caballo, le agarró gusto al poder. Algunas personas cercanas a su círculo dijeron que había lanzado su candidatura en 2016 con la finalidad de elevar su perfil, nada raro en un hombre engreído y egocéntrico. Instalado en la Casa Blanca, ni un solo día ha dejado de causar controversias. Una de sus estrategias más eficaces ha sido lanzar diatribas a su gusto y medida. Convencido como está que los medios se lanzaran sobre una carnada apetitosa, enfilaran sus baterías para desmentirle o mostrar sus imposturas. Se mantiene en agenda sacando provecho a sus dislates. Jamás ha variado de conducta. En vísperas de nuevas elecciones, Trump agitó el avispero. Desea quedarse para un segundo mandato. Sabe que la tiene difícil. A eso obedece su desesperación.
El deseo de Trump de no regresar a Nueva York, no es un hecho reciente, el mismo gusto adquirió Nancy Reagan. Al ser entrevistada, poco antes de abandonar la Avenida Pensilvania, lloró ante los medios. Se sentía mal. ¿Cómo no creerle? Gozar de las mieles del poder se convierte en adicción. Especialmente en estas tierras del olvido donde los presidentes quieren quedarse instalados para siempre en el sillón presidencial. El regusto por mantenerse en el poder resulta una enfermedad incurable. Poco antes de abandonar la presidencia durante su segundo mandato, Barack Obama afirmó que de acuerdo a las encuestas él podría lanzar de nuevo su candidatura. A renglón seguido aclaró que no lo hacía debido a que las leyes se lo impedían. ¿Era solo una forma de hacer sentir su popularidad? Con los políticos nunca se sabe.
El deseo de Trump por revalidar el cargo no tiene nada de malo, el sistema político estadounidense permite dos mandatos consecutivos. Una aspiración legal. Lo cuestionable es cómo pretende lograrlo. Ante las dificultades que impone la pandemia de presentarse a las urnas (existe un miedo legítimo de que provoque un rebrote), Trump deslegitimó este mecanismo de votación. Continúa haciéndolo. Está en su derecho. El disentimiento es consustancial a todo régimen democrático. Lo inconcebible es que lo haga echando lodo al funcionamiento de instituciones federales. El Correo Postal se prestaría para un fraude electoral. Duda de su probidad. Para conseguir su objetivo se ha dedicado a crispar los ánimos de sus seguidores. Por igual, sigue restando credibilidad a los encargados de contar los votos.
Las aseveraciones de un presunto fraude electoral hacen que planee de nuevo el espectro del cotejo Gore-Bush. El temor reapareció. La división entre la ciudadanía estadounidenses se ha visto incrementada. La dirigencia del Partido Republicano históricamente ha sido partidaria de calentar los sentimientos durante las campañas electorales. Nadie ha contribuido más a la polarización política de Estados Unidos, como los republicanos. Hoy el país está más dividido que nunca. Ante la eventualidad de unos resultados adversos —¿a qué le teme? — Trump decidió emponzoñar a sus electores. Siempre ha visto la presidencia como un ring de boxeo. No se cansa de redactar tuis para ofender y denigrar a sus oponentes. Imposible esperar cambios. Todo lo contrario. Ve fantasmas y donde no los hay se los inventa.
Igual estrategia utilizó durante la campaña electoral de 2016, todo indica que no quiere prescindir del guion establecido. Se ciñe a él con terquedad. Teme que los votos a través del servicio de correos lleguen a destiempo. En el colmo de su megalomanía insiste en plantear que el engranaje ha sido preparado para asestarle una derrota. Al arrear de nuevo las banderas del fraude electoral, la incertidumbre creada puede tener efectos inesperados. Propenso a teorías conspirativas estima que se está montando un tinglado adverso. No alcanzo a discernir si está convencido de sus afirmaciones. Es probable que crea en sus mentiras. Ve confabulaciones encaminadas a desprestigiarle. Se siente el centro del universo. Su talante autoritario lo lleva a pensar que quién no está a su favor, conspira en su contra. Una consideración en la que persiste.
