11 de junio 2020
Son diferentes las repercusiones que han tenido las protestas en Estados Unidos con la detención y muerte de George Floyd de manos de un policía de Minneapolis, Minessota, y las que vivió Nicaragua a partir de abril de 2018, con la muerte de más de 300 personas de manos de la policía y fuerzas paramilitares.
Las más obvias son derivadas de la importancia económica de los dos países. No me refiero a esas. Sino a otros aspectos que los nicaragüenses no podemos olvidar: la brutalidad policial y la parcialidad de los jueces.
En estos dos terribles años desde abril de 2018 hasta la pandemia que hoy vivimos, hemos sido testigos de la brutalidad de la policía, vimos con horror cómo aventaban a jóvenes y no tan jóvenes a las tinas de las tenebrosas Hi Lux de la policía y de personas que no eran de ese cuerpo, sino paramilitares. Vimos a estas fuerzas combinadas actuar a la luz del día y en las sombras de la noche, lo que llevó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a decir en su informe de 2018: “La CIDH constató que la respuesta estatal se ha caracterizado por la represión y criminalización de los manifestantes y el movimiento social que representan y que ha tenido como resultado graves violaciones de derechos humanos”. Como hallazgos de su informe destacan “el uso excesivo y arbitrario de la fuerza policial, el uso de grupos parapoliciales o grupos de choque con la aquiescencia, tolerancia y colaboración de las autoridades estatales…”
Esto no es nuevo, la ciudadanía nicaragüense y muchos extranjeros lo sabemos. Lo que destaco es que mientras en Estados Unidos, el policía que mató a George Floyd fue detenido y hoy enfrenta un proceso judicial, en Nicaragua los principales torturadores y violadores de derechos humanos fueron ascendidos y ocupan altos cargos. El guarda del Sistema Penitenciario que mató a mansalva al preso político, Eddy Montes, sigue en su cargo, sin sanciones.
Las protestas en Estados Unidos lograron que las técnicas de detención utilizadas por el oficial Chauvin se hayan prohibido en algunos estados y, además, se está discutiendo cómo ponerle frenos o al menos, cortapisas a la brutalidad policial. En otros estados se está discutiendo reformas fundamentales a las normas policiales, reducción de sus presupuestos, en definitiva, buscan poner límites a la acción policial. En Nicaragua, la policía sigue deteniendo arbitrariamente a quien ose salir a la calle a protestar pacíficamente. Es, además, de las pocas instituciones cuyo presupuesto ha aumentado en el año 2020, pese al estricto control del gasto público, que ni la pandemia del coronavirus ha logrado modificar. Si la población continúa muriendo por falta de medicinas, equipos, camas o por la falta de médicos para atenderlos, pues todos los días sabemos de nuevos despidos, eso no cambia la lección aprendida por Ortega de mantener el balance fiscal.
En Nicaragua son detenidos y encarcelados los que protestan, no la policía que los golpea o los reprime. Vimos con horror la humillación que el Comisionado Domínguez hizo pasar a la Familia Alonso de León, y continuamos viendo cómo ese personaje sigue haciendo de las suyas. La impunidad se ha convertido en la norma, no la excepción.
El sistema judicial se ha convertido en cómplice de los represores. La fábrica de cargos y acusaciones falsas no se detiene para los presos políticos, y observamos cómo jóvenes estudiantes detenidos pasaron a convertirse por acción de la justicia de Ortega Murillo en peligrosos narco-traficantes, merecedores de 12, 15 o más años de cárcel.
En 2012, FUNIDES en un informe sobre la carrera judicial destacaba el peligro que se cernía sobre la institucionalidad del país por la no independencia de los jueces, la subordinación a sus superiores y las trampas en los nombramientos. Poco o ningún caso se hizo a este informe y hoy sufrimos con horror que, en este país, la justicia lejos del equilibrio que debería tener en su balanza, se encuentra completamente inclinada para obedecer las instrucciones de quien hizo el nombramiento. Esto es un resultado de lo que ya en 2012 nos alertaba el estudio en mención: “solo un 2.5% de los 444 funcionarios judiciales han sido nombrados por concurso. Los demás (97.5%) fueron nombrados directamente”. La selección de estos funcionarios se realizó, según el mismo informe, por “amiguismo” o vínculos partidarios.
No nos extrañe entonces, que las condenas recaigan en los que protestan y no en los que reprimen. No importa cuantas violaciones a los derechos humanos se hayan denunciado y se hayan documentado, mientras continuemos regidos por un sistema judicial que solo obedece órdenes partidarias. No tendremos justicia mientras tengamos jueces que no se molestan en consultar o averiguar cómo fueron los hechos, sino que obedecen fielmente las instrucciones recibidas directamente de aquel o aquella a quien le deben el cargo.
De ahí la importancia de la sanidad de las instituciones. Tentaciones autocráticas y autoritarias pueden existir en todas partes, pero no en todas partes se pueden ejecutar. En Estados Unidos, con un sistema judicial independiente resulta más difícil. Se cometen errores y arbitrariedades, hemos visto y conocido muchos, pero al menos existe esperanza en la justicia. Y las protestas pacíficas pueden acelerarla, como en el caso de estos últimos días, en que las protestas contribuyeron a que los policías que observaron impertérritos la muerte de George Floyd fueran detenidos. En Nicaragua mientras el régimen Ortega Murillo continúe pisoteando las instituciones y sometiéndolas a su arbitrio, no tendremos justicia y tampoco tenemos garantizado el derecho a la vida que tendría que ser una obligación primordial del Estado.
Es posible que estas enseñanzas de lo que estamos viendo en Estados Unidos y sus diferencias con Nicaragua, las achaquemos solamente a que aquel es un país rico y nosotros somos un país empobrecido. O que las cuestiones raciales impulsan estas protestas. Es cierto que este es un elemento fundamental, los cientos de años de racismo persisten en la mente de muchas personas desgraciadamente. Pero en nuestro país, las diferentes repercusiones del manejo de las protestas tienen otro origen.
Como ciudadanía no supimos protegernos de las arbitrariedades que se fueron gestando poco a poco y escuchamos como cantos de sirena las voces de alerta que desde diferentes trincheras nos llegaban. A las ya mencionadas, agrego las advertencias que nos hacía el coronel en retiro Irving Dávila (QEPD) sobre las modificaciones al Código Militar, según la ley No. 855, aprobada el 30 de enero de 2014, cuando a la tarea de Defensa Nacional, se agregó la “Seguridad Nacional”, sin especificar claramente lo que sería esa tarea. A lo mejor sería brindar su apoyo a los paramilitares, como se ha documentado ampliamente.
Y quizá la más delicada de todas las modificaciones al citado Código Militar, la “conducción política” del Ejército pasó a manos del presidente de la República, con lo que la sujeción institucional del poder militar al poder civil, a través del Ministerio de Defensa, se trasladó al presidente. De esta forma, el obsecuente y hoy sancionado General Avilés va para su tercer período por obra y gracia de Ortega.
Confiemos en que, estas advertencias y la confirmación de sus peligros, nos permitan reflexionar sobre nuestro futuro como nación democrática y que si algo podemos sacar de estas experiencias dolorosas es que nuestra lucha no terminará cuando Ortega y Murillo pasen a otro plano de vida, sino cuando los y las nicaragüenses ejerzamos verdaderamente nuestra ciudadanía y sepamos exigir y defender los derechos que como seres humanos nos asisten.