22 de junio 2020
La Asociación Pro Derechos Humanos y el Center for Justice and Accountability pusieron mucho empeño en impulsar el juicio por la masacre de los jesuitas para poner fin a décadas de impunidad. A muchos hubiera gustado que el juicio se llevara a cabo incluso en ausencia de los indiciados para esgrimir sobre ellos una condena jurídica y moral, aunque las sentencias penales no pudieran tener efecto por la negativa del Estado salvadoreño a extraditarlos. Pero el hecho es que el juicio solo podía realizarse si se contaba con la presencia en la sede del mismo de al menos uno de los 20 procesados. Por eso podemos considerar al excoronel y exviceministro de Seguridad Pública Inocente Orlando Montano como la piedra angular del juicio que comenzó sus sesiones el 8 de junio de 2020.
Los hechores del crimen no han puesto una uña fuera de El Salvador o lo han hecho con el mayor sigilo. Montano salió y lo hizo con ruido, propiciando su localización y captura. Montano pertenecía a “la Tandona”, la cohorte de 46 oficiales que se graduaron en 1966 y llegaron al estado mayor tras 25 años de carrera militar. Formaban un grupo compacto que en 1989 tenía la sartén militar por el mango y tomaba las decisiones por consenso. Por eso y por la complicidad de la sangre que a todos los empapaba, se sentían bien acuerpados. El Coronel Guillermo Benavides –conocido en las filas castrenses como “la Pitufina” debido al esmerado cuido de su imagen física– asumió la autoría intelectual de la masacre y así sirvió de tapón para que las pesquisas no escalaran más alto.
El informe de la Comisión de la verdad desnudó toda esa tramoya y sus patrañas. Después de los acuerdos de paz, Montano tuvo que dejar su puesto y partir hacia México como agregado militar. En algún momento dejó de sentirse seguro ahí y en su país de origen, y migró a los Estados Unidos, donde se acogió a los beneficios del estatus de protección temporal alegando ser víctima del terremoto de 2001 en un formulario donde ocultó su pasado como militar. Vivió en un poblado cercano a Boston durante casi una década sin mayores sobresaltos. Supuso que ahí estaría a salvo de que un giro en la política salvadoreña lo llevara a un tribunal.
Montano, que amargó la vida de miles de salvadoreños, endulzó la de los estadounidenses: trabajó en una fábrica de dulces de la ciudad de Revere desde 2003 hasta 2011, fecha en que fue acusado de fraude migratorio y, tras un proceso de un año en que vivió en libertad pero atado a un localizador electrónico, fue condenado a 21 meses de prisión y 600 dólares de multa. La justicia española lo aguardó, reclamó su extradición desde 2011 y la obtuvo en 2017, después de muchos dimes y diretes legales con los que los abogados de Montano intentaron en vano sustituir su extradición a España por una deportación a El Salvador. Desde entonces es la pieza que el juicio necesitaba.
El excoronel Montano guarda prisión preventiva en España, donde tiene una cita con la historia y con la verdad, donde tendrá que escuchar la verdad que conoce y niega. Es muy probable que ahí declare en su contra al menos uno de sus ex compañeros de armas. Y ahí está compareciendo, artrítico y sin vejiga, para defenderse con mil mentiras que de nada le servirán porque las instituciones que lo acusan tienen pruebas demoledoras.
Ante el tribunal compareció un Montano que hizo uso de su derecho a no someterse a un interrogatorio conducido por la fiscalía y que, alegando dificultosa audición, se hizo repetir –hasta más de dos veces– casi todas las preguntas de su abogado defensor. Interrogado por la defensa, se refirió a la masacre como “el lamentable incidente de la muerte de los padres”. Y luego añadió que “el licenciado Ellacuría era una de las personas más allegadas al Presidente [… y] asesoraba no solo al Presidente, sino también a la cúpula del FMLN.” Ese comentario solo confirma que no había plena coincidencia de intereses entre la élite gobernante y el ejército, y que Montano vacila entre criminalizar a los jesuitas por sus vínculos con la guerrilla o mostrar que era impensable que el ejército los considerara enemigos porque los suponía cercanos al Presidente.
