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El fracasado estado policial estadounidense

Las estructuras que apuntalan las diferencias raciales estadounidenses son tanto resultado de la negligencia como del diseño

Jeffrey Sommers

4 de junio 2020

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MILWAUKEE – La muerte de George Floyd a manos —y rodilla— del oficial de policía de Minneapolis Derek Chauvin hizo estallar una oleada de protestas pacíficas y disturbios violentos en la mayoría de las grandes ciudades de Estados Unidos. Filmado para que el mundo pudiera verlo, el incidente llevó a tomar conciencia de que los afroamericanos son excluidos de la gran narrativa del progreso estadounidense, en la cual supuestamente la situación mejora con el tiempo.

Los datos confirman esa percepción, un estudio reciente de la Brookings Institution afirmaba en 2016 que «el patrimonio de una familia caucásica típica es casi diez veces mayor que el de una familia negra». Y aunque EE. UU. solo cuenta con el 5% de la población mundial, alberga al 21 % de las personas encarceladas en el mundo, un tercio de las cuales son afroamericanas.

Difícilmente pase una semana sin una nueva historia sobre la muerte de afroamericanos a manos de policías o vigilantes. En cada episodio los medios se retuercen las manos y llaman a la reforma de los procedimientos policiales, pero nunca se resuelve el problema, en parte, porque en realidad no es uno, sino muchos.

En primer lugar, muchos estadounidenses han aceptado que viven en una sociedad donde el ganador se lleva todo y la desigualdad se profundiza. Mientras la riqueza y los ingresos de quienes más tienen continúan creciendo, decenas de millones de estadounidenses sufren dificultades para pagar la atención sanitaria, el cuidado de los niños y otras cuestiones básicas. Esta historia ya se ha contado muchas veces, pero lo que a menudo no se resalta es que la responsabilidad de gestionar los costos sociales de este sistema frecuentemente se endilga a la policía.


En términos generales, la mayoría de los policías en zonas urbanas son blancos y tienen poca o ninguna experiencia para interactuar con las poblaciones en sus jurisdicciones. Esta brecha de familiaridad aumenta porque uno de cada cinco oficiales de policía fue militar y participó en actividades violentas de pacificación en Afganistán o Irak. A estos exsoldados se les ha enseñado a ver las poblaciones urbanas donde se desempeñan como policías como una amenaza para su propia seguridad, en el mejor de los casos.

Eso, también, está respaldado por los datos: por ejemplo, en Boston entre 2010 y 2015 hubo 28 denuncias por uso excesivo de la fuerza cada 100 oficiales de policía con algún tipo de experiencia militar, frente a 17 para quienes no habían sido militares. Boston dista de estar sola, EE. UU. está obligado a ubicar a los militares retirados en alguna tarea significativa, pero, claramente, solo se debiera permitir que quienes cuentan con un historial demostrado de eficacia para desactivar situaciones tensas sean policías en las comunidades urbanas.

Chauvin no es un veterano militar, pero con 18 denuncias previas en su contra, representa gran parte de lo que está mal en el sistema policial estadounidense. Después de todo, Estados Unidos también tiene obligaciones para con sus pobres urbanos. Los afroamericanos en Detroit, Milwaukee, St. Louis y muchas otras áreas urbanas desindustrializadas viven en condiciones más parecidas a las de Sudáfrica y Brasil que a las de otros países ricos.

En las comunidades afroamericanas pobres y económicamente inseguras tiene lugar un ciclo vicioso multigeneracional: los niños nacen en un entorno donde las interacciones con la policía han sido, por mucho tiempo, de confrontación más que de cooperación. La policía, a su vez, combina la sospecha y hostilidad con la criminalidad. Con excesiva frecuencia los policías asumen que los hombres negros son sospechosos y los tratan en forma acorde. En respuesta, muchos hombres afroamericanos están predispuestos para adoptar una actitud sospechosa y hostil hacia la policía.

Las estructuras que apuntalan las diferencias raciales estadounidenses son tanto resultado de la negligencia como del diseño, para corregirlas será necesaria una estrategia multidimensional.

El primer paso es considerar lo propuesto por Martin Luther King, Jr. y establecer el  como uno de los principios principales de la política económica. El presidente de la Reserva Federal estadounidense, Jerome Powell, indicó que no hay restricciones vigentes al financiamiento de la inversión pública por la Fed. En ese caso, debiera implementar propuestas de gasto como las del Nuevo Pacto Verde (Green New Deal) y emplear a los trabajadores en desventaja con buenos salarios para impulsar avances en las energías limpias y otros sectores clave de la economía del futuro. Quienes no tienen experiencia laboral pueden trabajar en proyectos de embellecimiento de lugares públicos con salarios básicos. Esto les permitirían comenzar a desarrollar ciertas habilidades básicas.

La crisis de la COVID-19 ha demostrado que muchos de los trabajos que antes no se consideraban importantes son, de hecho, esenciales. En las instalaciones de atención sanitaria y los servicios alimentarios, pasando por el transporte y los servicios cloacales, los afroamericanos ocupan una cantidad desproporcionada de aquellos empleos que consideramos peores y, en última instancia, de los que más dependemos.

Sin embargo, si tomamos el salario federal mínimo como punto de referencia, los trabajadores estadounidenses en tareas esenciales son los peor remunerados  entre los países con altos ingresos. Aunque el PIB de EE. UU. se multiplicó varias veces en los últimos 70 años, el salario federal mínimo ajustado por inflación aumentó apenas $0.75 desde 1950. El mensaje para los trabajadores esenciales estadounidenses desde hace mucho es «no nos importan». Claramente, eso debe cambiar.

Finalmente, la tenencia de armas en EE. UU. es grotescamente excesiva y este problema ha empeorado desde que el Tea Party ganó las elecciones en muchos gobiernos estatales durante la gestión del presidente Barack Obama. En un país que tiene ya casi 400 millones de armas en manos de civiles, la normativa sobre su venta de todas formas se ha relajado en muchos estados. Como resultado, una ciudad como Chicago, a pesar de contar con un nivel razonable de control, está inundada de armas, porque solo hace falta viajar una hora hacia el norte para comprarlas en los mercados poco regulados de Wisconsin.

Por obvias razones, el problema de las armas en Estados Unidos contribuye a su problema de crímenes violentos. También genera mucho más estrés sobre la Policía. Los progresistas y las organizaciones policiales debieran reconocer que tienen intereses comunes en cuanto al control de las armas.

Existen medidas claras que se podrían implementar para reducir las presiones, tanto sobre las comunidades urbanas como sobre sus policías. Fortalecer la salud económica y social de nuestras ciudades, mientras reformamos los métodos policiales para fomentar la resolución de los conflictos y reducir su escala, está perfectamente a nuestro alcance. Ya no hay excusas para la inacción.

Este artículo fue publicado en Project Syndicate.

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