8 de julio 2020
Con una foto de su hijo abrazada, y rodeada de cinco mujeres que tomaron las escobas de sus casas y le colgaron camisetas blancas, como símbolo de paz, Elizabeth Velásquez salió a las calles de Diriamba, desorientada, cuando aún sonaban las balas, buscando a su hijo, Josué Mojica, a quien acababan de asesinar.
Preguntaba por su cuerpo, pero deseaba encontrarlo vivo. Esperaba que la fotografía que le llegaron a mostrar de su hijo tirado en el pavimento en una calle del barrio La Libertad no fuera realmente él. Aunque su short celeste playero, su suéter beige y su gorra negra, confirmaban que sí era él.
“Llegué al lugar donde lo mataron, me arrodillé en el charco de sangre, la empecé a tocar con mis manos y gritaba, rogaba que me dijeran donde estaba mi hijo”, recuerda Elizabeth dos años después.
La foto del menudo cuerpo de “Fetito”, como lo conocían cariñosamente sus amigos, circuló en las redes sociales. Era el amanecer del ocho de julio de 2018, cuando decenas de paramilitares y policías irrumpieron contra las barricadas y tranques instalados en protesta contra el régimen de Daniel Ortega en Diriamba, Dolores y Jinotepe, en el departamento de Carazo.
“Fetito” fue uno de los más de 20 jóvenes caraceños asesinados ese día, en el inicio de la denominada “Operación Limpieza”, como llamó la dictadura, a la orden de desmantelar a sangre y balas, la protesta de la población en las calles y carreteras. La orden también era “liberar” a decenas de furgones retenidos en un tranque que iniciaba en Jinotepe y terminaba en Diriamba.
Encarando a los encapuchados
Los habitantes de Carazo despertaron aquel domingo entre confusión y balas. Eran las cinco de la mañana cuando el sonido de las balas inició, de forma simultánea por diferentes puntos, para barrer con uno de los más severos e incómodos tranques contra el régimen, ubicado cerca del Colegio San José.
Elizabeth recuerda que caminó, junto al grupo de mujeres, hasta el Parque Central de Diriamba, donde estaban un grupo de encapuchados. Se plantó frente a varios de ellos y les exigió que le entregaran el cuerpo de su hijo. Ninguno le respondía.
Uno de ellos rompió el silencio y le aseguró: “Aquí solo estamos limpiando, aquí no se ha matado a nadie”. Otro de ellos le afirmó: “Yo vi a su hijo caminando para donde su tía”, mientras le señalaba la dirección al cementerio. Uno más se animó a hablar y le aseguró que “iba caminando para donde su novia”, camino a Dolores.
“Ellos eran conocidos, sabían quién era mi hijo, pero por más que les supliqué no me dijeron nada y tampoco pude saber quiénes eran porque todos estaban encapuchados”, recuerda.
Elizabeth llora cuando piensa en Josué, ensangrentado sobre la calle, después de recibir un disparo en la espalda. Pero su desconsuelo es mayor cuando narra lo que supo después. “A mi hijo lo asesinaron, pero también se ensañaron con él. Estaba vivo, gritaba llamándome, lo mataron de una estocada en el corazón, le quebraron las costillas, le dislocaron los hombros, lo echaron en una bolsa negra, bailaron sobre su cuerpo”, describe que le contaron vecinos y testigos.
“Después lo tiraron en una camioneta Hilux y se llevaron su cuerpo”, relata.
¿Dónde estaba su hijo?
Elizabeth preguntó por toda la ciudad, por el hospital, pero nadie le daba razón de Josué. Las balaceras continuaron por más de diez horas en Diriamba, Dolores y Jinotepe.
Ella se fue al puesto policial de Las Esquinas, que funcionaba como cuartel de policías y paramilitares y donde torturaron a decenas de manifestantes. Pero ahí tampoco le dieron razón.
La segunda vez que volvió al lugar para preguntar sobre su hijo, alguien le dijo que fuera a preguntar al Instituto de Medicina Legal, en Managua. Se fue de inmediato, pero fue hasta las siete de la noche que le confirmaron que el cuerpo de Josué estaba ahí.
“No me lo entregaron, porque no andaba la caja, tuve que volver por él hasta el día siguiente”, recuerda.
“No lo han dejado descansar”
Elizabeth lamenta que ni siquiera pudo dar una despedida digna a su hijo. “Ni una flor llevaba mi hijo porque estábamos rodeados de paramilitares cuando lo íbamos a enterrar. Fue muy triste. Ni la bandera de Nicaragua le puse a su ataúd, porque a él le encantaba usarla en todas las marchas”, lamenta.
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“Cuando íbamos al cementerio, los paramilitares encapuchados estaban celebrando, tiraban morteros y hacían disparos al aire. Pocos de sus amigos fueron al entierro porque tenían miedo que se los llevaran”, relata.
Pero tampoco lo han dejado descansar en paz. “Me destruyeron la vida. Me traumaron asesinando cruelmente a mi hijo y ahora le vienen a destruir su tumba”, lamentaba Elizabeth el dos de noviembre, Día de los Difuntos en Nicaragua, cuando le profanaron y destruyeron la tumba de “Fetito”.
Una pequeña caseta de cerámica, un libro de piedra pintado de azul y blanco en el que escribieron la frase “Nunca te olvidaremos” y la fotografía de Josué fueron destruidos.
Fanático del futbol
Josué Mojica tenía 20 años. “Le decían ‘Fetito’ porque a su hermano mayor le decían ‘Feto’ porque ambos son bajitos”, explica su madre.
Estudiaba secundaria y ayudaba a su mamá en un negocio en el mercado. Estaba planeando iniciar un negocio de venta de zapatos usados.
Quince días antes de su asesinato, Josué encontró a su mamá desconsolada, llorando sobre la cama. Le prometió que no volvería ir a las calles a asomarse a los tranques. “No voy a ir, pero ya calmate”, le afirmó.
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Un día antes que lo asesinaran se había ido a la playa con unos amigos. “Pero alguien lo llamó al amanecer el día que me lo asesinaron”, asegura su madre. Nunca supo quién fue. “Mi hijo salió con el short que había venido de la playa, él solo estaba tomando fotos y videos de lo que pasaba cuando lo asesinaron sin piedad”, reclama Elizabeth.
A “Fetito” lo recuerda como “la alegría de esta casa. Le gustaba el futbol, siempre lo buscaban mucho aquí, de los equipos, porque él siempre fue delantero y desde pequeño yo lo llevaba, y siempre le celebraba sus goles”.
Además practicaba taekwondo y ya había ganado una medalla de plata. Era fanático del Barcelona, pero sobre todo del Diriangén. Cada vez que jugaba el equipo, iban juntos al estadio, que está a unas cuadras de su casa.
“Me acuerdo que una vez fui a comprar las camisas del Diriangén para mis dos hijos, la mía, la de mi pareja. Ellos se iban con sus amigos, yo con mi esposo, pero todos nos íbamos ahí a ver jugar”, narra.
Elizabeth confiesa que tras el asesinato de Josué llegó a perder las ganas de todo. “En un momento yo quise acostarme y nunca más levantarme de una cama. Pero me aconsejaron: ‘Si vos no te levantás quién va a luchar por tu hijo, porque yo quiero que se haga justicia’. Y yo dije es verdad: si me quedo en esta cama voy a morir, y quiero que se haga justicia por el asesinato de Josué”.