26 de junio 2020
En diciembre del año pasado, la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia y la Unidad Nacional Azul y Blanco anunciaron el “primer paso” para la conformación de la unidad nacional opositora, que sus voceros Juan Sebastián Chamorro, de la ACJD, y Félix Maradiaga, de la UNAB, definieron como el “bloque fundacional” de un proyecto político “no electorero”, “amplio y sin exclusiones”, para brindarle “gobernabilidad democrática” al país después de desalojar del poder a la dictadura Ortega Murillo.
Su premisa es que solamente los movimientos surgidos de la Rebelión de Abril tienen la capacidad de convocatoria para movilizar, aun bajo el estado de sitio policial, a la nueva mayoría política azul y blanco para sacar a Daniel Ortega del poder, desmantelar las estructuras de la dictadura, e iniciar la reconstrucción de Nicaragua en torno a los ideales de justicia y democratización. La propuesta de unidad suponía, además, un enfoque inclusivo para incorporar a otros movimientos, a la mayoría de los sin partido que no están organizados, e incluso a partidos políticos que compartieran los mismos objetivos.
La noticia revivió la esperanza en el cambio, fundamentalmente por el llamado a desafiar al régimen y generar la presión política para cambiar el equilibrio del poder, aunque desde el inicio se evidenció que existían diferencias sobre los alcances de este proyecto unitario y la estrategia para lograrlo. La UNAB abogaba por consolidar la unidad con la ACJD y agotar los esfuerzos políticos para demandar una reforma electoral que permitiera inscribir un nuevo movimiento político electoral, antes de convocar a los partidos políticos, mientras la ACJD proponía convocar a los partidos en igualdad de condiciones y, por el otro lado, organizaciones que formaban parte de la ACJD como el Movimiento Campesino (MC), demandaban un espacio propio en el proyecto de la “gran coalición” como un actor político autónomo.
Dos meses después, estas diferencias aparentemente se zanjaron a favor de la tesis de la ACJD, cuando la UNAB aceptó la incorporación de cuatro partidos políticos y el 25 de febrero conmemoraron los 30 años de la derrota electoral del FSLN, convocando a la creación de la Coalición Nacional con la participación de la ACJD, UNAB, MC, y cuatro organizaciones políticas: PLC, PRD, Yatama, y FDN, quedando fuera por autoexclusión el partido CxL.
El anuncio de la Coalición Nacional nuevamente generó grandes expectativas, pero esta vez con marcadas reservas por la desconfianza natural de la ciudadanía en torno a los partidos políticos que en el pasado pactaron y compartieron el poder con el FSLN, en particular el PLC que sigue bajo la sombra de Arnoldo Alemán. Sin embargo, hubo un voto de confianza y aún a regañadientes se mantuvo el respaldo al “núcleo fundacional”, con la actitud de “esperar y ver”. El siguiente paso, coincidieron los siete, sería acordar las reglas del juego para organizar y dirigir la Coalición, diseñando un intrincado rompecabezas político que bautizaron pomposamente como la “arquitectura”.
Desde dentro y fuera del régimen, los poderes fácticos apostaron al fracaso de la naciente Coalición, en tanto resultaría imposible conciliar los intereses de organizaciones y partidos con orígenes disímiles, y sobre todo con niveles de representatividad social y un peso político tan disparejo, sin contar con un liderazgo unificador. Sin embargo, después de discutir durante cuatro meses, los representantes de los siete grupos ya en plena pandemia de covid-19, contra todo pronóstico concluyeron con una propuesta de Estatutos prevista a suscribirse por todos sus miembros fundacionales.
La primera crisis de la Coalición, de muchas otras que seguramente vendrán, estalló públicamente el viernes 19 de junio, cuando la ACJD demandó un tiempo indefinido para decidir sobre los Estatutos, esgrimiendo diferencias de fondo sobre el proceso acordado para tomar decisiones por mayoría calificada, si no se alcanzara el consenso, y la falta de democracia interna de una de las partes, el PLC, que además sometió su litis interna ante el Consejo Supremo Electoral, controlado por la dictadura. El frenazo de la ACJD desencadenó el retiro del Movimiento Campesino, que en realidad se esperaba desde meses atrás, y la sorpresiva renuncia del doctor José Pallais, representante del sector político, demandando, ambos, la firma inmediata del Estatuto de la Coalición.
Las diferencias sobre estos asuntos procedimentales, que nunca fueron meramente formales pues en el fondo reflejan diferentes concepciones sobre el poder, la incidencia política democrática, y las posibles alianzas en el seno de la Coalición, finalmente se resolvieron con inusitada madurez de todas las partes, que se empeñaron en lograr una solución temporal --ganar-ganar-- con un artículo transitorio. Así se firmaron los Estatutos de la Coalición Nacional por siete de los ocho actores fundacionales, quedando pendiente aún la integración plena del sector de los jóvenes y estudiantes. El resultado de este acto simbólico conlleva un mensaje político contundente a la cúpula del régimen: la Rebelión de Abril, que nació autoconvocada en 2018, ha sentado las bases de su organización para promover la unidad nacional, y salir de la dictadura. Y por ahora la oposición se mantiene unida, aunque desde fuera de la Coalición existen otras opciones ideológicas que, para beneficio político de Ortega, apuestan a la división del bloque opositor en al menos dos bandos.
Sin embargo, lo que la ciudadanía espera de la Coalición va mucho más allá de la solución a sus conflictos internos, sobre el mecanismo para tomar decisiones y la inclusión plena de los jóvenes como fuerza política autónoma. Lo que la gente demanda es un plan de lucha y un liderazgo capaz de movilizar al país para enfrentar y prevenir la pandemia de covid-19, y llenar el vacío de poder que ha dejado el desgobierno de la dictadura. Y de manera simultánea, el banderazo para la organización en los 153 municipios del país de las estructuras unitarias de la Coalición Nacional, para movilizarse contra la dictadura y demandar la suspensión del estado policial. De esta presión política dependerá, en última instancia, si la dictadura, con o sin Ortega, se verá obligada a ceder una reforma electoral y elecciones libres y competitivas. Mientras tanto, no se puede poner la carreta delante de los bueyes, imponiendo discusiones sobre alianzas electorales, casillas, y candidatos, en torno a elecciones que por ahora solamente representan una aspiración nacional.
La segunda lección que deja este proceso de formación de la Coalición Nacional, después de la Rebelión de Abril, es que se ha reducido la influencia del poder del capital de los grandes empresarios, para predeterminar los resultados de la política. Con la emergencia de una nueva mayoría política azul y blanco ya no es posible, como antes, imponer partidos políticos para trazar el destino del país, o escoger de dedo candidatos presidenciales, y vetar a otros. El financiamiento privado de la política, bajo un régimen totalitario como el de Ortega, no solo es necesario sino que será un factor crucial para promover una elección competitiva, cuando existan condiciones apropiadas. Pero ante el imperativo de un proceso de unidad nacional, cuya dinámica se deriva de un programa de reformas democráticas, una nueva mayoría política, y métodos transparentes de selección de liderazgos, los resultados no pueden ser predeterminados de antemano, sino que están sujetos a la regla democrática de la incertidumbre que nace de la competencia política. Esa es la esencia del nuevo orden democrático, el desafío que pugna por nacer en la Coalición Nacional, mientras el viejo orden de la dictadura, el del hombre fuerte y las “misas negras”, aún se resiste a morir.