No es capaz de percibir sus desaciertos, ni el carácter zigzagueante de su gestión, los bandazos en que incurre y las contradicciones que genera con sus decisiones. Uno de sus grandes errores ha sido con el manejo de la pandemia. Inquieto por el impacto negativo en la economía estadounidense, en un primer momento adujo que no había porque paralizarlas, contradiciendo el sentir de los epidemiólogos. El consejo de los especialistas fue que para evitar el contagio y dada la existencia de personas asintomáticas, había que evitar aglomeraciones. Se mostró en desacuerdo. Se opuso a esta medida. ¿Creyó que su envestidura presidencial lo colocaba por encima de las prescripciones de las más altas autoridades en salud pública? Hoy le están facturando la desestimación de las pautas de comportamiento recomendadas.
Para demostrar que la peste no era altamente contagiosa y que no tenía consecuencias letales, decidió no portar mascarillas. En distintos eventos se presentó sin ella, igual hizo su émulo brasileño, Jair Bolsonaro. Típicos machos alfa. Bolsonaro resultó contagiado y algunos miembros del equipo de Trump en la Casa Blanca igualmente dieron positivo. No sé que asesor le aconsejó que debía llevar mascarillas. Apareció por unos días llevándola como era pensable de alguien que tiene en sus manos la responsabilidad de dar el ejemplo y velar por la salud de los miembros de su sociedad. Luego empezó a dar luces sobre cómo hacer frente al coronavirus. Se topó con los desmentidos del doctor Anthony Fucci, infectólogo del Instituto Nacional de Salud. Ante los reveses, el sabelotodo suspendió por un tiempo las comparecencias.
Nada más lastimoso que ver a la primera potencia mundial teniendo un pobre desempeño en la contención de la peste. Genera perplejidad y desencanto. Ocupa el primer lugar entre el número de fallecidos. En la última semana de agosto habían muerto 178.477 estadounidenses. La politización del virus ha sido funesta. Trump pidió a los gobernadores republicanos reabrir las diferentes actividades. Los resultados fueron deprimentes. Florida y California tuvieron que dar marcha atrás. El rebrote obligó a tomar medidas drásticas. Bares y restaurantes fueron cerrados. Según estimaciones del Hospital John Hopkins —prestigioso referente médico— para septiembre el número de fallecidos en Estados Unidos ascendería a 190 mil. ¿Cuánta responsabilidad asiste al presidente Trump ante tanta muerte y desolación?
Como el tiempo avanza inexorablemente y urgido por encontrar una tabla de salvación que le permita revalidar su estadía en la presidencia, Trump anunció el uso de transfusiones de plasma sanguíneo de sobrevivientes como tratamiento contra el Covid 19. Los resultados ofrecidos por la Clínica Mayo todavía siguen en fase experimental. Datos preliminares de la investigación arrojan que de cada 100 pacientes positivos tres personas más podrían salvarse (doce en vez de nueve). En estos momentos cualquier avance médico constituye un respiro para los enfermos como para Trump. Investigadores de diversos países, que trabajan en la misma dirección, han declarado que se requieren más ensayos para tener certeza de su efectividad. El hallazgo evidenció una vez más la politización del tema.
La apuesta mayor de Trump es que la vacuna contra la pandemia esté lista para aplicarse previo a las elecciones. Las inversiones millonarias para que empresas farmacéuticas puedan tenerla disponible antes del 3 de noviembre, ha sido un mensaje de esperanza para los electores. En las redes sociales aparecen fogonazos distractores anunciando que la vacuna ya ha sido fabricada. Los científicos consideran casi imposible contar con ella antes del 2021. Trump resultó ungido como candidato por los republicanos. Los dados están tirados sobre la mesa. Las elecciones entraron a su recta final. Hay quienes sostienen que Trump apunta a sabotear el servicio de correos. ¿Lo logrará? Dicen que cuenta con la anuencia de su director, Louis Dejoy. ¿Al final se sacará el conejo ganador de su chistera? Todo está por verse.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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