12 de agosto 2020
Los versados se llenan la boca hablando sobre separación de poderes y la neutralidad política de los magistrados, pero la mitad de Colombia no cree que la Justicia tenga una venda sobre los ojos. Por el contrario, siente que la presunción de inocencia no se aplica a todos por igual. Y que, por consiguiente, ello exhibe un marcado doble estándar del sistema judicial.
El expresidente y hoy senador Álvaro Uribe recibió una “medida de aseguramiento” con arresto domiciliario por parte de la Corte Suprema en relación a una causa por presunta “manipulación de testigos”. Término equivalente a “prisión preventiva”, dicha pena se aplica con el proceso en curso y cuando el acusado represente un riesgo para la sociedad, sea capaz de destruir evidencia, o pueda fugarse.
El doble estándar surge del contraste con el caso de Seuxis Hernández Solarte, alias Jesús Santrich. Líder de las FARC, negociador del acuerdo de paz en La Habana y designado para ocupar una de las diez curules otorgadas por dicho acuerdo, alias Santrich había sido detenido en abril de 2018. Ocurrió a partir de una orden de Interpol por solicitud de un juzgado de Nueva York, donde estaba acusado de exportar diez toneladas de cocaína. Ello, además, seis meses después de firmado el acuerdo de paz.
En junio de aquel año, el gobierno de Estados Unidos radicó una solicitud de extradición de Santrich. Sin embargo, a posteriori, la Jurisdicción Especial para la Paz —tribunal creado a partir del acuerdo—bloqueó la extradición y ordenó su libertad en mayo de 2019. Después de una segunda detención a iniciativa de la oficina del Fiscal General de la Nación, volvió a ser liberado. Esta vez fue por orden de la Corte Suprema, la cual argumentó que solo ellos podían procesar a un miembro del Congreso, aún sin haberse juramentado, y que tomarían el caso en sus manos.
Por supuesto que Santrich se fugó antes, el día 30 de junio. Lo cual no fue una sorpresa. No se supo de él hasta que apareció en agosto junto a Iván Márquez en un video. Grabado en Venezuela, allí anunciaron el regreso a la “lucha armada”. Ello tampoco fue gran sorpresa, pues jamás habían abandonado sus actividades criminales.
Las comillas por tratarse precisamente de un eufemismo. Hace mucho tiempo que las FARC no son otra cosa que un cartel de cocaína barnizado con el viejo argot de la violencia insurreccional y la guerra popular campesina. Ahora es tan solo la guerra de ellos contra la legalidad, claro está.
Ante la conmoción causada por la detención de Uribe, los funcionarios judiciales repiten incesantemente que “nadie está por encima de la ley”. Es un buen precepto para todo Estado constitucional, el problema es que el contraste entre estos dos casos sugiere que, si nadie está por encima de la ley, algunos parecen estar por debajo.
Y en este caso se trata de un expresidente y senador, la figura política colombiana más prominente de las ultimas dos décadas. Quien no solo ejerció la presidencia durante dos períodos sino que también eligió a los dos presidentes que le sucedieron, y que además ha sido el enemigo emblemático de las FARC en toda su vida pública.
Allí se encuentra la raíz de esta crisis: un acuerdo de paz mal concebido, pobremente diseñado e ilegítimamente implementado, y que tuvo en Uribe a su principal opositor. La concepción del mismo implicó la continuidad y la estabilidad de Maduro en el poder, quien fue garante de las negociaciones. ¿Sorprende a alguien que Maduro albergue hoy a terroristas colombianos? Ya era predecible cuando los aviones de PDVSA transportaban a los jerarcas de las FARC a La Habana.
Su diseño estaba pensado para un acuerdo de paz con una organización como los Tupamaros uruguayos o el IRA irlandés, por citar dos ejemplos de irregulares que se transformaron en partido político y abrazaron la competencia democrática. Pues en ambos casos entregaron todas las armas, subráyese “todas”, disciplinaron a sus militantes rebeldes y, lo más importante, jamás fueron un cartel de cocaína. La Justicia transicional no fue pensada para reinsertar narcotraficantes.
¿No era previsible que las FARC se desdoblarían en “partido” por un lado y “lucha armada” por el otro, tal cual ocurre hoy? Pues la línea que los separa es bien porosa. Los dirigentes del “Partido FARC”, senadores y diputados, asisten a grandes eventos en Caracas y prometen lealtad a Maduro y la revolución bolivariana. ¿Cómo se reconcilia eso con la estabilidad de la democracia colombiana? No se reconcilia de ningún modo, los parlamentarios FARC la desestabilizan desde adentro.
El acuerdo de paz fue implementado desconociendo un referéndum que lo rechazó, o sea, sin legitimidad y con una sociedad dividida en aproximadamente dos mitades. No obstante, quebrantando su promesa de acatar el resultado del mismo, el presidente Santos entonces siguió adelante, en una decisión de suma irresponsabilidad institucional.
Acuerdos de esta naturaleza son actos de Estado, equivalentes a grandes ceremonias constitucionales. A nadie se le ocurriría adoptar una constitución con más de medio país en contra. Excepto a Juan Manuel Santos, aparentemente.
En consecuencia, Colombia experimenta una profunda fisura desde entonces. Ello ha dado poder e inmunidad a las FARC, la cual se acerca peligrosamente a la impunidad.
También ha hiperpolitizado a la sociedad, incluyendo la Justicia en todas sus instancias. La propia existencia de la JEP y las controversias suscitadas en relación a ella lo evidencian. Argumentar que existe independencia de los tribunales, una supuesta “asepsia política” por parte de los magistrados, es ingenuo, por decir lo menos, en el contexto de esta historia reciente.
O bien es ser cómplice de este doble estándar. Así se profundiza aún más la división en curso, con el riesgo de debilitar las instituciones democráticas del país. De ahí que no solo las FARC celebren esta prisión preventiva, también sus protectores en La Habana y en Caracas.
Y por ello, una vez más, la figura de Uribe se constituye en símbolo. Es seguro que sus enemigos no querrán también convertirlo en mito.
Publicado originalmente en Infobae, Argentina.