En un inesperado y desafortunado giro hacia el primer extremo, Montano declaró que “hubo fotografías que se obtuvieron de curas jesuitas metidos con los guerrilleros. Había uno que se llamaba Jon Sobrino, muy allegado a Ellacuría, del cual tenemos fotografías y videos donde aparece él entrenando a niños de 10, 12 años, enseñándoles a manejar el AK-47, que era el armamento que manejaba el FMLN.” Sin pensarlo mucho, Montano proporciona información de por qué el ejército consideraba peligrosos a los jesuitas. Montano no podrá presentar esas fotos y videos porque no existen, pero con una torpeza típica de militar puso en evidencia lo que él quería que pensaran sobre los jesuitas, la leyenda negra que él mandó difundir, sobre todo entre el 11 y el 15 de noviembre de 1989, desde la radio Cuscatlán que operaba bajo sus órdenes, donde se proclamó "Ellacuría es un guerrillero, que le corten la cabeza", "Deberían sacar a Ellacuría para matarlo a escupidas" y “En la UCA esconden armas desde hace alrededor de diez años".
Continuando esa línea de información, Montano recordó que en 1979 hubo un “golpe de Estado organizado en la UCA, donde Ellacuría era el Rector.” Y más adelante añade que Ellacuría era el “cerebro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional”. Después de decir eso, no le importa incurrir en flagrantes contradicciones: “Yo siempre pensé que había sido el FMLN el que había cometido el delito ese, el asesinato de los curas”. ¿El FMLN iba a matar a su cerebro y a quienes guardaban sus armas y entrenaban a sus tropas? Montano no sabe hacia dónde tirar, pese a que su abogado defensor se esfuerza para allanarle la vereda. Montano no colabora porque estos años no le sirvieron para reformatear su disco duro militar. Piensa bajo los mismos esquemas porque no tiene otros ni capacidad de absorberlos. Montano tampoco colabora porque no entiende cómo funciona el mundo no militar. Su completa ignorancia la reflejó al recordar que él sugirió pedir “a gente del FMI y de la CIA […] que siguieran la investigación” por el asesinato de los jesuitas. Y si nadie por temor le dijo a sus 47 años que solo a un descerebrado se le ocurriría proponer que una institución financiera investigue una masacre, ¿habrá quien se moleste en decírselo a los 77 años?
Montano podría enfrentar una condena de 150 años de cárcel, de los cuales solo estaría obligado a cumplir 30. Con o sin su colaboración, el juicio salpicará las reputaciones de los otros 19 procesados y de otros que no figuran en la lista, como el ex Presidente Alfredo Cristiani. De los avatares de su historia podemos extraer conclusiones para la tragedia que hoy vivimos y que mañana reclamará justicia:
No importa si los asesinos logran huir 30 años de la justicia, al final les dará caza, a no ser que antes lo haga la muerte.
Hay instituciones filantrópicas que se dedican a procesar a violadores de derechos humanos. Son muy poderosas y extienden sus brazos por todo el orbe. No hay rincón donde escapar. Parafraseando a Lincoln: puedes escapar de muchos tribunales todo el tiempo, o de todos los tribunales algún tiempo, pero no de todos los tribunales todo el tiempo.
Montano intentó mostrarse impoluto aduciendo la legalidad formal de su emplazamiento burocrático: “Éramos parte de un gobierno legítimamente electo”, dijo muy satisfecho. Eso no funciona. Los tribunales no evalúan la legitimidad de las plataformas desde las que se ejecutaron los actos, sino los resultados de estos y su naturaleza criminal.
Los compañeros de armas de hoy son los soplones de mañana. Ellos y no las víctimas son las mayores amenazas para los violadores de derechos humanos. Hay muchas razones por las que los cómplices de hoy se deciden a colaborar con la justicia en el futuro, desde la conveniencia personal hasta el arrepentimiento.
Ninguna de estas lecciones, por más que se repitan desde el Nuremberg de 1945 hasta el Madrid de 2020, son aprendidas por los violadores de derechos humanos.